Home

Agenda

Artículo

Pablo Montoya nació en 1963. Crédito: Jairo Ruiz Sanabria.

colombia

Medellín: ¿Para dónde vamos?

Por: Pablo Montoya*

Pablo Montoya se pregunta por el supuesto renacer de su ciudad y su posible futuro.

Medellín es la segunda ciudad de Colombia. Está situada en un valle andino llamado Aburrá. Este valle fue habitado durante siglos por los indios aburraes que desaparecieron trágicamente con el contacto brutal de los conquistadores y colonizadores españoles. Si durante su vida colonial fue una ciudad poco importante, posteriormente logró convertirse en la segunda ciudad más importante de Colombia. Situada a 1500 metros sobre el nivel del mar, Medellín ha sido motivo de canto y gratitud por la bondad de su clima, la hospitalidad y el emprendimiento de sus habitantes. Sus clases dirigentes fundaron, a lo largo de la historia, un imaginario político, económico y cultural basado en un conservadurismo de tipo republicano y en el libre comercio. Actualmente, la ciudad podría definirse como pluriétnica, mestiza, cuyos credos religiosos van del catolicismo a las sectas cristianas. Estas últimas se han explayado, desde hace un tiempo, poderosamente en los sectores populares y en los de clase media.

La mentalidad de la población de Medellín, en general, es proclive a consideraciones reaccionarias e intolerantes. Consecuencia lógica de ese perfil, conservador y ultracatólico enseñado en escuelas y colegios durante más de dos siglos. Así, una parte considerable de las gentes de Medellín, luego de escuchar miles y miles de homilías y discursos políticos y proclamas pedagógicas y religiosas, sospecha que todo aquello que tiene que ver con las ideas laicas está vinculado con el socialismo y el comunismo. Y que tales ideas de izquierda son perniciosas para ese modelo familiar y social cristiano en que ellos viven. Por tal razón, entre otras, en la ciudad se cree que los acuerdos de paz, firmados por el gobierno y la guerrilla Farc, son una puerta de entrada al demonio del castrochavismo. Nada raro entonces que la ideología de la extrema derecha tenga tantos seguidores y votantes por esas latitudes.

Uno de los mitos fundacionales de Medellín y de Antioquia, el departamento del cual es capital, está anclado en la idea de que la raza blanca de sus prohombres (muchos de ellos comerciantes colonizadores del siglo XIX) y, en general, de quienes han hecho que la ciudad se haya convertido en un centro empresarial notable, es la más grande e importante. Olvidándose de que las raíces indígenas y africanas están en la historia genética de cada habitante de esta región. Y no es un ningún secreto afirmar que la ciudad ha sido administrada por una serie de políticos y empresarios particularmente racistas. Esta jerarquía racial puede observarse con claridad en el modo en que los espacios del valle de Aburrá están ocupados por su población. Los estratos sociales, que van de uno a seis en nuestro país, no son más que el trasunto de una segregación económica y espacial paradigmática.    

Jorge Obando en el Parque de Berrío al fotografiar una manifestación. Medellín 1947.

Pero Medellín, tan cantada por los poetas y los viajeros, tan celebrada por el mundo de la economía, se vio sometida a una de las violencias más cruentas que ha tenido el país en las últimas décadas. Padeció en los años ochenta y noventa del siglo XX las acciones criminales del narcotráfico, de las guerrillas de extrema izquierda, de los grupos paramilitares de extrema derecha, del ejército y la policía nacionales y, finalmente, de la delincuencia común. En estos últimos treinta años en Medellín ha habido 133.000 asesinatos. Y la mayor parte de ellos, víctimas de estos grupos criminales, no han sido reparados por la justicia. Esas huellas de la violencia no han desaparecido, por supuesto, y tardarán en hacerlo si su población no reconoce y nombra las zonas oscuras que tiene su ciudad. Por tal razón, es inadmisible seguir negando u ocultando lo que cada vez es más evidente: el vínculo que ha habido siempre, a lo largo de la existencia de Medellín y Antioquia, entre grupos ilegales del crimen con representantes de la política oficial y el empresariado.

Desde hace unos años ha habido, sin embargo, esfuerzos por mostrar una especie de milagro: una ciudad modelo donde la violencia ha sido por fin superada. Las alcaldías de Medellín, en lo que va corrido del siglo XXI, a este respecto han sido ejemplares. Han proclamado, incansablemente, que los habitantes de esta ciudad ya no tenemos porqué tener miedo y podemos salir a las calles a abrazarnos. Y les han hecho creer a muchos que la ciudad, como un suerte de ave fénix, ha renacido de sus cenizas.  

Dicen, del mismo modo, que somos una ciudad digna, una ciudad educada, una ciudad innovadora, una ciudad admirable donde el narcotráfico, con sus múltiples ramificaciones, ha sido desarticulado. De hecho, el nivel de los homicidios en Medellín ha bajado notablemente. Basta mirar las cifras para concluir que, en efecto, una suerte de milagro ha ocurrido: en 1991 el número de muertes violentas en Medellín fue de 7.273. En el año 2015 fue de 495. ¿Cómo no sorprenderse y aplaudir estos resultados? ¿Cómo no entusiasmarse ante un panorama en que pareciera que la civilización ha triunfado una vez más sobre la barbarie? Con todo, el panorama de Medellín, si se le mira con atención y se supera ese espíritu chovinista tan típico de sus habitantes, resulta alarmante.

Porque una ciudad donde se ha formado un contubernio entre políticos y empresarios con el mundo del crimen no puede ser jamás una ciudad digna. Una ciudad donde tantos barrios populares están en manos de combos o bandas criminales no puede ser jamás una ciudad educada. Una ciudad donde la inequidad social y la pobreza material, intelectual y espiritual es tan galopante nunca puede ser una ciudad innovadora. Una ciudad donde la mentalidad paramilitar ha penetrado todas las esferas sociales no es una ciudad que nadie, con cierto juicio de sensatez, quisiera imitar. A no ser que los conceptos de dignidad, de educación, de innovación se adapten al modus operandi, es decir a la forma de pensar y a la actuación de una parte de la población y sus dirigentes que se creen a pies juntillas el asunto de un renacimiento.

Ahora bien, si pensamos que una ciudad modelo se mide solo desde la reducción de sus homicidios, así esta reducción se haya hecho a un alto precio de negociaciones oscuras, entonces podemos aceptar que Medellín es una ciudad plausible. Si creemos que con poner unas cuantas bibliotecas en los barrios populares –algunas de ellas ya se están cayendo porque se edificaron bajo contratos corruptos– es suficiente para decir que somos educada, y dejamos pasar por alto el ascenso de la prostitución sexual infantil y juvenil y la drogadicción cada vez más acrecentada y el bajísimo nivel de lectura de sus gentes (cada habitante de esa población lee un libro por año), entonces podemos creer que Medellín es educada. Si creemos que, por otro lado, el desbordado crecimiento del lobby automotriz, inmobiliario e industrial significan una apertura económica prodigiosa, y no el reflejo de un modelo urbano lleno de improvisaciones y abocado a una peligrosísima contaminación ambiental, entonces se puede afirmar que Medellín es una ciudad próspera para el mundo de hoy.

No ignoro que muchos me reclamarán estos planteamientos. Me dirán mentiroso, mal hijo, descarado escritor que va a hablar afuera mal de su ciudad. Pero yo solo hablo en tanto que ciudadano e intelectual comprometido con esa ciudad que me duele en la medida en que la quiero. Lo que trato de hacer es poner ante este modelo citadino urbano el tamiz de una cierta ética y de una responsabilidad social y ecológica. Y este tamiz, y teniendo en cuenta que he vivido en esta ciudad una buena parte de mi vida, y trabajo en ella y escribo desde ella, es lo que me otorga el derecho de cuestionar ese modelo que quieren imponernos a través de campañas políticas manipuladoras.

Hay un pregunta, no obstante, que continuamente me asalta: ¿por qué ser tan implacable con Medellín, otrora tacita de plata y villa de la eterna primavera, y hoy atribulada por problemas propios de una megalópolis subdesarrollada, y negarle los atributos que aquí y allá se le otorgan? Y otras más me llegan al espíritu. ¿Cómo negar el papel que en esta crisis permanente ha jugado la educación, y sobre todo el de las universidades y las instituciones culturales? ¿Cómo negar el aporte del sistema de transporte público del metro, en el que los sectores populares son los más beneficiados, en un país cuyas mafias del transporte le cerraron violentamente las puertas a las vías férreas? ¿Cómo negar el valiente trabajo de los ambientalistas que no desfallecen en su labor de denunciar políticas aciagas? ¿Cómo negar las jornadas admirables de los colectivos de mujeres y hombres que trabajan por los derechos humanos en una ciudad y una región que los sigue violando sistemáticamente? ¿Cómo negar la vitalidad y la dignidad que representan en la ciudad las comunidades indígenas y las afrodescendientes? Todo esto existe, y jamás lo ignoro, para enaltecer a una ciudad donde el caos y la muerte era lo que prevalecía hace unos años en proporciones espantosas.  

Marcha por la paz en Medellín 2016. Crédito: Emanuel Echeverri.

Creo que uno de nuestros grandes desafíos es asumir a Medellín y su crecimiento vertiginoso con una gran responsabilidad ciudadana. Somos una ciudad que sigue siendo vapuleada por la desigualdad social (una de las más altas de América Latina), por el crimen y la corrupción (hace poco fue detenido el secretario de seguridad del alcalde de Medellín por sus vínculos con la mafia narcoparamilitar), por el racismo y la intolerancia. El primer paso es que la sociedad civil manifieste su posición. Y sus exigencias deben ser varias. Una de ellas, por ejemplo, trabajar por una eficaz disminución de la pobreza. Y, en esta dirección, exigir el desmonte de las bandas criminales (el número de ellas supera holgadamente las trescientas). Del mismo modo, buscar la reducción de ese enorme ejército de la vigilancia privada que cuida nuestra seguridad a un precio armamentístico excesivamente alto. Porque Medellín, en realidad son todas las ciudades colombianas, contribuye, con su descomunal vigilancia privada, a envilecer más nuestro presente. Y otra más, que es quizás de carácter urgente, exigir la regulación del flujo automotriz, del crecimiento inmobiliario e industrial, pues la ciudad, por su situación geográfica, está al borde del colapso. Ya es noticia pública las ocho muertes diarias en Medellín por efectos de la contaminación ambiental. Y sin embargo, estos políticos y empresarios nuestros son ejemplares en su cinismo. “Respira Medellín e inspírate”, dice uno de esos lemas oficiales para atraer hacia nuestra aporreada ciudad la atención de las inversiones extranjeras.

¿Para dónde vamos?, nos preguntamos quienes vivimos, amamos y también cuestionamos a Medellín. Una ciudad de múltiples encantos (su clima todavía amable, sus gentes siempre cordiales, ese sentido del emprendimiento que los torna infatigables en sus oficios), pero que siempre, a lo largo de su historia, ha querido presentarse ante sí misma y ante los demás como el gran modelo de un país atrasado y convulso. Unos dicen que vamos bien porque la economía brilla con sus dividendos portentosos. Otros dicen que no también y que todavía estamos a tiempo de enderezar un torcido destino. Otros, más incrédulos, creen que simplemente vamos hacia un precipicio.    

*Texto leído, en su versión francesa, en el evento Medellin, la renaissance?, realizado en la Biblioteca de París Françoise Sagan, el pasado 8 de noviembre de 2017, dentro del marco del año Francia-Colombia.  El evento contó con la participación del escritor Pablo Montoya y el geógrafo y urbanista Alain Musset.