El amanecer cae lento sobre la sabana. El aire se espesa con el vapor tibio del pasto y, entre los mugidos del hato, se alza una voz antigua. “¡Suélteme el becerro e’ Perro de Agua! ¡Suélteme el becerro e’ Carrizal!”, entona Aura Adela Silva mientras camina hacia el corral, curucuteando entre las perolas y la totuma. Frente a ella, las vacas se mueven despacio, como si comprendieran. “A la vaca hay que cantarle con cariño”, afirmó Adela. “Ellas conocen el olor, la voz, el contacto. Uno les canta y se quedan quieticas, contentas”. Así, cada madrugada, sus palabras se mezclan con el resuello de los animales y con el rumor de los ríos que cruzan la sabana.
Aura Adela tiene 70 años, creció en el Meta y es una de las últimas cantadoras de vaquería que aún mantiene viva esa tradición oral que ha acompañado al llano por siglos. Su voz, a veces grave y otras apenas un hilo de aire, pertenece a una estirpe que aprendió a cantar trabajando, cuando los hombres y mujeres se formaban “en el corral y en la sabana, no en la escuela”. De niña, recuerda haber escuchado a su madre y a su abuela improvisar versos según el color de la vaca o el humor del día. “Si era negra, le decían noche oscura; si era barrosa, la comparaban con la garza zamurita o con el sol”, recordó. Y precisamente de esa mezcla de naturaleza, memoria y oficio nació ese rito que marcó la identidad del territorio entero.
Los cantos de vaquería –o cantos de trabajo de llano, como los nombra la Unesco desde que fueron declarados Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad en 2017– acompañaron durante siglos la vida ganadera de la Orinoquia. En ellos se cifran la relación entre el hombre, el paisaje y el animal, una especie de diálogo que reemplazó al látigo. “El canto servía para domesticar, reunir, ordeñar y guiar”, explicó Jhon Moreno Riaño, investigador del Instituto Departamental de Cultura del Meta y uno de los autores del Plan Especial de Salvaguardia de los Cantos de Trabajo de Llano. “Era una herramienta del trabajo, no un espectáculo. El vaquero no canta para ser oído, canta para hacerse entender por el ganado”, agregó.
Moreno recuerda que la historia de estos cantos está ligada al nacimiento mismo de la ganadería llanera, pues su origen se remonta al siglo XVII, cuando los jesuitas trajeron los primeros hatos a la región e instauraron el modelo del ‘hato llanero’: grandes extensiones de tierra con más de 1.000 reses, donde el canto se volvió esencial para coordinar el arreo. “Desde entonces, el canto fue el eje de toda una cultura productiva. En torno a la ganadería se organizó la tierra, el trabajo, el lenguaje y la vida social”, aseguró. Por eso, cuando el Meta se consolidó como el corazón ganadero del país, la voz del vaquero se volvió símbolo del territorio: era un eco del llano que mezclaba devoción, destreza y pertenencia.
Cuna del hato colombiano
Con el paso del tiempo, sin embargo, esa voz comenzó a apagarse. La mecanización, la desa-parición de los caminos ganaderos y las migraciones que trajo la violencia modificaron los hábitos rurales. “Hoy el canto ya no se usa en la mayoría de fincas”, advirtió Moreno. “De hecho, en un departamento tan grande como el Meta apenas quedan una docena de portadores activos”, añadió. En algunos municipios, los cantos sobreviven como memoria: mujeres que los enseñan a sus nietos o los interpretan en festivales. Aun así, en el trabajo diario, en el ordeño o en el arreo, han sido reemplazados por motores y radios.
Aura Adela lo sabe. En sus clases con niños del Meta intenta revivir lo que el silencio amenaza con borrar. Les enseña las cuatro versiones del canto tradicional: el de cabrestero, que abre el camino al ganado; el de ordeño, que se entona al amanecer; el de recolección o encerradero, cuando los vaqueros regresan a casa, y el de vela, que acompaña la noche del corral. Cada uno tiene su ritmo, su intención. “El de cabrestero, fuerte y largo para que se oiga lejos. El de ordeño es lento y amoroso. El de encerradero es pausado, prolongado, con una mezcla de cansancio y ternura. Y el de vela se canta bajito, para que el ganado no se asuste. Todo eso se aprende con el alma y con la tierra”, explicó.
Y es que esa tierra –llana, húmeda, salpicada de esteros y morichales– sigue siendo el escenario del ganado. Según el Instituto Colombiano Agropecuario y Fedegán, Colombia tiene más de 30 millones de bovinos, y cerca del 15 por ciento se concentra en diez municipios, la mayoría en la Orinoquia. En el Meta, La Macarena sobresale con más de 326.000 cabezas, lo que confirma su peso histórico en la economía nacional. “El Meta ha sido, junto con Casanare y Arauca, una de las cunas del hato colombiano”, apuntó Moreno. No obstante, a diferencia de los hatos coloniales, hoy el territorio busca conciliar productividad y conservación.
Andrés Pardo, secretario de Agricultura del Meta, lo resume con precisión. “Tenemos la única ordenanza de ganadería sostenible del país, con 68 herramientas para la reconversión productiva”, señaló. Ese marco, aprobado por la Asamblea Departamental, impulsa la protección de los corredores biológicos y promueve buenas prácticas agrícolas y pecuarias. El Meta, que alberga más de 146 ecosistemas y biomas representativos de la Orinoquia, intenta hoy que la ganadería no sea sinónimo de deforestación, sino de coexistencia. “El objetivo es producir conservando. Queremos que los productores ganen, y que cuiden los suelos, el agua y la biodiversidad que los sostiene”, indicó Pardo.
Tradición y sostenibilidad
En San Juan de Arama, desde 2022, 37 fincas participan en el proyecto Paisajes lecheros resilientes, liderado por WWF y la Fundación Horizonte Verde. Entre ellas está la de Ana Mildred Mejía, docente escolar y pequeña ganadera. Junto con su familia decidió abandonar prácticas como la tala y la quema para recuperar los relictos de bosque en su propiedad. “Soy parte de ese relevo generacional que hoy está dándose. Le apostamos a la conservación porque nos hemos dado cuenta de que es necesario devolverle a la tierra lo que le quitamos”, aseguró Mejía. Con apoyo técnico, aísla sus bosques, instala bebederos para evitar que el ganado contamine los nacederos, y siembra cercas vivas para restaurar los relictos de vegetación.
Camila Cammaert, coordinadora de Sistemas Alimentarios Sostenibles de WWF Colombia, explicó que “el proyecto se enfoca en acciones para conservar la biodiversidad, el bosque y el agua, como atributos fundamentales para mantener la productividad de este paisaje. Así mismo, a una escala más amplia, busca fortalecer la cadena láctea y las dos asociaciones lecheras del municipio, para que puedan seguir comercializando su leche y lograr su objetivo de transformación y venta de sus derivados”. Desde la Secretaría de Agricultura se han promovido mesas que reúnen a campesinos, cooperativas, académicos y empresas. Uno de los logros recientes es la denominación de origen del queso siete cueros, producto de una alianza público-privada que fortalece la cadena láctea local.
El Meta, entonces, se mueve entre dos tiempos: el del canto y el del cambio. El primero, habla del pasado, de una economía forjada con sudor y copla; el segundo, mira hacia un futuro donde la voz del llano no se apague. Entre ambos, hombres y mujeres como Aura Adela sostienen el puente que une la tradición con la sostenibilidad. “El canto enseña respeto. Si se canta con amor, el animal obedece sin miedo. Si se trabaja sin rabia, la tierra produce mejor”, concluyó. Y en esa frase se condensa una sabiduría que hoy recobra sentido: la de producir sin destruir.
Al tiempo que el Meta intenta conciliar sus dos pulsos –el del progreso y el del recuerdo–, el día se repliega sobre la sabana, y cuando cae la tarde, el horizonte se tiñe de cobre y las sombras del ganado se confunden con el polvo. Aura Adela vuelve a entonar su voz quebrada por el viento, esta vez al velar a las reses antes del descanso:
“Novillito, novillito, no te pongas a bramar, por aquí tiene este negro que es que le viene a cantar, porque lo acompaña a usté, no vaya a barajustar, oooooijooooooijo, ¡novillo carambas!”. Es su modo de despedirse y agradecer en medio de los morichales, que parecen responder con un suave eco.