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Todas las fotos: Juan Diego Castillo | Cortesía.

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Consagración: Laima Mockus comenta 'SacrifiXio', de Álvaro Restrepo

"Esta obra —y esto es lo que quisiera decir, y por lo que quisiera homenajearla—, hace que todo ese dolor le llegue a uno; hace que uno no tenga excusa, que uno no se pueda esconder". La filósofa e hija del senador Antanas Mockus reflexionó largamente sobre la puesta en escena que la Compañía Cuerpo de Indias y del Colegio del Cuerpo, dirigida por Álvaro Restrepo y Marie-France Delieuvin, presentaron el mes pasado en el Teatro Mayor.

Laima Mockus Córdoba*
1 de agosto de 2018

SacrifiXio, la obra de Álvaro Restrepo y Marie-France Delieuvin, junto a los bailarines de la Compañía Cuerpo de Indias y del Colegio del Cuerpo, así como de sus músicos y del fotógrafo Jesús Abad Colorado con cuyas imágenes se abre camino la danza en los corazones del espectador, quería ser, como lo señala el título etimológicamente, algo que hiciera sagrada la paz. Merece, a su vez, una consagración escrita, algo que la haga seguir existiendo a través de la palabra, así esta palabra no se acerque sino a arañar la superficie de la vastedad de significados y de alcances que la obra misma, en toda su riqueza, puede y debe tener. Hablo de corazones porque, al verla, uno se ve paralizado, casi que atacado, a la vez por el dolor de su mensaje, el dolor de la realidad que la obra hace ver, y por su maestría artística, la perfección con la que está culminada en tanto que obra de arte y llevada a cabo por todos: fotógrafo, músicos, bailarines, concepción.

Al principio, unas fotos. Personas, todas en una gama de color argénteo, todas sacudidas, golpeadas por el dolor. Adultos llorando a sus muertos. Muertos en una esterilla de fique. Una niña escondiéndose entre las raíces de un árbol gigante, nudoso, para llorar. De repente, de toda esta sucesión de dolor, que estaba tomada tan artísticamente, tan armoniosamente por la gama de colores, por el encuadre de cada foto (y cuya armonía las volvía una familia y nos la volvía accesible a nosotros, porque los espectadores no podíamos desviar la mirada ante tanto dolor tan valientemente retratado, tan bellamente fijado en algo que lo detuviera, en algo que lo hiciera valer, surgir), surgió una foto a color: una mariposa encima de una mano que sostenía un carrete de balas. La segunda foto a color, la última: un hombre caminando por un camino de flores amarillas, una invitación, tal vez para nosotros los espectadores, a caminar con él. ¿Hacia qué? Hacia algo que tal vez no iba a ser bello, pero que en la manera misma en que estaba propuesto, manera tan embellecida, daba esperanza. Las fotos con que Álvaro Restrepo abría el espectáculo hicieron que este se abriera paso a nuestro corazón. No es que se pueda embellecer la violencia esta no es y nunca será bella, pero se le puede conducir a uno a verla, a reconocerla, a admitir que existe, a sufrir con quienes la padecen. Es esta tentativa en sí lo que es bello. Eso y lo que hay que asumir, lo que, como colombianos, tenemos que recorrer.

Luego de las fotos, un laberinto. ¿Colombia en su laberinto? La cámara se iba acercando, mientras los primeros bailarines iban haciendo unos gestos ceremoniales con grandes vigas verticales que parecían tanto metralletas como el palo más largo de una cruz. Y que eran en realidad estacas de viñedos, llamadas bellamente en francés pieux, piadosos, esculpidas en pizarra unas y en madera otras. En sí los movimientos daban ganas de llorar y la música, como de una catedral, envolvía los gestos, les daba profundidad en una rigidez solemne, mientras la imagen del laberinto, ora geométrica y organizada, se volvía rugosa, dentada: veíamos que cada pasadizo del laberinto redondo tenía una infinidad de repliegues en los bordes, de salientes, de recodos. Cada muro del laberinto era en sí un laberinto, y esto retrataba toda la complejidad con la que tenemos que encararnos si queremos darle al conflicto colombiano una resolución. No es solo un laberinto el visible desde lejos, el de las decisiones políticas y que, desde las últimas elecciones, se adivina cada con vez más recovecos, es el laberinto de todas las vidas entretejidas, implicadas, entremezcladas por ello y con ello, de las miles y miles de historias individuales, igual de dolorosas, igual de aguzadas, e igual de únicas que las puntas de ese laberinto. Al final la imagen había sido tan ampliada, con el avance parsimonioso de la cámara haciendo zoom, que ya no se veía nada: si uno se acerca demasiado al caso particular, al de una víctima, al de una injusticia, queda solo el caos: el caos de lo inexplicable, de todo el dolor cometido, infligido y padecido. No se puede hacer una estructura mental de él, un orden, porque no hay ninguno que lo soporte. Y apenas se desbarataba el laberinto, se pasaba a su tercera etapa, a la de deformación total, que hablaba de ese gran hoyo negro que es el dolor vivido, que ahoga, que escuece. Sobre ese dolor ya no hay nada que decir. Pero sí se lo puede bailar. Se lo puede sugerir, por gestos. Se lo puede evocar. Se le puede dar el lugar que se merece, en las representaciones y en las conciencias de los colombianos. Ser conscientes de él es lo mínimo que aquellos que no somos víctimas podemos hacer por ellas, lo mínimo que podemos y debemos hacer en nombre de la paz. Con la obra de Álvaro Restrepo, era imposible desviar la mirada.

Muchas veces, cuando vemos en las noticias o en el periódico imágenes de cuerpos asesinados, colgados, mutilados, desviamos la mirada, porque “es demasiado crudo”. Nos decimos: “No nos va a hacer ningún bien”. Los que tenemos la suerte de no ser víctimas preservamos, o tendemos a preservar, nuestra salud mental y, tal vez, al evitar esas imágenes gore o demasiado explícitas, tenemos razón. Porque verlas “no va a servir de nada”: va solo a desviar nuestra mirada todavía más. Incluso un bailarín (Cristian) lo admitió hablando conmigo después de la obra: muchas veces uno oye de masacres por la televisión y simplemente la apaga, o eso no le llega a uno, solo son números. Pero esta obra y esto es lo que quisiera decir, y por lo que quisiera homenajearla, hace que todo ese dolor le llegue a uno; hace que uno no tenga excusa, que uno no se pueda esconder.

La escena tal vez más fuerte, más dura, fue cuando los bailarines colgaban de vigas, esta vez redondeadas como colmillos gigantes, como cuerpos, como se ha visto tal vez en el imaginario desde niño que los cazadores cargaban al lobo en Caperucita luego de haberlo matado, y con todo lo macabro de que estuvieran cargando así a cuerpos humanos. Y así los cargan. De todas las maneras posibles: primero uno y luego, uno por uno, casi todos los bailarines de la compañía, se volvieron cuerpos de hombres y mujeres asesinados, llevados como un pedazo de carne por los otros bailarines, los que al principio también habían sido colgados, ya muertos, en esas vigas, en lo alto, y transportados sin ninguna dignidad. Cuerpos muertos, amarrados a esos palos en una postura de contorsión, fue en lo que se volvió cada uno de los bailarines, lo que los pasos de su coreografía nos hicieron ver. Parecían torturados hasta después de la muerte: torturados con la absoluta ausencia de dignidad con la que trataban a los cuerpos. Como bultos. Peor. Y aun así, todo era grácil, todo era sobrio. Y por ello no se podía desviar la mirada. Estábamos obligados a ver esas atrocidades, las veíamos más directamente que si viéramos imágenes de un reportaje, fotos hechas por un periodista, dado que estas no las miramos directamente nunca. Entonces, lo que hacía visible la obra de Álvaro Restrepo era más directo que la misma realidad.

Y, empero, era la realidad misma. La realidad de Colombia. La realidad casi insoportable, que, sin inmutarse, esta obra solemne nos obligaba a ver. Y por eso, la admiro.

Al salir de la obra, una conversación con Leopoldo Javier Combariza, arquitecto y compañero de Álvaro Restrepo, dio a luz la idea de la estrella fantasma. Y en esta obra hubo al menos dos. En astronomía, por lo menos en una dimensión poética de ella, si uno quiere ver una estrella bien por telescopio, uno tiene que enfocar otra, que está al lado, para poder ver la primera bien. El arte es como esa estrella fantasma: el ser humano debe mostrar lo que no es, hacer ver algo que no es directamente lo ocurrido, para hacer ver mucho más directamente lo que ocurrió. Las imágenes de los cuerpos colgando de las vigas nos golpearon directamente con todo su dolor, se brindaban a nuestros ojos, quemándolos, haciéndolos ver, haciéndolos abrirse ante lo que pasa sin escapatoria. Y eso es algo que no habría logrado ninguna imagen periodística: llegar así de recto y prolongado a los ojos, golpear así la consciencia, el corazón.

Otra estrella fantasma fue la secuencia de fotos, porque eran arte, porque eran de ese conjunto argénteo de colores que, con esa armonía improbable de composición, nos hicieron ver el horror, hicieron que no pudiéramos despegar la mirada de él mucho más que lo que logran hacerlo las miles de fotos periodísticas. Es porque estamos hablando de seres humanos, no de información. SacrifiXio hizo ver eso: que la guerra se trata de seres humanos y es por eso que es desgarradora. Hizo ver la destrucción de lo humano, que nunca es puesta en escena, porque al reportar, un noticiero ya está convirtiendo las vidas en números o en manchas borrosas; eso y la destrucción de lo sagrado, que es lo que está ocurriendo y ha ocurrido durante casi 60 años en el país (unas palabras para el hecho, recientemente descubierto, de que militares estuvieron implicados en los últimos asesinatos de líderes sociales…).

La música de la obra, sin embargo, lo decía: Basta ya. Y esos coros atronadores de Basta ya se sumaron a imágenes de la obra que el Colegio del Cuerpo había creado en el 2010: Inxilio. Otra vez la x, en la mitad de la palabra, como la crucecita en la mirilla de un arma, algo que señala el punto exacto hacia el cual apuntar. Inxilio: una obra sobre los desplazados, centenas de personas caminando parsimoniosa, dolorosamente, representando el exilio de su gente en el interior mismo de un país. Yo la había visto en el 2010. Bailarines, voluntarios y desplazados reales todos participando a crearla, a crear ese movimiento humano. Y con los movimientos de los bailarines había pensado que, extrañamente, un montón de seres humanos que mueven sus cuerpos de manera organizada, en sincronía, bajo la restricción de los pasos pensados y concebidos con antelación, dan mucha, muchísima impresión más de libertad que la misma cantidad de seres humanos que se mueven “libremente” para todas partes, que corren caóticamente, que se desplazan sin orden ni concierto. Y esa revelación me había impactado: la libertad es no el orden, como lo dice la divisa del país, no el orden impuesto, sino el poder organizarse para crear algo con significado. O tal vez eso es simplemente la humanidad. El ser humano se vuelve humano a través de lo sagrado: a través de lo sagrado que ocurre en el seno de cada cultura, por medio del ritual. SacrifiXio fue un ritual gigante, y un intento de hacer que regrese una mirada humana sobre esta guerra: un recordatorio de que siempre es, y se ha tratado, de gente, de gente sufriendo, de gente real, y conmovedora hasta el grado de lo insoportable, como la cantaora de alabaos Rosalba Martínez de García, que hizo su aparición en medio del desarrollo del ritual. Ojalá este recordatorio sirva para presionar a las autoridades, para que no traten a la ligera esta paz; para que se den cuenta y tengan respeto por ellos, por el esfuerzo interno de miles de seres humanos que han tenido que soportar lo indecible y, además, han sabido perdonar.

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SacrifiXio también habla del perdón y de las víctimas. Había tenido la suerte de ver dos obras de Álvaro Restrepo con Cuerpo de Indias en París: en una, Animal Family, los distintos integrantes de una familia, cada uno caracterizado por ella (y portando) la máscara de un animal, terminaban intercambiándose las máscaras. Acá, en SacrifiXio, ocurrió un movimiento parecido, pero con las conchas. Las conchas, que representan el misterio, lo femenino, la intimidad, pero también lo oceánico, lo inconmensurable, servían de máscaras a las mujeres-víctimas, que habían llorado a sus muertos cubiertos por una tela blanca sobre el escenario. Y la belleza de esa imagen fue sobrecogedora: todos podemos ponernos el dolor de todos, así como cada una se ponía la máscara de caracol de su compañera y se la pasaba a la siguiente mujer. Todos, y es lo que deberíamos hacer, en un ejercicio de unión y a la vez de proximidad: si acudimos a la persona más cercana y le pedimos que nos la cuente, y si estamos dispuestos a escuchar, todos podemos vestir la historia del otro, sentirla, comprenderla, y querer curar a la persona que la padeció. Y esa unión, esa cadena de caracoles pasados de cara en cara, que no enmascaraban sino develaban el parecido entre todos los humanos, entre todas las víctimas —porque cada persona, en su historia y en el dolor que ha sentido, tiene algo oceánico, una inmensidad, y la misma pureza, la misma pureza del cariño coartado, de los duelos que se hacen eternos— era algo sobrecogedor. Gracias por la propuesta de pasarnos entre todos el mismo dolor.

Al salir de la sala, oí a una mujer diciéndole a otra: “¿Pero le gustó? A mí lo que me gustó fue el coro”. Sentí la rabia bullir dentro de mí mientras se dibujaba, a mi pesar, una sonrisa. Esta no es una obra que a uno le pueda gustar o no; preguntárselo es un error de categoría. A nadie le gustan la violencia y el dolor, la guerra y la tortura, la pérdida, el duelo. Y la obra SacrifiXio muestra la violencia y el dolor, la guerra y la tortura, la pérdida y el duelo que Colombia a través de estos 60 años de conflicto armado ha tenido que vivir. Los muestra abiertamente, abruptamente, francamente, pero con una sutileza que es necesaria para esa misma franqueza, o para que esa misma franqueza opere: para que el horror, el dolor y la belleza nos lleguen directo al corazón.

Y, por encima de todo, SacrifiXio muestra la gravedad, la urgencia de la paz. Muestra que la paz es urgente para esos millones de víctimas que hicieron el esfuerzo de perdonar a sus victimarios, porque no le desean a otras madres, a otros hermanos, otros hijos, que les pase lo mismo; fueron humanos. Ojalá nuestro gobierno sepa serlo también. Ojalá que no se abra paso el pensamiento desalmado, y esclavo, de las luchas de poder. El pensamiento que pasa por alto la humanidad, lo profundo, lo incalculable de cada víctima, de cada pérdida, de cada historia. Tomarlas en cuenta, abrirse al hecho de que existen, así rápidamente duela de manera inconcebible, es ser humano y ser libre. Y también el ser humano consiste, o eso me pareció viendo la obra del Colegio del Cuerpo, en ser capaz de crear cosas que tengan un significado, configuraciones nuevas con símbolos, con el cuerpo, con el cuerpo como símbolo que cargan, que crean significados. Es a través de lo sagrado que la cultura en el sentido más primitivo del término: ritual, misa, reunión de personas alrededor de un rito y de un significado común nos vuelve humanos. Y los cuerpos aquí son sagrados, manifiestan, por su poder artístico, semántico, místico, su sacralidad. Y ello nos hace ver cuánto más es horripilante que la violencia pueda matar todos esos cuerpos, segar trayectorias, impulsos, núcleos de posibilidades de amor, de vida y de significación. También de creación continua, con todo lo misterioso que conlleva el pensar en que todo ser humano, con su cuerpo, puede crear. Los bailarines, con la composición, con la creación, con sus cuerpos creadores de sentido, consagraban la más alta posibilidad que tiene en ella misma la humanidad.

La obra también es dura, oscura, por situarse después de la elección presidencial: el horror que uno siente ante las atrocidades que la obra nos fuerza a ver crece al uno pensar que tal vez el nuevo gobierno no vaya a darle paso a la paz. Pero por ello mismo SarifiXio es un manifiesto que urge a salvar la paz a toda costa, por respeto al esfuerzo interior que las víctimas hicieron para perdonar las atrocidades que, tan sin filtro, podemos ver. A consagrarla política, geográfica e íntimamente: en la intimidad de cada colombiano, que puede sentirse en relación con eso, ligado a eso por un cordón vivo y palpitante, que es el de la humanidad.  

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Les agradezco a todos, a todos los que participaron en esa creación colectiva: a Piter y a Leopoldo, que me acogieron con su conversación apenas terminó la obra, conversación de la cual este texto contiene mucho; a Cristian, por compartir conmigo sus orígenes como bailarín, que se arraigan en el hip hop; gracias por su afabilidad completa, su entereza, su profesionalismo, a Alex, quien no había pensado nunca en ser un bailarín, pero que aterrizó de niño en el Colegio del Cuerpo por una convocatoria y me sorprendió al confiarme que lo que lo había enamorado del Colegio del Cuerpo era el método, la pedagogía. Por ello lo admiro aún más. Gracias al Colegio del Cuerpo, a Álvaro Restrepo y a Marie-France Delieuvin por ofrecerle a tantos niños esa posibilidad de ser humanos, de llegar por medio de la expresión y del arte, del organizarse para crear sentido, para crear pasos sagrados a lo más profundo de lo humanidad. Y gracias por sus coreografías, que quitan el aliento, que elevan, que son de lo sublime, de lo inefable, encarnado en la realidad. Gracias a Mauricio, que me enamoró perdidamente cuando lo vi bailar en un vestido de mujer de encaje negro con hombreras color verde satinado en una sala de París; a Ana María, que resucitó a una amiga mía muerta de entre los muertos, y volvió sus despiadados y espigados gestos realidad, solo para luego destruir esa frialdad vista en escena con su calidez profunda, y devolvernos a todos au présent.

Quiero agradecer, por último, que la impresión que me quedó de SacrifiXio fue menos la del horror y más la de la fiesta en su sentido profundo humana que hubo luego: la del conjunto de seres humanos reunidos, pujando, luchando por la paz y celebrando esta etapa de su lucha; la esperanza, el coraje, la cordialidad.

Tal vez lo más real fueron las conversaciones, la parole vivante justo luego del acto. Para quien no pudo verla, esta obra merece muchas prolongaciones en palabra, urge por una consagración en pensamiento. Y Colombia necesita que esa urgencia sea vuelta realidad.

* Licenciada en Filosofía de la Universidad de la Sorbona, Paris 1. Actualmente cursa la maestría de Filosofía Contemporánea en la misma institución.