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Serie "Embozalados" de Daniel Segura Bonett.

Homenaje

Retrato del artista universitario

En una sala modesta de la Universidad de los Andes está la exposición “Daniel Segura Bonnett (1983-2011). Dibujos y pinturas”. Lucas Ospina reflexiona sobre esta muestra, que refleja el talento y las obsesiones del joven artista que hace un año se lanzó al vacío desde un edificio.

Lucas Ospina.
23 de mayo de 2012

El camino para llegar a la sala de exposiciones de arte de la Universidad de los Andes está lleno de trámites y recovecos: hay que entrar por la portería del Edificio W, hacer fila, responder preguntas al personal de seguridad, entregar un documento, posar para una foto y pegársela sobre la ropa, subir al piso sexto por el ascensor, caminar hacia Monserrate por el puente, por el sendero a la izquierda hasta un edificio que fue una capilla, rodearlo a la derecha, subir por unas escaleras rojas de madera hasta la puerta del espacio de exposiciones. Y ahí, en una sala de modestas dimensiones y pocos visitantes, está la exposición Daniel Segura Bonnett (1983-2011). Dibujos y pinturas.

El joven artista murió a los 28 años, estudiaba en Nueva York, se lanzó al vacío desde un edificio. Antes había terminado arte en la universidad donde ahora expone. Su paso por este lugar también tuvo sus trámites y recovecos. En los primeros semestres se retiró porque, aunque le gustaban algunas clases, consideró que había poco énfasis en lo técnico. No desestimaba las materias donde picoteaban las canteras de Bajtín, Barthes, Benjamin, Berger, Bürger y compañía, pero sentía que mientras el arrume de fotocopias crecía, el tiempo para el ejercicio manual disminuía; los silogismos verbales que refinaban su capacidad crítica parecían sustituir el aprendizaje silencioso que da la experiencia, pasaba más tiempo leyendo sobre arte, haciendo trabajos y ejercicios para clases de arte, que viendo o haciendo arte.

Entonces viajó por un tiempo y encontró una escuela donde vio cursos de técnica, mucha técnica. Pasó de una ficción, la de la formación teórica y la experimentación dispersa, a otra, la del más crudo y monótono academicismo, la academia militar de la forma. Cuando se dio cuenta de que ya había ganado el virtuosismo suficiente reconoció que necesitaba un combustible más complejo. Decidió terminar lo comenzado, regresó a Bogotá, a la Universidad de los Andes. Pero puso un pie en arte y otro en arquitectura, tal vez buscando mantener la distancia. Aun así, Daniel Segura encontró algunos profesores que lo tentaron de nuevo a estudiar de lleno arte, profesores que entendían que la forma de pensar en arte es haciendo arte, sin disociar forma y contenido. "Los pintores no deben meditar sino con los pinceles en la mano", advierte Balzac en La obra maestra desconocida.

Como proyecto final de grado propuso un libro, una suerte de diario, un collage editorial capaz de "crear un tejido de asociaciones implícitas". Ahí organizaría su reflexión a partir de ciertos elementos claves que le venían rondando la cabeza. Los puso en un mapa de palabras: "amenaza, vulnerabilidad, perro, vigilar-vigilante, miedo, poder, privado, paranoia, máscara, público, víctima-victimario, cautela, dualidad, barrera,  pintura,  dibujo, castración, mirada… "

El mapa de ese diario de asociaciones estaba circunscrito al espacio de la universidad, antes ya lo había hecho desde la arquitectura con una pintura donde retrataba uno de los nuevos "edificios inteligentes" del campus. En esa obra ya se hacía evidente la mirada crítica de Daniel Segura. Con distancia, pero a la vez con lupa, pintó un edificio empequeñecido, tal vez a la escala del afecto que genera este tipo de arquitectura aséptica que permite la circulación de estudiantes pero no propicia que se habiten o personalicen sus espacios; quizá por eso el fondo de esa pintura correspondía al color de otro hogar de paso: verde hospital.

Fue así como empezaron a aparecer en sus pinturas y dibujos los perros rottweiler del esquema de seguridad de la institución. Daniel Segura había hecho un seguimiento visual y fotográfico de años al fenómeno inquietante de los perros embozalados, buscaba una imagen que mereciera ser mostrada; los ángulos, la luz, la composición, el marco justo que realzara una escena turbadora pero subrepticia.

El acto de concentrarse en el animal hizo que olvidara el proyecto del libro y prefiriera yuxtaponer a narrar; pasó a recortar y recomponer las fotos para traducirlas a dibujos y pinturas, las usó de material plástico y sin replicar el automatismo de la fotografía, privilegió la sugestión sobre la descripción. Las  variaciones alrededor del bozal y la mirada del animal retrataban rasgos amplios como la fiereza o la firme sujeción, pero también detalles: un amarre suelto o el ángulo de una mirada. Daniel Segura reprodujo los perros sin un afán de totalidad, zonas donde no cabía un trazo adicional contrastaban con otras donde el contorno era  apenas sugerido, en un misma imagen se podían ver la magia y el truco a la vez; generaba efectos de luz, sombra y textura pero evitaba el efectismo. El joven artista  supo mantener la tensión entre dibujo y pintura, evitó deliberadamente crear y creer en la ilusión de una totalidad. “Si yo pinto a mi perro exactamente como es, naturalmente tendré dos perros, pero no una obra de arte”, al parecer dijo Goethe alguna vez.

El proyecto inicial contemplaba una pintura grande que equiparara la pintura a una proyección de video, como cuestionando el que los pintores ya no se atrevieran a mostrar una sola pieza y de grandes dimensiones. La discusión se centró en el mito romántico de la obra maestra, una mitología que era necesario revalidar a la luz del espíritu de estos tiempos en que acogemos sin reservas la modestia y desconfiamos de la ambición.

Daniel Segura trabajó a partir del retrato frontal de la cabeza de un perro estático y embozalado, calculó la proporción del formato, compró un bastidor de 1.94 x 1.70 metros que templó con una tela inmensa y por un año entero trabajó en ella usando casi solo color negro.

Un año entero se entregó este artista a trabajar un fragmento como una totalidad. Se trata de un detalle de animal, la ínfima sección de una escena cotidiana, una fracción de segundo en una mirada amenazante que convertida en símbolo ambiguo que se abalanza desde la negrura del lienzo para cuestionar al espectador. Se trata de un gesto estudiado y trabajado. Una respuesta a señales inconexas que Daniel Segura recogió en la coherencia de su mirada crítica. Una mirada que hoy queda como la parcela más visible de una obra completa, de una vida completa, en su vehemencia y profundidad.   

La hoja que acompañaba a la pintura era un texto de Thomas Berhard, de su libro Maestros Antiguos, tal vez su novela —o “comedia”, como la llamó su autor— más estética:

“Al fin y al cabo, el mayor placer nos lo dan los fragmentos, lo mismo que en la vida, al fin y al cabo, sentimos el mayor placer si la consideramos como fragmento, y qué horrible nos resulta el todo y nos resulta, en el fondo, la perfección acabada.”


Exposición Daniel Segura Bonnett (1983-2011). Dibujos y pinturas.

Sala de Proyectos, Departamento de Arte, Universidad de los Andes