Gihan Tubbeh es joven, pero tiene un estilo definido, caracterizado por las figuras borrosas, los contornos difuminados, la velocidad lenta. Esa técnica produce dos efectos: que las figuras se vuelvan irreconocibles, casi fantasmales y, al mismo tiempo, que se multipliquen en el espacio, o que parezca que todavía se mueven en él. Muchas veces, Tubbeh retrata la parte. Sugiere una escena, un gesto. Prefiere que de sus protagonistas aparezca un fragmento. Los tonos oscuros y el contraste –sobre todo en sus fotografías en blanco y negro– logran producir angustia, horror, erotismo; una gama de reacciones que pueden ir de la esperanza al dolor, de la belleza a la decadencia. Hablamos con ella sobre su estilo, y sobre la fotografía como una herramienta para conocer el mundo, y para cuestionarlo.

¿Cómo empezó a tomar fotos?
Hacer fotos fue una consecuencia de la forma como me criaron. Crecí en una familia muy conservadora, y por eso en la adolescencia sentí curiosidad por temas no tocados. Cuando todavía era chica, fui a conocer un asilo de ancianos, y luego un hospital psiquiátrico estatal. Allí empecé a escribir cuentos. Me gustaba escribir, inventarme cosas. Poco a poco el tema de la enfermedad mental empezó a afectarme. Me di cuenta de que es un tema más tabú que otras problemáticas sociales. Para reflejar de alguna manera esa realidad, empecé a tomar fotos. Al comienzo eran cualquier cosa: del hospital tal cual era, de las necesidades que tienen los enfermos. Luego me encariñé tanto con los pacientes que más o menos a los 20 o 22 años me quedé haciéndoles fotos. Pasó por accidente. En ese entonces quería estudiar Artes plásticas, luego Literatura y luego Cine. Pero mis padres no querían que fuese artista. Al final me metí a Comunicaciones y empecé así a estudiar Cine. El trabajo en grupo, sin embargo, no era lo mío. Fue con la cámara que me sentí cómoda.
¿Con qué frecuencia iba al hospital?
Al principio iba todas las semanas, una o dos veces mínimo. Iba sobre todo los domingos, para asistir a la misa católica del hospital. Mis papás me cuestionaban eso porque yo no iba a su misa. Pero para mí era clave asistir a la del hospital porque ahí, de alguna manera, me di cuenta de que la enfermedad mental era una cosa de extremos: si la creencia es verdadera, es ultra verdadera. Los pacientes la viven como los niños: con absoluta libertad.

¿Y cuál es la misa de sus padres?
Mi padre es árabe, nació en Jordania y es cristiano ortodoxo. No es musulmán, pero aun así las ideas, los valores, el tipo de crianza son muy estrictos. Y mi madre, que es peruana, viene de una familia católica y muy conservadora.
Ha expuesto a lo largo y ancho del globo terráqueo. Cómo es eso de moverse tanto por el mundo; cómo se relaciona ese trasladarse con su trabajo en lo que retrata, más que en términos expositivos.
La mayoría de mis trabajos son sobre temas universales, y no necesariamente están centrados en una ubicación geográfica. Bueno: Adrián [un niño con autismo que Tubbeh fotografió en una serie por la que recibió un premio World Press Photo] es una persona, entonces obviamente su serie ocurre en un lugar. Amor del bueno es sobre las mujeres que adoptan animales en Cuba. Pero Noches de gracia, por ejemplo, sucede en Berlín, España, Lima, Argentina. Voy mezclando porque me gusta tocar temas humanos y universales. No busco crear narrativas concretas y lineales: escojo un tema que nos puede afectar a todos. Mi trabajo es muy psicológico. Siempre se inclina hacia el lado de las contradicciones del ser humano, de las emociones: el apego, el desapego, el querer pertenecer y no pertenecer, el querer estar solo pero necesitar a alguien. Si tengo que resumir, mi trabajo es sobre las emociones que se contradicen, los sentimientos encontrados, las ambigüedades.
El tema de las enfermedades es una constante, y no solo las mentales: también el cáncer, la drogadicción, las pulgas en los perros. ¿Por qué el interés?
Porque soy súper conservadora, aunque no parezca. Y me atrae todo lo que no soy yo. Con mi fotografía intento preguntarme por qué todo lo que está vetado, todo lo que es tabú, es lo que está mal. Quiero encontrar el lado hermoso del horror y el horror en lo bello. Quiero cuestionar también por qué lo perfecto es necesariamente lo bueno. No es que me atraiga el dolor, pero quiero saber por qué sucede, o por qué las personas se permiten a sí mismas sentir dolor.

¿En qué trabajo se hace visible ese tipo de búsqueda?
En Amor del bueno: mujeres que tienen un amor incondicional por los perros, gatos, animales en general. Cuánto sacrificio hay en dormir en una casa de tres por tres, con 45 perros y una peste terrible, sin nada de dinero. Con ello quiero encontrar, primero, por qué la mayoría de las personas que lo hacen son mujeres. Y segundo, por qué se sacrifican. Hay algo más ahí, y eso siempre es lo quiero entender. También quiero comprender por qué una mujer trabaja como prostituta. Hay razones fáciles, como la necesidad de dinero. Una mujer me dijo que quería que su hija recibiera un tratamiento para la neumonía. Trabajaba hasta las once de la noche, todo el mundo la miraba, la tocaba, pero ella no se involucraba con nadie sexualmente. Otra me vino a decir que ella estaba esperando enamorarse, que estaba esperando el amor de su vida eternamente. Otra señora de 60 años me dijo que es tan insegura, y que lo fue desde tan chica, que solo en ese trabajo encontró que le dijeran “bella”, “rica”. La pregunta es, entonces, por qué señalamos con el dedo; por qué las llamamos “sucias”. Siempre hay algo mucho más profundo, menos visible, con lo que además nos podemos identificar: nuestra fragilidad, vulnerabilidad, inseguridad. Todos somos humanos. Aun teniendo eso tan claro, tengo un conflicto con cómo mostrar las cosas, porque sé que el lenguaje visual es muy fuerte.

¿Es por eso que en sus fotos hay cierta dislocación de la imagen, figuras desenfocadas?
Sí. La velocidad lenta, y esta manera medio difusa de mostrar las cosas, hace que no se vea tan tosco. No quiero poner nada en concreto. Quiero que la gente, cuando vea las imágenes, sienta algo. Que se le mueva algo. Pero el conflicto real está en el hecho de que quiero tratar de imprimir la ternura que siento por los personajes que me encuentro, pero soy incapaz de usar tonos pasteles. Prefiero la noche. La luz muestra demasiado, muestra detalles que no quiero mostrar, como su identidad, como lo que están haciendo exactamente. Por eso me obligo a estar en lugares donde todo es más ambiguo. Eso te lo da la noche.
Te lo da la noche y te lo da precisamente aquello de difuminar la imagen. ¿Cómo se logra eso técnicamente?
La noche misma no me permite tener fotos iluminadas, fijas. Pero además, ese lenguaje parte del error. El error se convirtió en mi recurso. Cuando tenía 20 años, no tenía ni idea de lo que era la fotografía, no la había estudiado, y tenía que tomar fotos en el hospital. Miraba fotógrafos que admiraba y sigo admirando, como Sebastián Salgado, que tiene una finura en la composición. Mis fotos se inclinaban más o menos hacia lo mismo: un encuadre perfecto. Años después, abrí una carpeta de unas fotos que tomé cuando no sabía usar el flash ni sabía enfocar –todavía no lo sé hacer muy bien–. En esa carpeta de repente vi una foto que me hizo abrir los ojos. Deseché el resto. Me di cuenta de que ese lenguaje, de que esas fotos erradas y accidentales, dialogaban mucho mejor con el tema del delirio nocturno. Reflejaban su energía, las emociones. Me sentí tan cómoda con eso, que empecé a salir en las noches. De ahí surgió otro trabajo larguísimo, de años, que se titula Noches de gracia y que gira alrededor de todo lo que inspira la noche en el sentido más decadente. Aún así, dentro de la noche siempre hay una pequeña gracia. Eso es lo que yo he vivido con la gente que he conocido. La noche es picante, da miedo pero da curiosidad. Es una cosa que se mueve entre la gracia y el dolor.

Usted, por lo visto, intenta conocer a quienes retrata, crear algún vínculo.
Totalmente. Cuando no rompo el puente, no hay foto. Lo que suelo hacer es conocer a las personas antes de sacar la cámara. Hablamos de cualquier cosa, el hielo se rompe, la cámara se vuelve invisible. De pronto la saco, se las doy, me empiezan a fotografiar a mí. Eso es lindo, porque atesoro momentos muy chéveres con la gente.
¿Con una persona como Adrián, cómo fue eso? ¿Cómo se sentía él con la cámara?
Varios días fui a su casa sin sacar la cámara, hasta que se acostumbró a mí, a mi presencia, como si fuese otra de las nanas que lo cuidaban. Antes de tomar las fotos tenía que entender, sentir como él. También tuve un poco más de cuidado porque era un niño, y me daba mucha ternura. Era tratar de ingresar a un mundo al que era muy difícil acceder, pero era maravilloso y especial. Él se acostumbró a mí y empezamos a jugar. Me volví una niña. Eso es precisamente lo que suelo hacer, convertirme en cómplice de la otra persona. También creé ese tipo de vínculo con un punk anarquista venezolano que llego al Perú. Comía como él, salía con él… Lo seguí por tres años. De repente se convirtió en un hombre que terminó enamorándose de alguien, cosa que, me decía, “jamás le sucedería”. No es tan fácil llevar una vida aislada, quedarse en la casa, salir a tomar fotos y de repente esperar conectarse con un tema. Para mí tiene que ser un proceso largo: conocer el mundo de los protagonistas, comprender su historia.
Entonces la fotografía para usted es una forma de comprender el mundo.
Totalmente. Es una herramienta para acceder a ciertos lugares, y creo que eso es lo que me llama. No me atrae contar, dar tanta información. Me gusta generar alguna pregunta y no tantas respuestas, quizás.
Es como si las fotos terminaran siendo solo el punto final, el producto visible.
Sí, son el producto final de un proceso largo y rico.

Y si pensamos en el taller que está dictando en Medellín, cómo es estar de ese lado, guiando el proceso de otros fotógrafos.
Es intenso pero muy interesante. Aprendo cuando empiezo a editar, y a veces tengo que tratar de pensar como el otro. Quiero saber por qué tomaron la foto que tomaron, y descubrir realmente si el tema es adecuado para ellos o no. El vínculo entre el tema y el lenguaje apropiado depende de la conexión con el tema. Definitivamente mi taller es sobre introspección, y harto de visión de uno mismo. El cuestionamiento sobre las propias motivaciones es totalmente necesario. O a veces el punto está en que el lenguaje que escogen los fotógrafos no es coherente con lo que quieren decir. Hay, entonces, que buscar las herramientas que permitan construir ya sea el proyecto, ya sea su visión. Yo trato de ser sensible, aunque eso no quiera decir que me fluya tanto.
La charla de esta noche pone en duda el concepto de objetividad. ¿En qué sentido? ¿En qué momento eso se rompe?
Creo que no hay que subestimar al espectador de una foto. Si le cuentas una historia que no sale de adentro, el espectador se queda unas horas con tu historia y luego pasa la página. Puede ser una foto impactante, y está bien. Pero yo creo que hay que tapar, hay que esconder una parte de la información. De nada sirve darlo todo masticado. Por otra parte, lo objetivo no me sirve cuando quiero traducir emociones o vivencias. Si quiero hacer un retrato de alguien, definitivamente tengo que entender su mundo y la atmósfera; tratar de que una foto huela, se oiga, se sienta. El punto es cómo transmitir, no cómo mostrar. Una foto no puede ser pura información. Nunca nada es tan concreto.