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Portada de Cartas de Amor de Fernando Pessoa e Ofélia Queiroz de Assírio & Alvim.

Arcadia traduce

'Fernando y yo' de Ofelia Queiroz

Con esta traducción de un texto de la única persona con la que Fernando Pessoa tuvo una relación amorosa, inauguramos una nueva sección de nuestra página web: Arcadia traduce. Cada mes publicaremos una traducción original, a cargo del filósofo colombiano Felipe Botero.

Felipe Botero*
2 de febrero de 2018

Siempre será un tema de discusión qué tan pública es o puede ser la vida privada del artista después de muerto. Es inevitable que sintamos curiosidad por la existencia de alguien cuyas palabras, lienzos, canciones o películas nos conmovieron, pues su obra se nutrió de su vida y las buenas obras de arte siempre nos dejan con ganas de más. Además, también hay que confesarlo, está el morbo, nuestra insaciable curiosidad, el deseo de hurgar y descubrir lo que no nos fue dado ver, lo que la vida ocultó, lo que está más allá del libro, del cuadro, de la música. Y los chismes. Para bien o para mal los seres humanos somos seres chismosos (algunos más que otros, como yo, he de admitirlo) y es inevitable que esa tendencia no se transfiera también a la esfera del arte, para quien se apasiona por el tema.

Este texto de Ofelia Queiroz sobre la relación que tuvo con Fernando Pessoa nos brinda una ventana a la intimidad de uno de los poetas más importantes del siglo XX. En este caso la discusión acerca de la esfera privada y la esfera pública del artista parece ser aún más compleja, pues Pessoa murió prácticamente desconocido pero dejó todo planificado para su vida póstuma: la publicación del inmenso material que se hallaba en el baúl que le menciona a Luis de Montalvor, como lo cuenta Ofelia. En él había de todo: fragmentos escritos por Bernardo Soares que después constituirían el famoso Libro del desasosiego, poemas de Álvaro de Campos, Ricardo Reis, Alberto Caeiro y de los más de 50 heterónimos más que tenía el escritor, múltiples ensayos sobre su propia heteronimia, los fundamentos de una nueva religión (el neo-paganismo de Antonio Mora), obras de teatro y hasta una guía turística de Lisboa.  Pero no sus diarios. Y definitivamente no sus cartas de amor. Y ante ello es imposible no preguntarse: ¿constituye una transgresión publicar o traducir lo que el poeta expresa o implícitamente no quiso publicar en vida y no planeó publicar después de su muerte? ¿afecta o debería afectar nuestra comprensión y apreciación de su obra? ¿que Pessoa haya sido monarquista es una información relevante para quienes leemos sus poemas? ¿el hecho que el poeta haya “forzado” un beso en el espacio laboral debe suscitar nuestra condena, nuestra apología o nuestra indiferencia?

Por último, cabe señalar que ese panorama que nos ofrece Ofelia de la Lisboa de comienzos del siglo XX bien podría ser (guardadas las proporciones) un panorama de la Bogotá de comienzos del siglo XX o de la mayor parte de las capitales europeas o americanas de esa época. No sólo por el machismo sino por atributos más amables, más dados a suscitar “saudade”, como diría Pessoa: los tranvías, las calles peatonales, la vida metropolitana de los cafés y las tabernas, incluso los domingos en misa, a los que no me gustaría asistir pero que de todos modos remiten a espacios de comunidad que ya no existen en nuestra sociedad atomizada o que cada vez existen menos.

Fernando Pessoa.

*

Cómo lo conocí

Respondí a un anuncio del Diario de Noticias. Tenía diecinueve años, era alegre, despierta, independiente y, contra la voluntad de mis familiares, decidí buscar un empleo. No lo necesitaba, dado que siendo la más joven de ocho hermanos y la única que no estaba casada, me consentían mucho y me daban todo lo que quisiera.

Tenía un diploma en francés después de haberlo estudiado durante cinco años, por lo que sabía escribir y hablar común y corriente el francés comercial, sabía escribir a máquina con casi cualquier tipo de marca y sabía también un poco de inglés (Fernando un día me prometió que una vez casados me enseñaría inglés mejor).

Un día recibí una nota en relación a la respuesta que había dado al anuncio: “Por cuestiones que Le conciernen, Le rogamos que se presente en la Dirección…”. Era una fábrica que comerciaba con cemento, en el número 42 de la Rua d’Assunção: “Félix, Valladas & Freitas Limited”. Estaba apenas comenzando y sólo llevaban tres meses, luego se quebraron. Entré como la única empleada, con un suelo de dieciocho escudos al mes, que en aquel tiempo era una suma pequeña… Además al principio querían darme sólo quince pero fue Fernando mismo quien insistió que me dieran lo que yo estaba pidiendo porque, según lo que me dijo después, “tenía una absoluta necesidad de verme más”. Durante el resto de ese día me di cuenta que él me miraba de un modo particular…

La firma estaba compuesta de tres socios: Félix, que había puesto el capital; Mario Freitas da Costa, que era primo de Fernando; y Valladas, que pertenecía a la Guardia Nacional Republicana. Fernando no era estrictamente hablando un empleado de la firma, así que no estoy segura de que recibiese un sueldo regularmente. Ayudaba al primo con la correspondencia de la empresa. Traducía a francés y a inglés lo que su primo le dictaba en portugués. Como es sabido, Fernando era muy bueno para los idiomas, especialmente para el inglés. Sus amigos lo molestaban diciéndole que él debía sumar en su cabeza en inglés. Iba con frecuencia a la oficina, en parte porque era muy cercano a su primo, pero también porque se reunían con frecuencia a conversar ahí con sus amigos. Entre ellos recuerdo a Luis de Montalvor1, que iba todos los días y que no le perdonaba a Fernando que no publicara su obra. Le decía, “Fernando, es un delito que usted siga siendo un desconocido”, a lo que él respondía, “No tiene importancia, cuando muera dejaré un baúl lleno”. También iba Gomes Ferreira2 y él también sentía una gran admiración por Fernando. Años después, por casualidad, coincidiríamos en el Secretariado Nacional da Informação. Era un hombre muy chistoso. Y por último, iba también Coelho de Jesus, con quien me sucedió un episodio divertido. Me había conocido en la oficina pero nunca se dio cuenta, como tampoco los demás, que entre mí y Fernando había algo. Una vez nos encontramos en la plaza Camões3 y se me acercó, me saludó y me dijo, “¿Puedo acompañarla o la comprometo?”. “¡Claro que me compromete!” le respondí.

Los otros miembros del grupo eran Simão de Laboreiro, que dirigía un periódico; un hermano de Coelho de Jesus; un español, un tal Pantoja, y otros más que no recuerdo. Con frecuencia también iban muchos jóvenes para pedirle a Fernando que les colaborara para algún periodiquillo o para una revista. Y él no se negaba jamás. 

Conocí a Fernando el día en que me entrevistaron para el puesto. El episodio fue divertido y vale la pena contarlo. En aquella época las muchachas no acostumbrábamos a salir solas y me acompañaba una colega de una de mis hermanas en cuya casa yo estaba viviendo, la madre del futuro poeta Carlos Queiroz4. Cuando llegamos la oficina estaba todavía cerrada, así que debimos quedarnos ahí esperando. En un momento dado vimos que subía las escaleras un hombre todo vestido de negro (más adelante me enteraría que vestía de luto por la muerte de su padrino). Tenía gafas, un sombrero con el ala alzada y con un moño puesto y llevaba puesto un corbatín. Y portaba los pantalones sostenidos con tirantes, como se solía hacer. No sé por qué me dieron tantas ganas de reír. Sólo con gran esfuerzo logré controlarme y decirle, en respuesta a su pregunta, que me encontraba ahí por el anuncio en el periódico.

Con tono extremadamente cortés me pidió que esperara porque él no era el propietario de la firma. Entramos a la oficina y poco después llegó su primo, con quien hablé del trabajo. Fernando estuvo ahí durante toda la entrevista, sentado a la derecha del escritorio con una ligera sonrisa en los labios, como si todo el asunto le pareciera divertidísimo.

Me pidieron que regresara tres días después. Esa vez me recibió Fernando. Cuando llegué lo encontré esperándome. Se sentó frente a mi escritorio y me asignó el primer trabajo, la transcripción de algunas direcciones para el anuario. En un momento dado me dijo tímidamente, “Señorita, quería advertirle una cosa: en el pasamanos de la escalera hay un hueco… tenga cuidado de no tropezarse..”. Luego calló y unos minutos después prosiguió: “Hay otra cosa que quisiera advertirle: el señor Valladas es un poco grosero. No es que sea malo pero es de la Guardia Nacional Republicana y no quisiera que sus modales pudieran molestarla…”. Lo dijo todo con un tono un poco precavido pero muy amable. Fue después que empezaron las miradas… el cortejo…

Ese mismo día también sucedió otro episodio divertido. Yo estaba escribiendo en la máquina. Alguien entró, no recuerdo quién, y dijo, “Fernando, se le antoja a uno darle un beso en ese cuello, ¿no le parece?”. “No me parece,” respondió él secamente, visiblemente molesto. Después me diría que ya desde aquel momento había sentido celos…

Fernando era muy celoso pero no se ponía bravo, no decía nada. Sufría. No le gustaba que yo me pusiera vestidos con escote o que yo me pusiera a charlar con los jóvenes. Un día me dijo, “Hoy por primera vez sentí celos de los ojos de mi primo”. Le pregunté por qué. “Porque los míos no te vieron, en cambio los de él sí,” me respondió. Era lunes y el domingo yo me había encontrado por casualidad con su primo por la calle. En otra ocasión me hizo llegar un papelito que decía, “Le estabas haciendo ojitos a Pantoja”. Pero también le gustaba darme celos, para ver mi reacción. Un día llegó a contar un episodio que le había sucedido en el tranvía. Hizo un comentario acerca del poder y la fuerza que poseen ciertas personas y me contó que, una vez, mirando el pelo rubio de una señora que estaba sentada enfrente de él había logrado que ella se volteara y lo mirara con intensidad. Comprendí de inmediato con qué intención me contaba ese episodio y por mucho tiempo le hablé de la señora rubia, fingiendo estar celosa. Él se puso contento y luego intentó convencerme de que la señora rubia no existía.

Fernando era muy supersticioso, especialmente con los perros que le gruñían. Decía que cuando volvía a su casa los perros gruñían a su paso y que eso significaba que había algo en él que los hacía gruñir.

La primera carta

Un día en la oficina se fue la luz. El señor Freitas no estaba y Osório, el pequeño mensajero, había salido para hacer un recado. Fernando fue y cogió una lámpara de petróleo, la encendió y la puso sobre mi escritorio. Pocos minutos antes de cerrar dejó caer un papelito sobre mi escritorio donde estaba escrito: “Le ruego que se quede”. Yo me demoré en salir. Ya me había percatado del interés que Fernando sentía por mí y yo también, lo confieso, sentía cierta simpatía hacia él… Me estaba poniendo el sombrero cuando él entró en la habitación en la que me encontraba. Se sentó sobre mi silla, dejó la lámpara que tenía en la mano e, inclinándose de repente hacia mí, se declaró como Hamlet se declara a Ofelia: “¡Oh! ¡Querida Ofelia! ¡Mal me manejo con los versos, tengo poco arte para mesurar mis suspiros pero te amo extremadamente! ¡Hasta el último extremo, créelo!”.

Naturalmente yo quedé muy turbada y, sin saber qué actitud asumir, terminé de ponerme el sombrero y me despedí apresuradamente. Fernando se levantó y con la luz en la mano me acompañó a la puerta. Pero de repente puso la lámpara en una pared 

divisoria y sin que me lo esperara me tomó por la cintura, me abrazó y sin decir una palabra me besó apasionadamente, locamente.

A ese episodio se refieren los primeros versos que él me dedicó; versos que desafortunadamente perdí pero que no he olvidado nunca.

Quedé loco, quedé tonto,

Mis besos fueron sin cuento,

La apreté contra mí,

La enlacé con mis brazos,

Me embriagué de abrazos,

Quedé loco y fue así.

 

Dame besos, dame tantos

Que fascinado con tus encantos,

Preso de tus abrazos,

Yo no siento ni mi propia vida

Ni mi alma, ave perdida,

Ni el azul-amor de tus cielos.

 

Boquita de mis amores,

Lindísima como las flores,

Mi niña linda tiene

Bracitos para envolverme

Y tantos besos para darme

Cuantos yo le doy también.

 

Capullo de rosa minina,

Cariñosa, pequeña divina,

Cuerpito de tentación,

Ven a morar en mi vida,

Da en ti tierna guarida

A mi pobre corazón…5

Aturdida y confundida me fui para mi casa. Pasaron algunos días y Fernando se portó como si no hubiera pasado nada, tanto que decidí escribirle una carta pidiéndole explicaciones. Eso dio origen a su primera carta, con fecha del 1 de marzo de 1920. Fue así que empezó nuestro namoro6.

El “namoro”

Nos veíamos todos los días en la oficina adonde, como ya lo he dicho, Fernando acudía en calidad de traductor y de amigo. Todo al principio eran miradas, papelitos, mensajes que me dejaba de paso por mi escritorio. Y también pequeños regalos que encontraba por la mañana en mi casillero. Todavía guardo algunos de los papelitos: “Kiss me”; “Dame un beso por favor”; “ No es nada, estoy celoso, después te cuento”; etc. Tal vez porque era muy joven y me gustaba bromear Fernando no lograba convencerse que de verdad me gustaba; y me lo confesaba, como por ejemplo en estos versos que me mandó un día:

Mis pichoncitos volarán.

Ellos hacia alguien volarán

Yo sólo sé que me los quitarán;

No sé a quién se los darán.

 

Mis pichoncitos, mis pichoncitos,

Que ya no tienen sus niditos

Al lado de mí.

Son así mis cariñitos

¡Los matan todos así!

Siendo bastante pequeña y flacuchenta (pero tenía brazos y piernas redondas, una figura graciosa), y dado que no me maquillaba, parecía aun más joven de lo que era. Tenía entonces diecisiete años, así que entre Fernando y yo había una diferencia de doce años. Él me encontraba muy divertida. Por ternura me decía “Bebé”, “pequeño bebé”, “Bebezinho”. También escribió versos sobre mi aspecto, como estos:

Mi amor es pequeño

Tan pequeño que no lo hallo.

Una pulga le dio una patadita,

tanto que la tiró de la cama.

Y estos también:

Yo tengo un bebé

Que es

De tamaño

Así:

Pero el amor que le tengo

es una línea que le da la vuelta al mundo

¡Ay de mí!

Un día llegó a la oficina con un regalo. Era una sillita para niña, de un palmo de altura, de paja rosada para que yo me sentara en ella. La había comprado en Praça da Figueira. Me dijo: “Cuando nos casemos te compraré una banquita para te pares encima y me des un beso cuando vuelva a casa. Yo entro y digo: ‘¿Alguien ha visto a mi esposa por alguna parte?’ Y entonces tú apareces y yo digo: ‘¡Ah, ahí estabas! Eres tan chiquita que no te había visto’”.

Era de una delicadeza y una ternura inmensa. Casi todos los días me llevaba un regalo que escondía en los cajones de mi escritorio, como ya dije, para sorprenderme cuando llegara. Un día encontré una cajita de fósforos con dos Meiguinhos adentro. Los Meiguinhos eran una reproducción de unas minúsculas muñequitas que estaban de moda en esa época, un hombre y una mujer hechos de alambres de hierro recubiertos de seda. Ya no los tengo. Otra vez encontré un brazalete de filigrana, que siempre he usado y que todavía conservo. Finalmente, dos cajitas doradas, también de filigrana, muy lindas. Y conservo también un medallón con esmalte, con dos pequeños gaticos que Fernando me regaló para que pusiera su fotografía dentro, cosa que nunca pude hacer dado que la única fotografía de él que tenía (como es sabido, a Fernando no le gustaba hacerse fotos) era demasiado grande y no cabía en el medallón y no quería dañarla recortándola. Puse en vez una foto de Carlos, mi sobrino, y todavía lo tengo.

Fernando, que sabía bien lo golosa que era, me regalaba frecuentemente chocolatitos y caramelos. Dentro de una caja de caramelos encontré un día estos versos:

El bombón es dulce

Eso he oído decir

No es que eso sea

Bueno de saber

El dulce en fin

No es para mí

Todavía tengo una pipa suya. Fumaba muchísimo, pipa y cigarrillo. Tenía la punta de los dedos amarilla. Yo lo regañaba con frecuencia por eso y bromeando le decía: “Uno de estos días te robo la pipa”. Y se la robé de verdad. A él le pareció la cosa muy divertida, como por lo demás le parecía divertido todo lo que yo hacía o decía, y nunca me la pidió de vuelta. Todavía la tengo.

Nos veíamos todos los días, cuando salía de la oficina, casi siempre frente a la Librería Inglesa de la Rua do Arsenal, donde Fernando usualmente compraba el periódico. Y también nos escribíamos mucho. Normalmente las cartas me las entregaba el mensajero de la oficina. El nuestro fue un namoro simple y en cierta medida igual al de todos, aunque Fernando no quiso nunca presentarse en mi casa, como era normal para un pretendiente. Me decía: “Sabes, tienes que entender que eso es una cosa de personas comunes y yo no soy una persona común”. Yo lo entendía y lo aceptaba así como era. Con frecuencia también me decía: “No le digas a nadie que nosotros estamos ‘saliendo’. Eso es ridículo. Nosotros nos amamos”.

Caminando hablábamos de todo: de las cosas más simples, de sus aspiraciones, de la familia. Recuerdo que decía que él era “sidonista”7. Un día escribió unos versos en honor de Sidónio Pais que me regaló pero que se me perdieron, así como se me perdieron las otras poesías que recité antes. Sus convicciones monárquicas eran bien conocidas.  Sin embargo, le gustaba especificar: “Yo no soy monárquico, soy talassa8. No puedo pasar frente al café de la Brasileira porque me atacarían. Paso por la otra acera, sino me gano una bastonada”.  

Fernando me adoraba y tenía repentinos ataques de pasión que me asustaban pero a la vez me halagaban. Por ejemplo, un día que su primo salió, él entró a mi oficina. Sin decir una palabra me tomó en sus brazos, me llevó a la habitación contigua, me sentó sobre una silla y se arrodilló a mis pies diciéndome cosas tiernísimas. En otra ocasión, cuando estábamos en la parada del tranvía en la Rua de São Bento, me empujó contra un portón. En ese momento no entendí lo que estaba sucediendo, pensé que quizás, dada su timidez, Fernando había visto a una persona conocida y quería evitar que nos vieran juntos. En vez, sin que me lo esperara, me abrazó con fuerza y me besó: un beso larguísimo, verdaderamente larguísimo. O, no sé, yo sentía que estábamos hablando con toda calma y de repente me decía una cosa que no tenía nada que ver, por ejemplo, “ácido sulfúrico”. Pero dicho con gran pasión.

Entre marzo y abril de ese año dejé las oficinas de “Feliz & Valladas” y conseguí trabajo en la firma “C.Dupin” en la Cais do Sodré9. Todos los días Fernando me acompañaba desde el Cais do Sodré hasta la casa de mi hermana, en Rossio. Mis padres vivían en la Rua dos Poiais de São Bento, en la esquina de la Rua Caetano Palha, pero yo pasaba gran parte de mi tiempo en casa de mi hermana, que era veinte años mayor que yo. Me trataba como una hija, me adoraba y, ya que sólo tenía un hijo (el futuro poeta Carlos Queiroz), apreciaba mucho mi compañía. Y también yo, por mi juventud y por mi carácter alegre, prefería estar ahí más que en mi casa. Mi madre, pobrecita, pasaba días enteros sin verme hasta que, presa de la nostalgia, me rogaba que volviera. Los días que me quedaba en mi casa Fernando y yo acordábamos una hora para que yo estuviera asomada a la ventana cuando él pasara, para poder vernos al menos. Me hacía en la ventana a la hora convenida y lo veía llegar. Pasaba por la acera de enfrente con aire indiferente, con la discreción que lo caracterizaba, y a escondidas me hacía pequeñas muecas y me mandaba besos. Luego bajaba por la calle subiendo y bajando las escaleras de cada portón a saltos (lo que parecía imposible para un hombre como él..) para hacerme reír. Y luego el lunes, cuando nos veíamos, hablábamos de esa escena y nos reíamos como locos.

Fernando usualmente era muy alegre. Reía como niño y le encontraba siempre el lado divertido a las cosas. Solía decir “¿oístaste?” en vez de “¿oíste?”10. Cuando salía a embolar sus zapatos me decía, “Ya vengo, voy un segundo a lavarme los pies por afuera”. Un día me mandó este papelito: “Mi amor es pequeñito, tiene los calzoncitos color rosados”. Yo me enfurecí. Al salir de la oficina le dije ofendida: “Fernando, ¿usted cómo sabe si mis calzones son rosados, usted nunca los ha visto…?” (de vez en cuando nos tuteábamos y de vez en cuando nos usteábamos). Y él me respondió riendo, “No te pongas brava, bebé, todas las niñitas llevan los calzoncitos rosados”.

Poco tiempo después cambié de trabajo otra vez. Conseguí empleo como traductora en una firma de materiales de aviación que tenía su sede en Belém11. Fernando iba a recogerme todos los días y conversábamos todo el recorrido en el tranvía. En esa época se hallaba muy preocupado porque tenía que mudarse de Benfica a una casa en Rua Coelho da Rocha, all’Estrêla12. Su madre, que vivía en Transvaal13 con sus hermanas, le había encargado encontrarles una casa en Lisboa y él debía ocuparse de todo solo.

Es sabido que Fernando era muy solitario. Usualmente no había nadie que se interesase en él y él se lamentaba de ello. Estaba verdaderamente muy enamorado de mí, lo puedo afirmar, y tenía una enorme necesidad de mi compañía, de mi presencia. En una carta me dice: “No puedes imaginarte la nostalgia que siento en este momento de enfermedad, de abatimiento y de tristeza”. Y también lo demuestra este serventesio que escribió para mí:

Cuando paso un día entero

sin ver a mi amorciño

me asalta un frío de enero

en el junio de mi cariño.

En mayo de 1920 la compañía de tranvías se declaró en huelga durante algunos días y tuvimos que tomar el tren a Belém. Para que mi padre no se percatara de nada, yo tomaba el tren en Santos y Fernando en Cais do Sodré. Teníamos todo el tiempo del viaje para conversar (no digo “coquetear” porque a Fernando no le gustaba esa palabra).  Cuando la huelgo terminó retomamos nuestro recorrido usual en tranvía pero como a Fernando le parecía demasiado breve ese trayecto, una vez me dijo en broma: “¿Y si fingimos que nos bajamos y tomamos un tranvía por el Poço do Bispo?”.

La oficina en la que trabajaba se trasladó a la Rua Morais Soares y por eso Fernando comenzó a recogerme en el trabajo. En aquel momento él trabajaba como corresponsal comercial en la firma Toscano, en la Rua de São Paulo. Trabajaba también los domingos y de allí me llamaba por teléfono. Pero a Fernando no le gustaba hablar por teléfono para nada.

Para poder vernos también el domingo, yo, en vez de ir a misa en la iglesia de San Domingos como solía hacer, empecé a ir a la iglesia de Conceição Velha porque así Fernando (que no iba a misa, era creyente pero no practicante) me acompañaba a casa y teníamos más tiempo para conversar mientras caminábamos por las calles. En muchas ocasiones me pidió que saliéramos también de noche, me lo pidió incluso en una de sus cartas; pero nunca fue posible. Mis padres, en particular mi padre, que no sabía nada del asunto, eran muy estrictos y no era fácil inventarse una excusa para salir.

Fernando era una persona muy especial. Toda su manera de ser, incluso su manera de vestir, era especial. Pero quizás yo en ese entonces no me percataba de ello porque estaba muy enamorada. Su sensibilidad, su ternura, su timidez, su excentricidad me encantaban. A veces era un poco ausente, como por ejemplo cuando se presentaba como Álvaro de Campos. Me decía: “Sabes, hoy no estoy yo, en mi lugar vino mi amigo Álvaro de Campos…”.  En esas ocasiones se portaba de una manera totalmente diferente a la suya: era confuso, decía cosas sin sentido. Un día me dijo: “Gentil señorita, tengo un encargo para usted: debería botar la abyecta imagen del tal Fernando Pessoa en un cubo lleno de agua, de cabeza”. Yo repuse: “Detesto a Álvaro de Campos, sólo me gusta Fernando Pessoa”. “Quién sabe por qué,” me respondió él, “mire que usted en vez le gusta mucho a Campos”.

Rara vez hablaba de Caeiro, de Reis o de Soares.

Fernando, especialmente cuando estaba bajo de ánimo, no lograba creer que yo lo amaba. En una carta me dice: “Si no puedes amarme, fíngelo pero fíngelo tan bien que yo no me pueda dar cuenta”. Y este serventesio:

Mi amor ya no me quiere

Ya me olvida y me desama

Tan poco tiempo necesita la mujer

Para probar que ya no ama

Un día, caminando por la Calçada da Estrêla, me dijo: “Tu amor por mí es tan grande como ese árbol”. Yo fingí no entender. “Pero ahí no hay ningún árbol…”. “Exactamente,” repuso. Otra vez me dijo: “Tu amor por mí es casi caridad cristiana. Eres tan linda y tan joven y yo tan feo y tan viejo”.

Otro episodio: el cumpleaños de Fernando era el trece de junio, día de San Antonio (él decía que se llamaba Fernando porque el nombre secular de San Antonio era Fernando Bulhão) y mi cumpleaños era el catorce. Eso era un error de mi certificado de nacimiento porque yo en realidad había nacido el diecisiete. En relación a esa diferencia de nuestros cumpleaños Fernando decía: “Menos mal que no cumplimos el mismo día porque las parejas que nacieron el mismo día no son felices”. Y ponía como ejemplo el caso del rey Carlos y doña Amelia14.

Fernando era extremadamente reservado. Hablaba muy poco de su vida íntima: no tenía siquiera un amigo verdaderamente íntimo (en aquella época Sá-Carneiro15 ya había muerto). En una carta me dijo: “No hay nadie que sepa de mi amor por ti porque no tengo confidencias con nadie”.

Una persona que frecuentaba mucho en aquella época y con quien solía cenar una vez a la semana era Lobo d’Ávila16, que vivía en la Praça Rio de Janeiro, hoy en día llamado Jardim do Príncipe Real. Los demás eran solamente amigos de café. Hay varios fragmentos en prosa en los que se manifiesta lo reservado que era Fernando: “Tengo la necesidad de ocultar mi intimidad a las miradas”. O, “No quiero que nadie sepa lo que siento”. Y también, “Fernando Pessoa siente las cosas pero no se mueve, ni siquiera adentro de sí mismo”.

Nuestro namoro duró hasta noviembre de 1920. Su última carta está fechada en el 29 de ese mes. Poco a poco se fue alejando de mí hasta que dejamos de vernos completamente. Pero no hubo una razón concreta. Él estuvo algunos días sin dejarse ver y sin escribirme porque decía que no se sentía bien de la cabeza y que quería internarse para recuperarse en una clínica psiquiátrica.

Nos encontramos dos o tres vece después de eso, por casualidad, pero ni siquiera hablamos.

El retrato

Pasaron nueve años. Un día mi sobrino Carlos Queiroz trajo a la casa esa famosa fotografía de Fernando, tomada por Manuel Martinho da Hora, en que sale retratado mientras bebe una copa de vino en la taberna Abel Pereira da Fonseca. Tenía la siguiente dedicación: “Carlos, este soy yo donde Abel, es decir, ya cerca del Paraíso Terrestre, por lo demás paraíso perdido. Fernando, 29.9.29”.  Me gustó mucho la foto, como es comprensible, y le dije a mi sobrino que me habría gustado tener una yo también. Carlos se lo dijo a Fernando, que algunos días después me envió una igual con la siguiente inscripción: “Fernando Pessoa en flagrante delitro”.

Yo le escribí para agradecerle y él me respondió. Así retomamos nuestro namoro. Era 1929. Yo ya no trabajaba por aquel entonces y vivía en la casa de mi hermana. Fernando era diferente. No sólo físicamente (había engordado bastante) sino principalmente en su manera de ser. Estaba todo el tiempo nervioso, vivía obsesionado con su obra. Con frecuencia me decía que temía no poder hacerme feliz a causa del tiempo que tenía que dedicarle a su obra. Un día me dijo: “Duermo poco y con una hoja y un bolígrafo sobre la mesa de noche. Por la noche me despierto y escribo, tengo necesidad de escribir, sería una pesadilla para ti, no podrías ni siquiera dormir tranquilamente”. Y también temía no poder ofrecerme el nivel de vida al que ya me había habituado. No deseaba trabajar todos los días porque quería tener también jornadas para él, para su vida privada que era su obra. Le bastaba para vivir con lo esencial; todo lo demás le era indiferente. No tenía ni ambiciones ni vanidad. Era simple y leal. Me decía: “No le digas nunca a nadie que soy poeta. Cuando más, escribo versos”.

Fue sólo entonces que Fernando comenzó a frecuentar mi casa pero en calidad de amigo de mi sobrino Carlos, con quien se sentía muy a gusto. Entraba, saludaba tímidamente y nos poníamos los tres a conversar en el salón. Hablábamos de poesía, de libros, de amigos como Sá-Carneiro y Antonio Botto17. Si bien su ternura hacia mí seguía siendo la misma, yo lo sentía muy cambiado. Por lo demás, no respondí a sus últimas cartas porque no había nada que responder. No valía la pena. Sentí que eran cartas sin respuesta.

Quizás otras mujeres no hubieran podido tener un amor con Fernando. Pero yo lo entendía. Lo entendía y me gustaba. Ni siquiera me percataba de lo que en su excentricidad podía ser ridículo.

Seguimos viéndonos y escribiéndonos hasta enero de 1930. En ese momento Fernando me decía constantemente que estaba loco. Basta leer sus últimas cartas para entender el estado de ánimo en el que se encontraba. Pienso que me amaba todavía. Creo que nunca dejó de pensar en mí, ni siquiera durante esos nueve años en los que no nos vimos. Una vez me dijo: “A veces suceden cosas increíbles. Yo sentía una gran nostalgia por ti. Tenía ganas de volverte a ver. Como sabes, yo pasaba siempre por la Rua Augusta y un día decidí pasar por la Rua do Ouro con la esperanza de encontrarte. Y bien, no te encontré a ti pero me encontré con tu hermana. Le pregunté por ti, te mandé saludes con ella: y eso me brindó un poco de consuelo”.

Incluso después de dejar de vernos y escribirnos completamente, seguimos intercambiando mensajes de felicitación de cumpleaños por telegrama. El último que recibí fue en 1935, el año de su muerte.

Un día timbraron a la puerta y la empleado volvió con un libro. Era Mensagem18, con una dedicación de Fernando. Cuando le pregunté a la muchacha quién lo había dejado, deduje por su descripción que había sido él mismo. Corrí a las escaleras pero para mi gran pesar no alcancé a verlo. Poco antes de morir, mi sobrino Carlos se lo encontró en el Martinho da Arcada19 y Fernando le preguntó cómo estaba yo. Después le tomó las manos con fuerza y con los ojos llenos de lágrimas le dijo: “¡Qué alma tan bella! ¡Qué alma tan bella!”.

(Testimonio tomado y transcrito por la sobrina de la Señora Queiroz, Maria da Graça Queiroz, a quien también se debe la transcripción de las cartas de Pessoa).

‘O dear Ophelia, I am ill at these numbers;

I have not art to reckon my groans: but that

I love thee best, O most best, believe it. Adieu.

‘Thine evermore most dear lady, whilst

this machine is to him, HAMLET.‘

1. Poeta modernista y literato portugués nacido en Cabo Verde en 1891, que fue co-fundador junto a Pessoa de la revista Orpheu. Fue uno de los principales responsables de que se conociera la obra de Pessoa después de su muerte, pues abordó a su familia para pedirle que se publicara lo que Pessoa había dejado en su baúl y fue el encargado de editar los manuscritos de poemas que fueron publicados por primera vez en la década de los cuarenta bajo el nombre de Poemas de Fernando Pessoa (1942), Poemas de Álvaro de Campos (1944), Odas de Ricardo Reis (1945) y Poemas de Alberto Caeiro (1946). Murió en circunstancias extrañas en 1947 al caer – no se sabe si intencionadamente o no – su carro en el río Tajo, en cuyo interior iban él y su único hijo, quien conducía. (N.T.)

2. José Gomes Ferreira fue un poeta portugués nacido en 1900 y muerto en 1985. Participó activamente en política, vinculado a partidos democráticos y anti-fascistas y posteriormente al Partido Comunista de Portugal (N.T.).

3. Nombre que tenía en aquella época la actual plaza D. João da Câmara, frente a la estación de Rossio, en el corazón de Lisboa. En esa plaza vivía la hermana de Ofelia, por lo cual su nombre aparece con frecuencia en su correspondencia con Pessoa.

4. Poeta portugués, sobrino de Ofelia y amigo de Pessoa, quien es percibido hoy en día como el puente entre la primera ola de modernistas portugueses (agrupados en torno a la revista Orpheu, co-fundada por Pessoa) y la segunda ola de modernismo portugués (agrupada en torno a la revista Presença fundada por João Gaspar Simoes en 1927. Simoes fue el co-editor, junto a Luís de Montalvor de las primeras publicaciones póstumas de Pessoa y por tanto, responsable junto a él de dar a conocer su obra (N.T.).

5. Este pequeña poema – originalmente en portugués en la edición italiana - está compuesto de cuatro sextetos de estructura AABCCB. He conservado todas las rimas a excepción de algunas de las B, que no correspondían en español como sí lo hacían en su original en portugués (N.T.).

6. Originalmente en portugués en la edición italiana, se refiere al tipo de relación que se desarrollaba entre dos personas antes del compromiso oficial de matrimonio, en la época de Pessoa y Ofelia (N.T.).

7. Sidónio Pais, capitán del ejército portugués, matemático de la Universidad de Coimbra donde después dio clases de cálculo diferencial e integral. En 1917 dio un golpe de estado con el apoyo del partido monárquico e instauró una dictadura de carácter presidencialista, enfrentando un enorme descontento social. Fue asesinado de un disparo en diciembre de 1918 después de haber sobrevivido un atentado diez días antes (N.T.).

8. Talassa era el nombre con el que se conocía a los partidarios de João Franco, presidente del Consejo y Primer Ministro de Portugal de 1906 – cuando el rey Carlos I le encarga formar un gobierno menos parlamentario y más dictatorial – hasta 1908 – cuando el rey fue asesinado en Lisboa junto a su hijo, el príncipe Luis Filipe por simpatizantes republicanos. Se llamaban talassa en honor a la palabra griega (que significa “mar”) con la que iniciaban los mensajes oficiales enviados de Brasil a los monarcas portugueses (N.T.).

9. Plaza de Lisboa frente al muelle del mismo nombre, en el puerto, donde se encuentra la estación de la pequeña línea ferroviaria que conecta Lisboa y Cascais (N.T.).

10. En el original ouvistaste en vez de ouviste (N.T.).

11. Barrio periférico al oeste de Lisboa donde se encuentra la homónima torre de arquitectura manuelina que preside sobre la desembocadura del Tajo (N.T.).

12. En esta casa, donde Pessoa vivió los últimos quince años de su vida (de 1920 a 1935), se encuentra actualmente el Museo Casa Fernando Pessoa de Lisboa (N.T.).

13. Provincia de la Sudáfrica colonizada por los ingleses donde vivía la madre de Pessoa junto a su segundo esposo (el comandante João Miguel Rosa, que era cónsul de Portugal en Durban)  y sus hijas, y donde Pessoa también vivió en su adolescencia, desde 1895 hasta 1905 (N.T.).

14. Don Carlos de Bragança fue rey de Portugal de 1889 a 1908, cuando fue asesinado en la Praça de Terreiro do Paço (también conocida como Praça do Comércio) cuando volvía a Lisboa de su palacio en Vila Viçosa. Amelia de Orleans era su esposa e iba con él en el coche cuando le dispararon, aunque salió ilesa del atentado.  Fue la última reina consorte de Portugal y se exilió en 1910 tras la abdicación de su hijo, Manuel II. Ambos nacieron el 28 de septiembre (N.T.).

15. Mario Sá-Carneiro, autor de la polémica novela modernista Incesto, fue el amigo más cercano que tuvo Pessoa en vida y con quien fundó la célebre revista Orpheu. Se suicidó en Paris en 1926, con tan sólo veintiséis años (N.T.).

16. Artur Eugénio Lobo d’Ávila fue un ensayista, dramaturgo novelista y periodista portugués reconocido principalmente por sus novelas históricas. Nació en 1855 y murió en 1945 (N.T.).

17. Poeta portugués nacido en 1897 de tipo esteticista sobre quien Pessoa escribió un ensayo crítico muy discutido. Murió en 1959 (N.T.).

18. El único volumen de versos en portugués publicado por Pessoa en vida, en 1935, el año de su muerte (N.T.).

19. El Martinho da Arcada es el café-restaurante más antiguo de Lisboa que se encuentra todavía en actividad. Fue fundado en 1778 o en 1782 (dícese que fue inaugurado por el mismísimo Marquês de Pombal el 2 de enero de 1782). Fue tradicionalmente frecuentado por poetas, escritores y artistas y Pessoa tenía una mesa permanentemente reservada para él allí (en una entrevista dice que su último encuentro con Aleister Crowley, previa a la célebre “desaparición” de éste en Sintra, fue a la entrada del Martinho da Arcada) (N.T.).

*Felipe Botero Quintana (nacido en Bogotá en 1990) es un filósofo y traductor graduado de la Universidad Nacional de Colombia. En agosto de 2017 se gradúo de la Maestría en Filosofía y Artes de la Universidad de Warwick de Inglaterra. 

Ha sido parte de diversos proyectos culturales como Botero en China y SubasArte y Reproducibles del colectivo de gestores culturales QUINTA, del cual es miembro fundador. También ha publicado diversos artículos en revistas culturales en Colombia y en México, en medios como Arcadia, Estilo México y kienyke.

Ha traducido diferentes textos literarios y filosóficos entre los que se destacan El corazón de las tinieblas de Conrad (de inglés a español), Levanten alto, carpinteros, la viga del tejado de JD Salinger (de inglés a español), Entre el mundo y yo de Ta-Nehisi Coates (de inglés a español), ensayos filosóficos de Alain Badiou y Emmanuel Lévinas (del francés al español), la obra de teatro El marinero de Fernando Pessoa (de portugués a español) y ensayos literarios de Anthony Burgess y Florence L. Waltz.

Actualmente Felipe Botero se encuentra en proceso de contactar a distintas editoriales de lengua inglesa para publicar la poesía completa de Giovanni Quessep por primera vez en inglés, labor que empezó hace tres años con el permiso del poeta.