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Cubierta de 'El año del sol negro', de Daniel Ferreira.

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Épica y cicatrices: ‘El año del sol negro’, de Daniel Ferreira

Una crítica de la más reciente novela del escritor santandereano, la cuarta de su proyecto Pentalogía de Colombia (compuesta por 'La balada de los bandoleros baladíes', 'Viaje al interior de una gota de sangre' y 'Rebelión de los oficios inútiles').

Felipe Cáceres Cerón
2 de noviembre de 2018

Desde de los años 60 la solución literaria a la acumulación de cadáveres sanguinolentos en las novelas de la violencia había cambiado el enfoque. Una mirada menos hechizada y lateral, con otras inquietudes y otra alquimia. La atmósfera creativa de entonces era al mismo tiempo un cambio social hacia el futuro y un retroceso. Un tira y afloja entre lo nuevo y lo viejo por la primacía de una nueva mentalidad: se fundó la primera facultad de Sociología del país y se publicaban estudios psicológicos sobre el odio y la violencia nacional, que eran engorrosos malabarismos de deconstrucción conceptual que a la larga instalarían –desde un punto de vista religioso y sangrante– la ética de las víctimas. Pero donde estas interpretaciones fallaban por limitaciones imaginativas, la literatura se hacía cargo con minuciosidad. En espiral, autores como Jorge Gaitán Durán y Gonzalo Arango empujaban hacia una ruptura estética, hacia formas menos enfáticas de escribir sobre la muerte y el trauma, sobre las causas feroces del estigma cuando todavía estaban por desarrollarse, en las décadas sucesivas, las siguientes fases de la pesadilla concretada casi de repente en el idolatrado narcotráfico, que introduciría otros focos de violencia y otras jerarquías. El choque entre la guerrilla y el Estado ya existía conceptualmente desde 1900 como un tenebroso anacronismo sobreviviente de la Guerra de los Mil Días. El repertorio de nuestros sentimientos fue ampliado, transformado en mercancía, en un valor socioeconómico tras codificar la violencia en el modo genérico que replican –y ayudaron a formar– los menos interesantes autores de nuestra literatura que abusan con glotonería de estos empaques.

Según los datos de su biografía, Daniel Ferreira (San Vicente de Chucurí, Colombia, 1982) vivió en medio de enfrentamientos de sangre durante una de las etapas más oscuras del conflicto armado colombiano en esas tierras fertilizadas de cadáveres donde crece el mejor chocolate del mundo, y que marcaron para siempre el destino temático de su pentalogía. El año del sol negro (Alfaguara, 2018) es la cuarta entrega de este proyecto en el que pretende elevar a la décima potencia distintos episodios especialmente brutales de la historia nacional. Un relato muy apasionado que, sin embargo, a pesar de su enorme fuerza expresiva y su espíritu de reivindicación social, se debilita con la visión total del conjunto y su moral narrativa.

Hablar de épica como género es ya tocar una materia lejana y huidiza. Su carácter de símbolo patrio y los soportes históricos que la sustentan no nos interpelan en el presente, salvo si nos remitimos al entretenimiento cinematográfico. Entre el Platón Karatajev de Guerra y paz y el Romeo sin nombre de Ferreira han ocurrido intensos cambios políticos en la vida de los pueblos latinoamericanos (dictaduras, guerras civiles más cerca de Hemingway que del ideal instintivo e ingenuo de Tolstói, la tecnificación de los recursos multimedia) que han afectado el campo de fuerzas donde nuestras narrativas se juegan el pellejo de un modo tan definitivo que un libro como este corre el riesgo de pasar por un fetiche naturalista.

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La primera parte del relato ocurre impersonalmente cuando el personaje sin nombre es sacado del tiempo normal de la vida de asalariado y empujado a su propia búsqueda del alistamiento sacrificial en la cuadrilla de Rosario Díaz. Lo que se nos sugiere luego, en la segunda parte y como de pasada, cambiando la perspectiva, es que, como en la tradición de la novela que se observa a sí misma, el libro entero es la invención de Julia Valserra, y que todo lo que ocurre antes y después del “Diario secreto” que ella lleva (“La novela que empecé sobre el hombre que irá a la guerra debo ponerla en el armario donde guardo mi ropa y los recortes de tela de algodón para el periodo”) es en realidad su fantasía febril, su propio viaje hacia la épica en el centro del relato, actualizado en clave feminista: bien, es ella quien cuenta la historia y quien yuxtapone registros y capas reflexivas sobre el sentido que tiene la escritura de la novela. El énfasis del “Diario secreto” está puesto en la escritura. Para registrarlo todo, para que no muera el diálogo con su amante ausente y para no olvidar. En el espejo de la página, cambiando todo para que todo siga igual, es ella quien altera los símbolos y las variaciones. Porque el autor de ella, en cambio, nos cuenta los hechos en un esquema de coincidencias entre diferentes momentos y entre los personajes y la historia que emparenta con las novelas de aventuras y la estereotipia clasista de lo épico: recitando la mentalidad popular sin subvertir el imaginario narrativo que se tiene sobre las víctimas, y que reproduce, perpetúa y romantiza de manera sentimental las “buenas viejas condiciones de las cosas”, el punto de vista sensiblero útil a La Voz del Amo.

En términos personalizados, la experiencia es envasada como sucedería en el siglo XIX con sus recursos y procedimientos a los que se le añade un contemporáneo: el feminismo como estructura narrativa interna. Sólo que dentro de sus propias reglas, con ingenuidad y buena conciencia, el recurso se agota en sus límites: Julia Valserra fuma, lee, se masturba, se atormenta, toma nota, todo lo que le ocurre es crucial para la novela que escribe y que leemos. Es el medio por el cual la novela se interpreta a sí misma. Sin embargo su caracterización psicológica se opone quizá demasiado explícitamente a las posiciones ideológicas que reducían a la mujer a funciones concretas, a la política de su tiempo, a los mecanismos represivos que ejercía la religión a través de la ética, y esa falta de sutileza es menos instructiva para ver la situación real de la mujer en una fase profunda y conflictiva debido a su tratamiento esquemático. En su realidad textual, es pragmática y servil a los estereotipos de segunda mano que repiten con cálculo lo que la mujer no es, lo que es o cómo se debería representar: y entonces el autor integra poemas que hablan de la mujer, extractos de libros que hablan –mal– de la mujer para contrastar con los valores presentados paralelamente como positivos, tales como la inteligencia espiritual, la soltería, el realismo, etcétera.

Al menos desde este punto de vista, el esquema no representa la universalidad, el estereotipo no es la norma. Ese confinamiento es una afectación que simplifica la visión de las cosas al rasgo circunstancial, a la inmediatez histórica de un suplemento. En general, lo universal es una dimensión involuntaria que justifica la experiencia poética, y, al mismo tiempo, un mito común de nuestra época que, dentro de un contexto en el que lo planetario llega de rebote por el hábito de constante conexión a la máquina que multiplica los reflejos con los que traficamos por sustitución (fiables, convincentes), no se limita a cumplir un rol como si fuera un esquema, diseñando personajes sin ninguna magnitud antropológica, sino que da cuenta de las ambigüedades de los individuos con una precisión espesa constantemente en movimiento.

Generales y subalternos, macheteros, espías, amontonamientos de cadáveres y tumbas anónimas olvidadas como las armas perdidas en el limo, teniendo en cuenta el contexto de la obra y su convención e indagación de la subjetividad colectiva de entonces dentro de la organización global del material narrativo, son lo mejor. Sus bellos logros poéticos y una intensa emoción que redime cualquier defecto. Su dificultad no deja de ser admirable por más objeciones que se le pongan.

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Ahora bien, si esta novela remitiera al eclipse de determinadas utopías literarias inauguraría un género in toto. La hiperespecificidad sería una ventaja, y su ubicación en otro lugar y tiempo, sostenida por la sintaxis y mera la destreza verbal ?como se comentaba de forma ejemplar acerca de las novelas de Josef Von Sternberg? podría ser más que un sucedáneo decimonónico, más que descripción y representación. No quiero decir con esto que un género es mejor que otro o que se recomiendan ciertos usos y otros no. Cada perro roe su hueso por la parte que quiere. “Si bien me pregunto ?decía Saer? lo que pueden aportar de nuevo a las formas narrativas, de las que inmediatamente nos damos cuenta, si nos proponemos estudiarlas un poco, que han estado siempre en mutación”.

Digamos que por sus inclinaciones, esta línea genérica tomada de una raigambre clasicista que se fundamenta en la Historia, imita una acción violenta y la expone moral y verosímil mente siguiendo el común paradigma “que a todos deleita y agrada” con entusiasmo y capacidad, no basta, nos parece, para contener el trauma y la sobredeterminación que, en una posición ideologizada de la política nacional, ocupa la memoria estos días, a menos que la noción misma de trauma y memoria se conciba como una ficción autónoma al margen de las transformaciones culturales y sea una mentira.

Para el concepto contemporáneo, esta relación conflictiva y frágil entre los productos más convencionales de carácter decimonónico en nuestra tradición narrativa y ciertos hechos políticos, el corpus de clisés que desencadenan, se erosiona con el Juan Cárdenas a partir de Los estratos (2013) y parcialmente en novelas de Margarita García Robayo, Juan Gabriel Vásquez y Giuseppe Caputo, autores que, cerca de una praxis más compleja y sólida tejida con los estragos de nuestra historia racial, conectan estructuralmente con el pasado y el presente de la sociedad moderna y con el epicentro sudamericano de los conflictos de clase: quedan el Martín Fierro y la epopeya todavía no escrita sobre Quintín Lame para dar testimonio y mantener el recuerdo.

Por ahora seguimos abogando por una literatura sin precedentes donde la vida misma esté en juego y no existan los límites ni las prescripciones (a menos que sean necesarios para dar profundidad al sentido o para no darle sentido ni profundidad a nada) y que pueda combinarse perfectamente con la mutación de los lenguajes y la lengua, “que es la única quimera cuyo ilusorio poder es infinito, algo inagotable que impide que la vida se empobrezca. Que los hombres aprendan a servir a la lengua”, escribía Karl Kraus.

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El año del sol negro
Daniel Ferreira
Alfaguara, 2018
608 pg.