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La entrada del MAMBo el 28 de febrero de 2017. Foto: León Darío Peláez.

MUSEO DE ARTE MODERNO DE BOGOTÁ

El nuevo MAMBo se parece mucho al viejo MAMBo

Si bien hay que reconocer los esfuerzos de la nueva administración, lo cierto es que, en términos curatoriales, en las estructuras profundas del lugar, y en las relaciones de poder que gobiernan las instituciones sigue habitando el viejo museo.

Halim Badawi
30 de marzo de 2017

Una ola de renovación recorre los principales museos de arte moderno de Colombia, instituciones nacidas en las décadas de 1950 y 1960, dedicadas al arte de su tiempo e impulsadas por el proyecto modernizador que entonces vivía el país. Estos museos ayudaron a consolidar una escena del arte potente, que hasta entonces parecía restringida a los circuitos de las pocas galerías comerciales. Estas instituciones acompañaron el surgimiento de la vanguardia moderna colombiana, esa que tanto enorgullece al país, de la que hicieron parte Fernando Botero (hasta 1970), Alejandro Obregón (hasta 1970), Guillermo Wiedemann, Eduardo Ramírez Villamizar o Édgar Negret. Los museos de Bogotá, Medellín y Cali lograron construir sus sedes a pesar de la desidia del gobierno; y los museos de Barranquilla y Cartagena contaron con sedes provisionales en edificios no pensados originalmente como museos.

En 2009, el Museo de Arte Moderno de Medellín (MAMM) trasladó su sede del pequeño edificio de ladrillo que poseía en el tradicional barrio Carlos E. Restrepo, a una vieja fábrica industrial rehabilitada, antiguamente Talleres Robledo, en la zona Ciudad Río. No contento, el MAMM construyó un nuevo edificio conexo, inaugurado en 2015 gracias a la gestión de recursos públicos y privados. Actualmente el museo cuenta con un buen equipo curatorial y desarrolla exposiciones con fuerza contemporánea. Por su parte, el Museo de Arte Moderno de Barranquilla, que funcionó durante años en un viejo edificio prestado al norte de la ciudad, con espacios reducidos y techos bajos, logró construir una nueva sede en el Parque Cultural del Caribe: un edificio diseñado por el arquitecto barranquillero Giancarlo Mazzanti, que abrirá sus puertas a finales de 2017. El Museo cuenta con un programa de exposiciones y adquisiciones, y una colección en crecimiento permanente.

Sin embargo, la historia reciente del Museo de Arte Moderno de Bogotá (MAMBo) parece otra. En enero de 2016, fue anunciado públicamente que Gloria Zea, después de 47 años como directora de la institución, se retiraría de sus funciones. El cargo fue asumido por la artista y gestora cultural Claudia Hakim, creadora del espacio cultural NC-Arte (perteneciente a la Fundación Neme), destacado por su singularidad en la escena contemporánea bogotana y por la realización de exposiciones nacionales e internacionales con alto nivel de profesionalismo. El MAMBo heredado por Hakim tenía serios problemas de financiación y legitimidad: varias exposiciones gestionadas por Zea desataron polvaredas inéditas en el mundo del arte bogotano, no porque representaran una apuesta crítica del museo, sino por su complacencia neoconservadora. Este fue el caso de una exposición dedicada a la muñeca Barbie, realizada a mediados de 2003 y coorganizada con la empresa Mattel, situación que desató una barahúnda de críticas a la gestión del Museo. En su momento, la artista y curadora Beatriz González acusó a la institución de “prostituirse”, y rompió relaciones con la dirección; Ana María Lozano, entonces curadora, dimitió de su cargo; se publicaron sendos artículos en contra del trabajo del museo en medios de comunicación y en la página de crítica en línea Esfera Pública; y muchos artistas rompieron relaciones con el museo, una situación que trató de enmendar Hakim luego de posicionarse, en 2016, al ofrecer un desayuno a los artistas que tienen obras en la colección.

Desde 2003 hasta hoy, al MAMBo se le ha acusado de múltiples cosas: la primera, de tener un edificio con serios problemas de diseño, no pensado para su función de museo. En este sentido, recordemos que el edificio del MAMBo fue terminado en 1985 por el arquitecto Rogelio Salmona, fallecido en 2007, quien siguió a rajatabla los principios estilísticos de “su propia” arquitectura, una arquitectura de autor claramente autocomplaciente: si bien cualquier museo necesita muros lisos y diáfanos para colgar adecuadamente los cuadros, Salmona optó por dejar los muros y pisos en ladrillo a la vista (esto, como afirmación de su “propio estilo”, caracterizado por el ladrillo visible, a pesar que en algunos lugares resulte antitécnico o inútil). Ante las críticas, en algún momento, felizmente, Zea decidió recubrir los muros con drywall. Esta situación, unida a la gran cantidad de esquinas y recovecos, sótanos con filtraciones de agua y ventanas con luz solar directa (los cuadros sólo deben recibir luz natural controlada o luz artificial), le generó serios problemas funcionales al museo.

Adicionalmente, se ha acusado al MAMBo de un sinfín de cosas: de tener reservas de arte con problemas graves de humedad, de daño irreparable de ciertas obras donadas por artistas (u obras prestadas para exposiciones temporales), de sesgo en la gestión curatorial del museo (el curador preferido de la institución ha sido el crítico Eduardo Serrano, que si bien jugó un papel clave en la década de 1970, su gestión a partir de los años noventa ha sido cuestionada de muchas formas), de funcionar como una galería en la que eventualmente pueden venderse obras presentadas en exposiciones temporales (lo que ocurrió especialmente, según algunos testimonios, con las curadurías de Serrano), de intentos de venta de obras de la propia colección del museo para obtener recursos, de problemas administrativos en la gestión curatorial de las exposiciones temporales, de falta de transparencia en la gestión, de cacicazgo y de un grave hueco presupuestal. Como si fuera poco, el llamado ‘Carrusel de la Contratación’ afectó indirectamente al museo: la construcción del Parque del Bicentenario, una plataforma elevada que uniría el museo con el Parque de la Independencia, estuvo paralizada durante mucho tiempo y tardo siete años en terminarse.

Este es el museo que heredó Claudia Hakim, o al menos este era el museo que estaba en la cabeza del sector más crítico del arte bogotano. Durante el primer año de gestión de la nueva dirección, hubo algunos intentos de poner en cintura al museo y de mejorar sus instalaciones: se cambió el acceso principal al costado oriental, esto, para conectar la institución con el ya terminado Parque del Bicentenario; se hicieron trabajos de pintura; se prestó una escultura de la colección del museo, realizada por Eduardo Ramírez Villamizar, para decorar el Parque del Bicentenario, lo que proyecta el patrimonio institucional más allá de su predio; se publicó el libro de la colección (un trabajo que venía desarrollándose desde tiempos de Gloria Zea); se cumplió con los artistas y se llevaron a cabo las exposiciones temporales heredadas de la dirección anterior (como la de Ángel Loockhartt, por ejemplo, que estuvo en riesgo de congelarse); se mejoraron las relaciones con la Alcaldía Mayor de Bogotá; y han habido esfuerzos por conseguir recursos frescos para sanear el museo.

Así mismo, parece seguir en pie el proyecto de ampliación en el lote contiguo (actualmente ocupado por un parqueadero y, los domingos y festivos, por el tradicional Mercado de Pulgas San Alejo). Lo que no es claro en el proyecto de ampliación, más allá de su financiación, es si se optará por construir el antitécnico, anacrónico, póstumo y autocomplaciente proyecto arquitectónico de ampliación que dejó (en planos) Rogelio Salmona antes de fallecer en 2007, hace una década. Esta pregunta es necesaria porque cualquier ampliación debería responder a un concurso público internacional, fresco, democrático, de méritos, abierto, sin cargas heredadas y vigilado por la Sociedad Colombiana de Arquitectos. Tampoco queda clara la forma en que se incorporará al diseño el valioso mercado de pulgas que se realiza los domingos en el lote contiguo. Construir un nuevo edificio para la ampliación no tiene por qué ir en contravía con los intereses (económicos, culturales y patrimoniales) de los vendedores, por el contrario, puede ser un proyecto que vincule y ayude a potenciar el nuevo MAMBo.

Igualmente, en el nuevo MAMBo, el valioso centro de documentación podría jugar un papel fundamental en la activación crítica y el desarrollo investigativo de la institución. Los museos no sólo son escenarios para la vida social, para fiestas y alquilar espacios, también son proyectos intelectuales que ayudan a ampliar críticamente las fronteras de la sociedad, especialmente de una sociedad como la colombiana, tan dolida por la desmemoria, la falta de educación, el eufemismo, la violencia y el olvido. A pesar de los esfuerzos y expectativas relativas a la renovación anunciada, hace unas semanas se inauguró la primera exposición gestionada por la nueva dirección, y ante ella, la pregunta que surge es: ¿existe una nueva apuesta del MAMBo como proyecto intelectual? ¿La transformación curatorial anunciada, efectivamente ocurrió? ¿Es una transformación de fondo?

Obra de Jim Amaral en el MAMBo en febrero, 2017. Foto León Darío Peláez

La exposición de Olga de Amaral y Jim Amaral, y la curaduría de Eduardo Serrano.

Las exposiciones que iniciaron la nueva era del MAMBo (que son las primeras exposiciones no heredadas por la nueva dirección y además las primeras exposiciones de 2017), se titulan De la línea al espacio, dedicada a la obra de Olga de Amaral, y la segunda, Recuerdos del futuro, dedicada al trabajo de su esposo, Jim Amaral. Simultáneamente hay una muestra del trabajo de Ricardo Cárdenas. La curaduría de todas estas exposiciones, en los tres pisos del museo, las realiza nuevamente Eduardo Serrano, el curador escogido a dedo históricamente por el museo para desarrollar exposiciones desde la década de 1970 hasta nuestros días. Si bien una de las demandas del campo del arte bogotano a la dirección Zea fue, desde siempre, la democratización de la curaduría de la institución, la nueva dirección decidió no variar un ápice las líneas que guiaron curatorialmente la administración anterior.

Sin desconocer el mérito intrínseco al trabajo de Olga de Amaral (artista y artesana con una obra verdaderamente significativa afianzada desde la década de 1970), y sin hacer referencia específicamente a su trabajo (cuya belleza es inevitable reconocer), lo cierto es que la nueva exposición no representa ninguna apuesta novedosa en términos curatoriales, críticos, intelectuales, poéticos o políticos: no hay revaloración de artistas olvidados, no hay investigación histórica inédita, no existen nuevas aproximaciones historiográficas, sólo se repite la misma divagación formalista, anacrónica y acrítica alrededor de la producción de artistas como Olga y Jim, quienes más allá de estar unidos por el matrimonio, cuentan con una obra que poco o nada tiene que ver entre sí, situación que no queda enmendada, al menos teóricamente, en el planteamiento de la exposición. A diferencia del Museo La Tertulia de Cali, que asumió riesgos críticos en exposiciones que revaloraron artistas olvidados como Fernell Franco, Ever Astudillo o los de Ciudad Solar, o del Museo de Arte Moderno de Medellín, con exposiciones sobre Antonio Caro, Álvaro Barrios o el portafolio de grabados AGPA, el MAMBo se decantó por los territorios más seguros del pasado ya conocido.

Las nuevas exposiciones no lanzan al aire una flecha que apunte hacia una dirección distinta a la que apuntaron los últimos diez años de la administración Zea. Por el contrario, la nueva dirección acoge al viejo curador y a dos artistas que cuentan con una amplia y reconocida trayectoria, sin asumir ningún riesgo en términos de revaloración o apuesta. De hecho, el texto que inaugura las salas del museo hace referencia a la obra de Olga en términos circulares, que no dicen nada, apelando a sus “valores formales”, su “exquisitez”, su capacidad de “atrapar la atención”, de “incitar a un regodeo sensual” y la inútil referencia a la sublimidad de las obras expuestas, reencauchando las preocupaciones propias del lenguaje pseudopoético de cierta crítica modernista de la década de 1970 y 1980. No aparecen por ningún lado las preocupaciones académicas de nuestro tiempo, como la interpretación del trabajo de Olga a la luz del trabajo femenino, las luchas de poder que implicó su ascenso en el panorama artístico, incluso aspectos técnicos o estéticos que ameritan una reflexión profunda, o su trabajo colaborativo con artesanos. Por su parte, en la exposición de Jim, Serrano escribe un texto sobre la línea, que nada revela sobre las estructuras profundas de sus dibujos y esculturas.

Tal y como lo haría una galería comercial, el MAMBo decidió presentar solamente obras recientes de Olga, no las obras del período que históricamente reviste mayor interés: es decir, las décadas de 1970 y principios de los ochenta. De hecho, la exposición del MAMBo parece una versión a mayor escala de la exposición comercial curada por el mismo Eduardo Serrano en la Galería Casa Cano, llamada Estados presentes, realizada a finales de 2016. Este parecido no deja de generar cierta curiosidad con respecto a las intenciones comerciales que pudieran estar implícitas en el nuevo despliegue expositivo a gran escala, intenciones que, de existir, podrían viciar una apuesta histórica y crítica más contundente.

Si bien hay que reconocer los intentos de la administración de Claudia Hakim por darle una nueva cara a la institución y fortalecer las relaciones con los artistas que, en el pasado, tuvieron confrontaciones directas con el museo, lo cierto es que, en términos curatoriales, en las estructuras profundas del museo, y en las relaciones de poder que gobiernan las instituciones y que devienen en que se haga una cosa u otra, sigue habitando el viejo MAMBo, un mambo que se baila al mismo ritmo, con el mismo pase. Habrá que darle al museo un tiempo más para analizar su proyecto, para hacer la transición completa, para sanear sus deudas con el pasado, deudas que parecen no sólo ser económicas, también intelectuales, políticas y críticas.

*Crítico de arte.