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Poesía y música: una droga gratuita que invita a cerrar los ojos y a callar por unos minutos. José Fernando Aramburo cuenta sobre su visita a la instalación sonora 'Tratado de alas'.

José Fernando Aramburo
3 de mayo de 2018

En el semáforo que está a la altura de Los Héroes -cuando se viaja de norte a sur- se presenta periódicamente una acción corta: un transeúnte descalzo, vistiendo apenas un taparrabos y un penacho sobre su cabeza, sostiene con su mano derecha una lanza de su misma estatura, mientras la otra permanece abierta a la altura de las ventanillas de los conductores que caen en esa trampa vial. El actor aparece pintado –accesorios incluidos– con una pintura dorada, escarchada. Apenas se detiene la primera fila de auto-espectadores cautivos, el personaje inicia su recorrido con adusta firmeza. El conductor del taxi –en el que a esa hora me dirigía a la Universidad Nacional– se rió a carcajadas apenas lo vio. Le dio un par de monedas. Pensé en ese performance de Beuys en el que –con su cara cubierta de polvo de oro– le habla al oído a un conejo muerto mientras recorre una galería de Düsseldorf. Pero este personaje era un Beuys en su versión más callejera, austera y universal: sobre todo sin conejo y sin tener que explicarle nada a nadie. Recibía las monedas –y los ocasionales billetes– de un público que con su desinteresada contribución asegura la permanencia del número, la supervivencia del performance y su posterior éxito –dentro de su naturaleza como espectáculo de esquina–. No sé si esta anécdota pueda servir para describir la naturaleza de la actividad artística o simplemente funcione como relleno, pero eso ya no importa.

En fin, fui a la inauguración de la instalación sonora titulada Tratado de Alas la semana pasada. La exposición, como reza en la página web del museo, fue “comisionada y producida por la Universidad Nacional de Colombia, en colaboración con la Casa de Poesía Silva”. La instalación sonora consiste en segmentos de poemas leídos por Carmenza Gómez y Humberto Dorado. Los poemas han sido intervenidos por los músicos/artistas sonoros Miguel Navas, Juan Forero y Pedro Alejo Gómez. Cuando se entra al museo, lo primero que llama la atención es una inmensa cortina de terciopelo que limita el espacio. Hay una mesa sobre la que descansa una pantalla inmensa de computador, además de algunos aparatos que nunca había visto. En el centro hay un grupo de mesas con sus respectivas sillas para que la gente se siente a disfrutar el espectáculo; en la puerta estaba yo, sin saber con certeza cómo abordar este género expositivo sin ser visto como un torpe novato (es decir, moviéndome torpemente por la sala sin saber en qué lugar hacerme). El audio de los poemas leídos por los célebres declamadores es intervenido por todo tipo de sonidos-ruidos que iban y venían: viajando de un lado a otro, circulando, intensificando y desvaneciendo. Cuando en un verso se escuchaba la palabra “pájaros”, sonaba en el fondo cantos de aves digitalizados que se tornaban sonidos metálicos y rechinantes; cuando en el verso se mencionaba la palabra“ eco”, se podía oír el poema repitiéndose coquetamente, como si se tratara del segmento de Plaza Sésamo en el que la palabra clave es la misma: “eco”.

También se podían reconocer segmentos de John Cage dentro de estas composiciones/intervenciones sonoras. Los visitantes cerraron los ojos para dejar que el sonido produjera su magia de droga gratuita. Como si se tratara de un spa cerebral, los poemas intervenidos parecen capaces de acariciar la materia gris de los estudiantes y otros visitantes. La iniciativa de la Universidad y la Casa Silva se puede entender como un intento de llevar la poesía a territorios espectaculares, como de juego pirotécnico, a un público sometido a la dictadura de la multimedia en tiempos donde el déficit de atención es la norma. El espacio prácticamente vacío impone la necesidad de cerrar los ojos para sentir. El artificio juega el papel de traductor simultáneo.

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El arte sonoro hace parte de ese tipo de expresiones que se podrían definir como artes mixtas o derivadas. En este caso, se podría decir que su origen está más cerca de la música que de la acción. Esta naturaleza híbrida hace que no sea del todo fácil abordar este tipo de piezas, lo que resulta una pesadilla para el esteta que todos tenemos dentro, pero una dicha para el niño interior. No en mi caso: como mi niño interior es enfermo y senil, estos experimentos siempre me causan nerviosismo y ansiedad. Creo que la poesía es esencialmente un lenguaje musical, así que veo en esta reiteración una especie de paliza a la sutileza; aunque, por otro lado, creo firmemente que cualquier iniciativa que invite a las personas a cerrar los ojos y a callarse por unos minutos será siempre motivo de ovación de pie en mi mundo. La instalación ganaría mucho en su capacidad de inmersión con menos luz que la que inunda el museo, y que deja ver el tinglado del experimento: cables, aparatos, ordenadores y parlantes, además de las caras esforzadas de los oyentes. Alguien me contó que había sido pensado de esa forma para evitar que se convirtiera en espacio de lascivia estudiantil, como habría sucedido precisamente con una instalación anterior –esta sí a oscuras que hizo las delicias de los amantes furtivos dentro del campus, lo que me hizo pensar que posiblemente hay un déficit de lugares para el ejercicio del amor y al mismo tiempo sobran para exhibir arte. En todo caso, es muy satisfactorio ver cómo la Nacional apuesta por una programación variada y que apunta a un público general, haciendo posible presenciar formatos expositivos de gran valor, que trascienden la manía de mirarnos el ombliguito posconflictivo y sobre todo ignorante de nuestras amplia riqueza cultural.

¡Viva la Nacional      

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