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Foto: Pilar Mejía.

10 AÑOS DE POLÍTICA PÚBLICA LGBTI EN BOGOTÁ

Espacios para la libertad

Un recorrido por la memoria de las mujeres diversas y su aporte a la historia de la ciudad.

Lina Alonso*
13 de agosto de 2019

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“La audacia crece a causa del mismo peligro. La bruja puede arriesgarse a todo. Fraternidad humana, desafío al cielo cristiano, culto desnaturalizado al dios de la naturaleza, tal es el sentido de los aquelarres”. Con estas palabras, el historiador francés Jules Michelet cierra, en su libro La Sorcière (1862), el capítulo dedicado a los lugares de encuentro de esas iluminadoras de la noche que son las hechiceras. Michelet nos habla de la figura más emancipada y más castigada de la Edad Media: la primera médica, astróloga y botánica; la primera en encender el temor de las instituciones a la mujer: la bruja. La bruja sabe qué significa reunirse para escapar del látigo del poder; solo ella crea espacios para compartir conocimiento, para aprender de la naturaleza y adorarla (es pagano adorar a las deidades animales, minerales y astrales) y –en su fervoroso estudio de la naturaleza, en su herejía– ganar poder frente al cristianismo: “Los dioses de la religión vencida son los demonios de la religión triunfante”.

Michelet delineó sin saberlo la potencia y la rebeldía de las mujeres lesbianas, esas otras “brujas” contemporáneas que se han ganado a pulso un lugar en los espacios que habitan. Hoy, en el marco de la diversidad sexual, ser por ejemplo lesbiana debería ser tan normal como las estrofas sáficas que todavía leemos con intriga y exaltación. Pero este no es siempre el caso: ser lesbiana, bisexual o mujer trans aún conlleva retos en la sociedad heteropatriarcal en general y dentro de los sectores LGBTI.

Sin embargo, a pesar de esos desafíos, mujeres como Marcela Sánchez representan una victoria en esa puja por ganar espacios de liderazgo e incidencia con la diversidad como bandera. Como directora de la ong Colombia Diversa, que existe desde 2004, se ha dedicado a defender los derechos de las personas lgbti y a ganar espacios para ellas, sobre todo en el terreno de lo político y lo legal. Sánchez reconoce que, para avanzar en esa búsqueda, es necesario hacer frente a los desafíos que persisten, y para ello propone, entre otras cosas, entablar un diálogo con “los movimientos religiosos interesados en hacer política electoral y movilizar estrategias contra la comunidad”.

Sánchez señala la importancia de construir espacios diversos a través de la descentralización de los enfoques: “Ahora las cosas no son exclusivas en las discusiones; ahora todo es más transversal dentro del mismo movimiento”. Un cambio significativo es que hoy se hable de travestis o gays, pero también de lesbianas negras o campesinos gays. Es decir, de experiencias y fenómenos que no centralizan la discusión: “Ya no se necesita ser lgbti para apoyar esta causa porque la lucha no es exclusiva por los derechos de los sectores lgbti, sino por una sociedad más democrática y plural”.

Foto: Pilar Mejía.

Sin embargo, para Natalia Idrobo –politóloga, feminista, lesbiana e integrante de la colectiva Enigma-Red de Mujeres Diversas–, “los lugares de encuentro y participación siguen siendo de difícil acceso para las mujeres lesbianas”. Según ella, esos espacios existen principalmente en las noches, lo cual hace que mujeres lesbianas madres –o en otro rol de cuidado– no puedan acceder a ellos o frecuentarlos. Reconoce los esfuerzos de la política pública por incluir la participación de las mujeres en los espacios lgbti, pero afirma que estos “siguen siendo colonizados por discursos machistas. Eso no les permite a las lesbianas tener una participación o hacer un uso efectivo de esos espacios”.

Idrobo sostiene que es difícil asumirse como una mujer lesbiana en un mundo que tiene expectativas de género definidas de manera tan estricta para ellas, como ser heterosexual. “Esto dificulta que haya mujeres que definan su orientación sexual de otra manera, que deseen participar en política o que quieran jugar fútbol profesional, como se vio recientemente en el Mundial femenino que pasó desapercibido frente a la Copa América”.

A pesar de todo lo que aún falta por hacer, quisimos rescatar espacios y lugares en la ciudad donde las mujeres diversas han podido ser ellas mismas y dar una lucha social y política por la inclusión y la garantía de sus derechos. Quisimos, además, que la mención de esos lugares estuviera en la voz de dos mujeres diversas que hablan desde su propia experiencia, y por eso incluimos sus testimonios directos. Ellas son Sandra Montealegre, feminista y exservidora pública, y Paula Casas Ríos, activista y lesbiana. Ambos testimonios reúnen visiones bastante particulares de los espacios por los que transita su identidad de género y su orientación sexual; los dos concentran energías divergentes y reveladoras.

Ellas también hablan de lugares de Bogotá que, como en otras ciudades del mundo, han rechazado a los sectores lgbti. Y, sin embargo, reconocen que hoy las puertas están más abiertas que nunca a la diversidad y que existe una institucionalidad con mayores garantías porque su activismo está muy vivo.

MUJERZUELA Y AREPERA

Politóloga, lesbiana y feminista, Sandra Montealegre tiene treinta y tres años. Habla con desparpajo y usa el humor para desenvolverse cuando debe explicar, enseñar, o deshacer malentendidos, corregir errores; combatir lugares comunes y señalar falencias en relación con ideas preestablecidas de lo que es ser mujer y ser lesbiana en el movimiento LGBTI. Sandra fue empleada pública –una figura controversial en el sector– y se desempeñó como la primera lesbiana en el Consejo Consultivo de Mujeres, la instancia que media  entre el gobierno y el sector poblacional para atender necesidades, efectuar las acciones de gobierno y lograr bienestar.

En 2016 estuvo a cargo de Casa Refugio, una apuesta del Plan de Desarrollo de la administración anterior. La casa, aún en funcionamiento, acoge a personas que han sido agredidas por su orientación sexual o identidad de género, y les brinda acompañamiento y asesoría para restablecer sus derechos y reconstruir sus proyectos de vida. Durante esa administración, Casa Refugio estuvo ubicada en una zona de la ciudad que contaba con importantes espacios para la población homosexual: instituciones especializadas en salud, lugares de reunión para colectivos y sitios para rumbear.

Sandra dice que las lesbianas han estado aquí desde el principio y pide que entendamos por “principio” la consolidación de la sigla LGBTI, por cuya estructura (la L es la primera letra) ella y otras mujeres tuvieron que luchar. El esfuerzo fue enorme, pues, dice ella, los focos siempre han estado sobre los gays; los espacios han sido de ellos, y la aceptación y los privilegios que ellos han tenido han sido mayores, incluso dentro del propio sector poblacional. La sigla se estableció en las reuniones que propició Planeta Paz, un proyecto que en 2001 reunió por primera vez a líderes y lideresas de los sectores LGBTI en Bogotá para organizarse y garantizar su protección en todas las dimensiones.

Sandra Montealegre. Foto: Pilar Mejía.

Cuando le pregunto a Sandra por los espacios de encuentro de las lesbianas de su generación, me habla de Toque Lésbico, la primera batucada del país que en 2009 salió a la calle a mostrar que quienes hacían retumbar los tambores eran lesbianas.

Toque Lésbico, dice, posicionó las agendas de las mujeres en el ámbito de lo civil y se estableció como un referente importante en las manifestaciones sociales, en las protestas estudiantiles y laborales de las cuales las mujeres lesbianas, por supuesto, también formaban parte.

Otro escenario clave fueron los grupos de incidencia política. Sandra habla de uno anterior y uno posterior a la Constitución de 1991, la cual favoreció, en términos de visibilidad legal, a distintos grupos poblacionales. Antes de 1991, los lugares de reunión de las lesbianas eran poco abiertos, poco públicos. Era una herencia de una historia de exclusión y represión, pues en Colombia, hasta 1980, ser homosexual era ilegal y se penalizaba con cárcel. Después de la Constitución florecieron grupos como Triángulo Negro, Ángelus, Amigos Comunes y El Discípulo Amado.

Sandra recuerda en especial a Triángulo Negro, un movimiento que, según ella, luchó por generar encuentros y así disminuir la invisibilidad de las lesbianas en aquella época. Sus integrantes eran irreverentes, adeptas de la calle, y sus reuniones eran íntimas y trataban desde problemas de pareja hasta cómo abordar cuestiones ideológicas. Se reunían en la Liga Nacional de la Lucha Contra el Sida, en la calle 32 con carrera 15, en Teusaquillo.

Otro grupo era Solidaridad Lésbica, un colectivo más activo en términos de debate. Hasta entonces, la prioridad en el sector había sido conseguir reconocimiento, pero grupos como este redefinieron la agenda y pujaron por estimular la discusión interna y conseguir una unidad, pues antes de Planeta Paz algunos colectivos de mujeres lesbianas y de personas trans recorrían caminos distintos, reconociendo así la existencia de otras formas de ser mujer, por ejemplo mujer trans lesbiana. Su lema era que las mujeres de Solidaridad Lésbica eran “lesbianas sin máscara”, y era una apuesta y un riesgo. Fuera de Bogotá, Sandra recuerda grupos como Las Brujas –que tenía una publicación impresa– o revistas como Acento, ambos proyectos de Medellín, difíciles de mantener en pie.

Todo esto sucedió a partir de 1995 y hasta principios del año 2000. Muchos grupos siguieron a esta primera oleada que generó la Constitución de 1991, y con el tiempo en ellos se comenzó a sentir cada vez más la presencia no solo de mujeres lesbianas, sino también de mujeres trans y bisexuales; “otras formas de la diversidad”, como dice Sandra. Para ella, el colectivo Mujeres Al Borde fue fundamental en este contexto al poner el foco, por ejemplo, en el lugar de la bisexualidad.

Sandra reconoce que en estos espacios se corría el riesgo de radicalizar la discusión por el afán de no perder el objetivo. Pero los tiempos lo exigían. El lenguaje, dice ella, controvierte tradiciones, y por eso apropiarse con humor de términos como “arepera” o “mujerzuela” era, y es, necesario. Recuerda que pronunciar la palabra lesbiana era un insulto, pero justo por eso entendió que podía ser subversivo usar el insulto para resignificar la palabra: “Si dicen ‘¡machorra!’, hay que afirmarse en esa palabra y responder: ‘¡Sí, soy machorra!’”. Lo revolucionario es convertir la palabra que hiere en una palabra que escuda. Cuando en 2013 el concejal Jorge Durán Silva llamó mujerzuelas a las lesbianas, en una marcha feminista unas activistas estamparon “mujerzuela y arepera” en sus camisetas y salieron a la calle.

 Al hablar del poder de las palabras y el cuerpo, Sandra recuerda bares que sirvieron para que la homosocialización lograra consolidar un lenguaje para las lesbianas. Los bares, más numerosos entonces y sin acceso para hombres, eran rumbeaderos, pero también espacios para grupos de apoyo y para pensar en cómo llevar el activismo a la calle. Allá, por ejemplo, se reunía la Asamblea Permanente de Mujeres por la Paz. Uno de ellos era Bianca, que quedaba en el barrio 7 de Agosto y luego pasó a la 72 con 20; otro, Música y Buen Trago, en la 59 con 11. Sandra también menciona a Free Moon y Ágora –en la calle 80 con carrera 15, cuya dueña luego abrió El Cafetín de la Deshonra–, a Casiopea, Ángelus, El Harem y Las Magnolias (de música electrónica). Eran sitios en que bastaba poner una canción como “Mujer contra mujer”, de Mecano, para que todas brindaran.

LESBIANA Y POBRE

Llega a la esquina de la calle 27 sur con avenida Caracas, y la acompaña su pareja. La cita es a las diez de la mañana en una lechonería en el barrio Olaya, muy cerca de una bomba de gasolina y unos moteles. Paula Casas Ríos vive en el barrio 20 de Julio, que queda por la misma calle, pero más al oriente. Tiene treintaiún años y dice que no es feminista. Es vegetariana, lucha por los derechos de los animales y afirma que no terminó la carrera de Economía en la Universidad Nacional porque no está de acuerdo con la idea de que la universidad pública represente la educación pública: “Las lesbianas pobres –sin acceso a la salud, la educación, una vivienda, un trabajo digno– somos doblemente invisibles. No somos la cara bonita para nada y para nadie. Algunas sentimos que estamos aisladas de los grandes proyectos y sentimos que los recursos públicos no son invertidos adecuadamente”.

Paula trabaja en el barrio San Cristóbal y allá, entre 2009 y 2010, consolidó –junto con otras personas, pero siendo ella la única mujer del grupo– el tema de la política LGBTI mediante proyectos pequeños y locales, que buscaban reunir a este sector poblacional y ponerlo al día sobre los debates a nivel distrital. Hoy realiza esporádicamente pequeños trabajos, escribe tesis y monografías, y, cuando puede, se dedica al liderazgo político y a proyectos como el que por estos días ella y su compañera Mireya –una mujer que decidió estar con Paula luego de haber tenido dos hijos y haber vivido más de cuarenta años en una dinámica heteronormativa– tienen para educar a la gente del barrio.

Paula encontró en el barrio un lugar central para la lucha de la mujer lesbiana, para su reafirmación y su visibilidad. “En el barrio el respeto se gana”, dice. Ella misma lo ha visto en las zonas de la ciudad en que ha vivido: la comunidad puede ser un espacio de encuentro y, a la vez, un escudo contra la exclusión; el barrio tiene discurso y memoria: “En el barrio debe crearse el lugar de afirmación y visibilidad para las lesbianas y la comunidad en general. Uno se replantea el llamado ‘orgullo gay’, pues es desesperante ir a una marcha a decir que se es orgullosamente lesbiana a sabiendas de que en casa no hay comida ni trabajo digno, ni buena salud”.

Quizá, debido a su arraigo al barrio y a su compromiso con su propia experiencia, Paula mantiene una distancia crítica de la institucionalidad, ya que teme que se instrumentalice una dura lucha de años como la de las lesbianas en Bogotá. Propone retomar el proceso de “organización real”: no depender de la institución, volver a la espontaneidad del movimiento social, reunirse en el barrio, alrededor de una simple aguapanela para hablar.

Paula Casas Ríos. Foto: Pilar Mejía.

Entre las pocas iniciativas que la entusiasman está Degenérese, un ya desaparecido grupo de encuentro que nació en un chat similar a Latin Chat, que congregó a las mujeres en proyecciones de cine en un bar llamado Orange y propició encuentros deportivos en el Simón Bolívar. También en el fútbol, Paula ve un espacio favorable para el fortalecimiento de las redes de mujeres lesbianas.

Al hablar de lugares y de bares recuerda que en la calle 60, abajo de la carrera 13, “cerca de los mariachis”, se encontraba Café Internet, que abría al mediodía y vendía trago. También habla de Mística e Iguana Bar “–que no duró mucho porque fiaba demasiado–”, y de Calle Castro, Raíces Musicales, Shalá, El Semáforo y Ginebra. Cuando le pregunto por los sitios que suele frecuentar con su compañera, insiste en que “hay que mariquear los lugares con respeto”.“Los lugares deben adaptarse; no uno”.

Habla con cierto orgullo de las cantinas del sur de la ciudad, pues allá nunca ha sufrido exclusión. Todo lo contrario: encuentra confianza y plenitud, al menos más que en lugares centrales o en Chapinero. Lo atribuye a cierta lógica fundamental del respeto que hay en un lugar donde todos comparten una misma condición económica. “Ser miembro del barrio da seguridad –dice–, y ser pobre en la comunidad LGBTI permite que la interacción con el otro hetero sea más llevadera. La lucha por el respeto de la identidad sexual no es tan fuerte como la lucha por la igualdad de condiciones económicas”.

Si me preguntaran a mí dónde parchan las lesbianas hoy, respondería que en el sur. En el barrio Restrepo está Noches de Luz; en la localidad de Chapinero están El Perro y La Calandria –una cuadra abajo del parque de la 60– y La Estación –en la calle 69 con carrera octava–; en el norte, en la 88 con 15, estuvo Moza, Cavú –que abría solo los miércoles–; y también se puede ir a Vintrash, en la calle 85 con carrera 11.

Sin embargo, y aunque hoy la ciudad las acoge en lugares que son cada vez más y más inclusivos, creo que también hay que hacernos otras preguntas. ¿Dónde no han podido estar? ¿Cómo empezamos a pensar y a crear nuevos espacios, otro tipo de espacios, no solo para las lesbianas, sino también para todas las personas que quieran vivir en la diversidad y en el respeto?

Habitamos un nuevo mundo, más diverso y horizontal, de jerarquías que se disipan, en vísperas de un proyecto humano: un mundo que excluye cada vez menos a los gays, a las lesbianas, a los heterosexuales, a los asexuales, a la humanidad y a la naturaleza. El viejo mundo, masculino y heteronormativo, poco a poco se irá abriendo al goce de la diversidad. El que heredamos tendrá que ceder la palabra, que ha celado por tantos años, y dejar que prosperen cada vez más los aquelarres y el goce de la igualdad.

*Nuestra autora (1994) es escritora, ha colaborado para El Espectador y Razón Pública y formó parte del equipo editorial de El Malpensante. Hoy trabaja en la editorial Penguin Random House Colombia.