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Grafitti en la puerta de Valenzuela klenner durante Artbo Fin de Semana. Crédito: José Fernando Aramburo.

Opinión Online

Artbo fin de semana y/o la espuma

José Fernando Aramburo intentó hacer la ruta de galerías propuesta para Artbo Fin de Semana y esta crónica fue el resultado.

José Fernando Aramburo
24 de mayo de 2018

“Amores que se fueron,
amores peregrinos,
amores que se fueron dejando en tu alma negros torbellinos,
igual que a las espumas que lleva el ancho rio,
se van tus ilusiones siendo destrozadas por el remolino.

espumas que se van
bellas rosas viajeras
se alejan en danzantes y pequeños copos formando el paisaje,
ya nunca volverán las espumas viajeras,
como las ilusiones que te depararon dichas pasajeras,
como las ilusiones que te depararon dichas pasajeras.”

Llegué a eso de las ocho de la noche del jueves a Los Héroes. La fila de gente entrando era tan monumental como el emblemático lugar escogido, así que decidí esperar un poco mientras bajaba la espuma. La espuma nunca bajó. Me colé aprovechando que Andrés Fresneda no paraba de ver su celular. El monumento a los Héroes es una gran bóveda que ahoga. Al bajar los escalones que llevan a este gran sótano donde el aire escasea y la humedad sobra, aparecía una gran mesa repleta de vasos de whiskey de marca Chivas, mientras  una estructura de luces de neón se asomaban con moderada espectacularidad. Era como una discoteca de música industrial pero sin música industrial: de hecho lo único que se podía oír, además del murmullo ruidoso de los ratones de laboratorio que conversaban animadamente mientras bebían lo que Chivas repartía, era un sonido metálico que precedía a un apagón de unos segundos y que no parecía asustar a un público compuesto en su mayoría por los ocupantes de camionetas blindadas, que estacionadas en la paralela de la autopista con absoluta impunidad, recordaban que Artbo es un espectáculo creado para dejar bien claro quién es quién en esa pirámide de humo verde que es el mercado del arte –y cuya naturaleza errática no ha sido descifrado aun por la academia–.  La exposición que inauguraba este spring break cultural estaba curada por Andrés Burbano, un curador e investigador especializado en arte multimedia: esa visión espectacularista que incluye sensores y artefactos dispuestos para asombrar con sus candilejas  futuristas de feria de la ciencia para personas mayores. Me encontré con María Isabel Rueda, la artista y cofundadora de La Usurpadora, con la que hablé de diversos temas, pero nos detuvimos con especial interés en la serie que sobre Luis Miguel, el sol de México, se puede ver actualmente en Netflix. Mientras volvía por otro whiskey me encontré de frente con un personaje que llevaba una de esas tristemente célebres gorras de la campaña de Donald Trump que llevan escrito “MAKE AMERICA GREAT AGAIN”. Nunca supe el objetivo de esta acción; ni siquiera supe si se trataba de una acción, a pesar de la ofensa explícita que representa este enunciado, sobre todo en las entrañas mismas del monumento que encarna la gesta independentista. Me sorprendió la impunidad con la que portaba este accesorio politizado y que no parecía molestar a nadie.

María Isabel rueda con personaje pro Trump. Crédito: José Fernando Aramburo.

Me encontré con un par de amigos que me convencieron de salir de este set noventero para buscar un lugar llamado “restaurante oculto” y que los organizadores de Artbo habrían dispuesto en el corazón del barrio San Felipe para los invitados especiales a este aquelarre clasista. Llegamos caminando al lugar, un restaurante con techos altos donde ofrecían todo tipo de tragos con la comodidad de un restaurante de lujo. Me tomé un par de whiskeys pensando que se trataba de una cortesía propia de las ferias de arte. La cachetada de una cuenta me despertó de este sueño de feria con propina incluida. Salí de ahí entendiendo que “lo oculto” es siempre lo más costoso.

Viernes

Me desperté con un guayabo atroz, muy en contravía de la frase “el whiskey no da guayabo”. Fui entonces al brunch de La Casita, donde además de disfrutar una completa tabla de quesos, jamones y frutas, pude apreciar la obra que ahí exhibe Miguel Bohmer, y que con sus formas limpias y sensuales se comporta como la visión apropiada para digerir los pan de yucas en ‘waflera’ que generosamente ofrecía el lugar y que me devoré con tal devoción, que ni siquiera me molestó la ausencia de mimosas. De ahí me moví a la individual de Paulo Licona en SGR. La exposición estaba compuesta por nuevas obras del artista, entre las que sobresale un video de corta duración donde el fuego controlado de tiras de papel –que el artista había instalado en esa galería a finales del año pasado– se eleva vigoroso en medio de un paraje montañoso. Apoteosis. Mientras estaba en la galería –que ofrecía salpicón y variedad de panes a esa hora–, un par de ladrones habrían robado el computador del galerista, minutos después de haber hecho lo mismo en otra galería San Felipe: sin violencia y apelando al viejo truco de la distracción. Como si se tratara de compradores de arte, los ladrones elegantemente vestidos regaban un líquido en el piso, y aprovechando la conmoción propia del impase, procedían a sustraer lo de valor para ellos –en este caso computadores–. Pasé después por KB para ver la exposición de Pablo Adarme, donde se exhiben sus clásicas maquetas-pasteles de fachadas que siempre me han emocionado, y cuya producción fue interrumpida por unos años para dar pie a una inquietante búsqueda de elaborados fetiches por parte del icónico artista. Celebro su regreso a las canchas de la arquitectura efímera, pastelera  y popular que tienen un lugar relevante dentro de la historia y panorama artístico bogotano. Me comí un delicioso pastel-fachada y departí con Adarme que, como dicen las señoras bogotanas, es “todo un pastel”. Pasé entonces al fondo del espacio, donde Ernesto Restrepo Morillo atendía su Depósito de papas, una pequeña oficina que ofrecía su más reciente cosecha de tubérculos. Escritorio, balanza y un radio con música ambiental creaban un ambiente de expendio popular que contrastaban con la museografía dominante en el sector. Las papas se vendían muy bien y un vaso de ginebra con tónica en la mano del artista era prueba de ello.

Ernesto Restrepo y su Depósito de papas.

Me encontré entonces con ‘El Doc’, un inglés que conocí hace un par de años en Ciudad de México a través de su novia, la artista Cristina Ochoa, y que con su español de accidente en Chapultepec me guió hasta la exposición donde Ochoa, además de un letrero en el césped que decía “silencio”, exhibía collages y obras de tipo poético, cuya parsimonia era asaltada por las carcajadas que ‘El Doc‘ propiciaba con su crítica mordaz y su matoneo ligero. De ahí seguí a Plecto, Instituto de Visión, Sketch y Liberia. La sobreoferta artística estaba apabullándome, así que decidí comerme un chicharrón en el asadero del barrio para retirarme a tomar una merecidísima siesta. Recuperadas las fuerzas, decidí volver a San Felipe, pero esta vez me senté en la mesa de KB que se ha vuelto casi como una oficina para mi, y desde donde pude ver la espuma crecer y crecer. William Contreras me dijo que no le gustó mi última columna y Jairo Valenzuela descargaba todo su arsenal humorístico mientras la mezcla de tragos, conversaciones descompuestas y la anacrónica música de Byron Méndez a todo taco acababa con mi frágil paz interior. Decidí tomar un taxi antes de que este mosaico errático me invadiera.  El sábado fui a La Macarena para ver otras exposiciones, pero en este punto sabía que esta ruta no era para mí. Me rendí como el atleta mediocre que soy y aún me pregunto qué tipo de persona es capaz de completar esta ruta del bacalao sin haber ingerido una mezcla de anfetaminas con cocaína. Lo peor de todo es que la espuma parece no querer bajar jamás.