Ángela, una preadolescente huérfana de madre desde su nacimiento, se queda también huérfana de padre por un accidente de moto. Así empieza Niña errante, el más reciente largo de Rubén Mendoza: con la escena del entierro del padre de Ángela.
Ahí ella conoce a sus tres hermanas mayores. Todas rondan los treinta años, son hijas de madres distintas y unas desconocidas entre sí. Con ellas, Ángela empieza un viaje en carro, desde el Valle del Cauca hasta la casa de una tía en la Costa Caribe, que será su nuevo hogar.
Después de presentar de esa manera la trama, la reseña publicada en el catálogo del Festival Internacional de Cine de Cartagena de Indias (FICCI) dice: “En ese camino [Ángela] va descubriendo un mundo femenino que es extraño para ella. El cuerpo, la piel, la ropa, el quitarse la ropa… No hay morbo tras la mirada de una niña que descubre en sus hermanas, tan distintas todas ellas, el rasgo común de la fortaleza (…). Hay mucha admiración y mucho respeto por la mujer en esta road movie, que es una especie de viaje iniciático hacia ese territorio fascinante y por descubrir, el del propio cuerpo, su inmensidad, sus límites y sus posibilidades de volverse cárcel o territorio fértil para la libertad” (subrayados míos).
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Ayer esta película inauguró el FICCI, pero ya desde antes –desde que fue proyectada el jueves pasado en una función de prensa en los teatros del centro comercial Atlantis en Bogotá– ha habido comentarios y críticas al nuevo largometraje de Mendoza que van en una dirección completamente opuesta a lo que dice la reseña del catálogo del festival.
La escritora Carolina Sanín, columnista de ARCADIA, dijo esto en su muro de Facebook: “Uno ve Niña errante (…) y en un punto se pregunta si se está haciendo una apología de la violación. Luego termina de verla y se da cuenta de que no: lo que se hace con la película es la violación misma. Esta película abusiva, perezosa, embotada, sin otro contenido que la expresión del poder de su director y sin otra estética que la de una morbosa propaganda de calzones para adolescentes, inaugurará el Festival de Cine de Cartagena: un festival de un país doliente, atrasado y miserable que odia a las mujeres. Todo muy concordante con estos tiempos en Colombia”.
Pedro Adrián Zuluaga, crítico de cine de esta revista y excurador del FICCI, dijo: “NIÑA ERRANTE de Rubén Mendoza: una película para la cual el cuerpo femenino es un territorio a ser asaltado por el placer masculino”.
Esos comentarios –y quizás otros– publicados en redes sociales hicieron que el director Luis Ospina abriera otro debate por el mismo canal: “¿Cuál es el afán de los críticos de destruir con argumentos moralistas las películas antes de que el público las vea?”.
A eso –y con esto termino las referencias a comentarios publicados en redes–, Pedro Adrián Zuluaga respondió: “Ver el punto de vista no es solo una cuestión de moral (…). Ver el punto de vista, y analizarlo, es ir a la cuestión central del cine, que no es un juego trivial o sin consecuencias (…). Los ensayos de prensa son un arma de doble filo. Si el crítico habla bien de la película está regio que lo haga antes, y los agentes de prensa buscan afanosamente que así sea. ¿No es legítimo lo contrario? Los críticos hacemos crítica, no propaganda”.
Más allá de la polémica que desató la ceremonia de inauguración en el centro de convenciones, la película misma de Rubén Mendoza ha logrado, entonces, abrir un debate que no por haberse dado en el medio en que se dio –las redes sociales, los perfiles particulares de ciertas personas– deja de ser interesante y enorme: el debate sobre la relación compleja entre ética y estética, que ha permitido que nos hagamos este tipo de preguntas: ¿una película debe ser o no “políticamente correcta”?
Parece obvia, pero esa pregunta está en el centro de la discusión. Y sin embargo, no debería estarlo, pues la película no es políticamente correcta, pero tampoco es lo contrario: no incomoda por ser provocadora, evocadora, audaz, incorrecta, desafiante para el espectador: incomoda porque es cómoda; porque es ingenua.
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Y es triste decir eso, no solo porque hacer una película –y hacerla en Colombia– es un esfuerzo apoteósico, y destruirla en cambio es sencillo y toma poco tiempo; es triste decirlo, sobre todo, porque con su película inmediatamente anterior, el documental Señorita María: la falda de la montaña, Mendoza logró interpelar al espectador sacudiéndolo, dislocándolo, mediante la escogencia consciente, política y audaz de María, una persona y personaje que hizo tambalear prejuicios en los espectadores, y además logró conmovernos a todos.
El retrato que Mendoza hizo de María plantea preguntas muy profundas sobre lo que significa o puede significar la feminidad, y sobre cómo esa feminidad se asume y se lleva a pesar de todo: a pesar de los hombres (tema que está presente en Niña errante), pero también a pesar de la soledad, el aislamiento, el sexo con el que se nace, la violencia, incluso la pobreza.
En Niña errante vemos un intento de seguir por ese camino, haciendo uso de recursos formales, estéticos y conceptuales que forman parte de la exploración de Mendoza con la imagen. Un colega me hacía ver, por ejemplo, la manera en que en las películas de Mendoza el mundo exterior tiene una correspondencia o un diálogo con el mundo interior de los personajes. También hablábamos del espacio que les da a los sueños; de la manera fragmentaria y evocadora en que lo hace. Pero lo que él llama sencillez, “una historia sencilla”, yo lo considero un guion pobre y unos personajes mal construidos, precisamente porque no tienen mucho qué decir a lo largo de la película.
Por eso el tratamiento de lo femenino resulta tan molesto en la cinta de Rubén Mendoza, pues (y para responder al comentario de Ospina) esta no es una crítica a que aparezcan allí cuerpos expuestos –por eso la crítica no es moralista–, sino al hecho de que, más allá de los cuerpos, no hay mucho más.
La sobreexposición gratuita, entonces, termina acentuando prejuicios repetidos de lo femenino que no son elaborados para mostrarlos como eso en la película, como prejuicios, sino como las mujeres "son": la intimidad, la intimidad compartida (que por alguna razón se expone como natural y desenfadada, pero que al mismo tiempo no deja de ser sexual para quien la ve). O el cuerpo femenino visto como “territorio de posibilidades”, como símbolo de la fertilidad. En esta película el cuerpo es el centro y el fin de lo que significa ser mujer: cómo cambia el cuerpo, cómo se expone el cuerpo, cómo se maltrata el cuerpo, cómo sangra el cuerpo, cómo el cuerpo se embaraza, cómo el cuerpo se desnuda. Es, en pocas palabras, como si la experiencia del cuerpo y su materialidad fuera por excelencia la experiencia femenina, y nada más.
La película cae en lugares comunes eternos de lo que significa ser mujer, convertirse en mujer, pensar en la propia feminidad, incluso en clichés de lo que hablan las mujeres entre sí. Pero el problema no es que esos prejuicios aparezcan en pantalla. Si la intención estética fuese representar conscientemente esos prejuiciso, o a personajes vacíos o insulsos, el juicio sería otro. El arte no debe ser correcto y puede representar cualquier cosa: lo vacuo, lo triste, lo bello, lo violento. El problema real es la pobreza estética y conceptual. La película es injusta solo porque la propuesta estética no acoge, no refleja y no elabora la complejidad del mundo y del ser humano. Es, en pocas palabras, perezosa. Y es la pereza lo que mata el arte, no la corrección política.
Sin embargo, por alguna razón creo que Mendoza –que ha hablado mucho de su cinta antes y después del estreno, tratando de imprimirle cosas que muchos no vemos– es sincero cuando habla de su intención, cuando habla de su interés en las mujeres. El resultado de ese interés, sin embargo, no es el esperado después de una obra como Señorita María. Esta no es una película incorrecta, o desafiante en su incorrección. Solo peca por ingenua.
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*Editora general de ARCADIA