En 1996, mientras esperaba que todo estuviera listo para el rodaje de una escena de su película Happy Together, que iba a ser filmada en una estación de trenes de Buenos Aires, el director de cine Wong Kar-Wai recorría los pasillos del lugar. Parado frente a un quiosco distinguió una cara entre las decenas de revistas con portadas de jugadores de fútbol, actrices y políticos locales. Era la de Bruce Lee. A Wong le pareció un milagro: el artista marcial continuaba siendo adorado en las antípodas de su país veinticinco años después de haber sido enterrado. A su regreso a Hong Kong, todavía conmovido por la sonrisa burlona del muerto, el director de cine se planteó la posibilidad de realizar un proyecto alrededor del hombre que sucumbió a una reacción alérgica al meprobamato en el pico de su carrera, luego de haber diseminado el Kung Fu a través de un puñado de películas.
El interés de Wong no era una veleidad. La figura de Bruce Lee estaba asociada profundamente a su propia vida. Fue uno de sus ídolos de juventud, como lo fue para todos los de su generación incluido Slavoj Žižek, aquel filósofo y comediante, que de vez en cuando suelta frases lúcidas como esta: “Cuando hace tres décadas, las películas de Kung Fu se hicieron populares, ¿no era obvio que estábamos tratando con una ideología genuina de jóvenes de la clase obrera cuyos únicos medios de éxito eran el entrenamiento disciplinario de sus cuerpos, su única posesión”.
Un comentario extensivo a todos los espectadores latinoamericanos que más tarde alquilaron este tipo de películas en videotiendas de barrio y practicaron golpes frente al espejo. La prueba irrefutable de la trascendencia de las películas de artes marciales es precisamente aquella portada con la cara de Bruce Lee en un local de Buenos Aires. El mismo Wong de niño quiso practicar Kung Fu en Hong Kong pero sus padres no se lo permitieron. En ese entonces el mundo del Kung Fu todavía pertenecía a las sociedades secretas, a los sótanos, a los mentideros.
Durante varios años, mientras trabajaba en otros proyectos, Wong fue recolectando información sobre Lee hasta que llegó a la persona que lo inició en el Wing Chu, una de las ramas del Kung Fu. Fue así como el foco de atención saltó del popular discípulo con destellos de rock star a Ip Man, el discreto maestro que en sus últimos días financió su adicción al opio con clases privadas en las que apenas asentía o negaba con el dedo índice. El punto de quiebre fue una tarde con los familiares de Ip Man, quienes mostraron por primera vez a alguien ajeno a su círculo la única cinta en la que el maestro aceptó participar. Fue grabada tres semanas antes de su muerte en 1972. Durante largo tiempo Ip Man se había negado a ser filmado pero ante la cercanía del fin y el temor a que sus conocimientos se desperdigaran para siempre, el maestro firmó su herencia en blanco y negro. Flaco y tembloroso, leve y con el aura sagrada del mirlo, el mentor de Bruce Lee reprodujo los principales movimientos del Wing Chu frente a una cámara de 16 milímetros.
Una vez terminada la proyección sobre una sábana blanca pegada a la pared, Wong tomó forma la idea de una película de Kung Fu que se alejara de los temas recurrentes del género: la venganza o la prueba de la supremacía absoluta de uno de los peleadores. Por el contrario, el director decidió poner el acento en lo que a su juicio, y después de entrevistar a numerosos maestros, debía ser la máxima expresión del ungido: la generosidad, el deseo de compartir sus conocimientos, pero al mismo tiempo la prudencia en la enseñanza, ya que su saber no puede ni debe ser democrático. El mismo Wong recordó durante una charla en el Museum of Movie Image que “el Kung Fu es un arma mortal. No es un deporte, no busca la prolongación de la vida. No es yoga”. Bajo este postulado trabajó durante tres años hasta finalizar lo que a primera vista es todo un contrasentido: la más melancólica de las películas de artes marciales de todos los tiempos. Finalmente no estamos hablando del mudable Ang Lee sino del hombre que entregó Chunking Express, In the Mood For Love y 2046.
En The Grandmaster, Tony Leung –el actor fetiche de Wong– representa a un cuarentón Ip Man y la actriz Zhang Ziyi a Gong Er, la hija de un gran maestro del norte de China que antes de retirarse emprende un viaje al sur en busca de un heredero digno de su estirpe. Gong, a pesar de haber aprendido el arte directamente de su padre, no puede sucederlo pues es mujer. Los maestros del sur están de acuerdo en que Ip Man es el mejor de los representantes para una contienda pero antes de enfrentarse al gran maestro debe vencer a otros aspirantes en el Pabellón Dorado, un lujoso burdel de la ciudad de Foshan donde se reúnen todas las noches. Ip Man derrota uno a uno a sus contrincantes y se enfrenta al padre de Gong en lo que resulta ser un duelo filosófico y una danza ritual alrededor de un pastel de arroz, más que un combate. Una escena donde la acción es sobre todo emoción y pensamiento. Ip Man vence pero Gong Er está convencida de que es un descrédito para su casa que aquel hombre arrogante y acaudalado, que siempre lleva un sombrero fedora blanco, sea el sucesor de su padre. Entonces decide retarlo en secreto. Gong gana el duelo pero en medio del intercambio de golpes nace un sugerente interés por su enemigo, que va más allá del amor, como lo explica Wong: “Cuando escribí el guion no estaba consciente del elemento amoroso. La atracción inmediata entre Ip y Gong va más allá de la atracción entre un hombre y una mujer. Los dos son artistas marciales. Son algo así como camaradas. Cuando se ven forzados a despedirse no solo están diciendo adiós como se le dice a un amigo o a un amante. También están diciendo hasta luego a una época, quizás la que probablemente resultará siendo con el tiempo la mejor de sus vidas”. Con la ocupación japonesa un Ip Man empobrecido se exilia en Hong Kong después de haber perdido a su familia en una hambruna y Gong se refugia en el norte. Se volverán a ver una vez más en la isla ocupada por los ingleses.
Aparte de peleas con close up sostenidos a pies que se deslizan y manos que hacen figuras, en The Grandmaster hay cartas cruzadas entre Ip y Gong, encuentros en restaurantes y azoteas de hotel, sillas contiguas en teatros y charlas en callejones como los que están presentes en otras obras de Wong. Pero aun así está lejos de ser una película de amor contenido con un trasfondo marcial. De hecho, ese nunca es el interés primario de Wong. No hay que olvidar que incluso In the Mood for Love era simplemente la historia de un hombre y una mujer que intercambian secretos en un restaurante alrededor de un tazón de noodles. The Grandmaster también se arriesga a trazar la historia de China entre los años treinta y sesenta del siglo XX, desde la primera guerra civil, la ocupación japonesa, el triunfo de la revolución y el inicio del mandato británico sobre Hong Kong.
En ese sentido, Wong Kar-Wai no teme pararse sobre los hombros de David Lean y entregarle al espectador una película con una tensión política y sentimental cercana a la del Doctor Zhivago, a la que por supuesto le agrega soberbias escenas de combate cuerpo a cuerpo en lugar de fusilamientos. Para que ambos mundos fueran posibles en un mismo filme, para que fuera creíble que una mujer envuelta en un grueso abrigo de piel destruyera a un enemigo al lado de un tren en movimiento en pleno invierno, el director pidió expresamente que las peleas se desarrollaran con el mínimo de artificios. De hecho, los actores tuvieron que aprender las técnicas del Wing Chu y las otras escuelas de artes marciales chinas que se caracterizan en la película. Leung y Zhang entrenaron durante tres años con maestros reales, viejos que conocieron en persona a Ip Man. Fue tan arduo el entrenamiento que Leung se partió el brazo en dos oportunidades durante una filmación que se prolongó por veintidós meses, repartidos entre la nieve del norte y el calor monzónico del verano en el sur. Tan solo la pelea de apertura que ocurre una noche bajo una lluvia torrencial tomó un mes de rodaje.
Hasta ahora The Grandmaster ha sido el éxito más grande en taquilla de Wong Kar-Wai al recaudar en China cincuenta millones de dólares. Esto no significa que haya renunciado a su estilo elíptico, de cuadros lentos, saturados de humo y color, o a escenas como la de una solitaria Gong Er fumando opio para calmar el dolor que le dejó uno de sus enfrentamientos, un homenaje a Once Upon a Time in America de Sergio Leone. Pero por encima de todo, The Grandmaster es el regreso en propiedad de un director tan definitivo como Quentin Tarantino; y la aprobación unánime, un voto de confianza después de la vergonzosa My Blueberry Nights. E incluso es un aliciente necesario para encajar el golpe que recibió a las pocas semanas de haber terminado de filmarla. Fuji Film le envió una carta en la que le comunicaba que no iban a producir más rollos de celuloide y le daba las gracias por todos estos años juntos. De ahora en adelante Wong tendrá que filmar en digital, algo que alterará la factura de su cine pero no su mundo cinematográfico, sobre el que siempre flota una imagen de la primera película que vio en compañía de su padre y madre en un teatro de Hong Kong, cuando tenía siete años. La escena mostraba a una mujer joven en ropa interior metida en una bañera humeante. Wong nunca supo si estaba muerta o si tan solo dormía envuelta en el vapor.
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Es un director que rehuye a los argumentos definidos en términos clásicos. Fragmentos, elipsis, frases susurradas a medias por personajes con pasados borrosos, componen sus historias, así como su característico uso del color y a los cambios de velocidad que en parte fueron creados junto al director de fotografía Chistopher Doyle. El australiano solo estuvo ausente en el debut de Wong (AsTears Go By 1989) y en esta última, The Grandmaster (2013), de resto ha colaborado con todas las películas que el director chino -Wong nació en Shangai en 1958 pero llegó a Hong Kong a los cinco años- ha realizado: Days Of Being Wild (1991), Chungking Express (1994), Ashes of Time (1994), Fallen Angels (1995), Happy Together (1997), In the Mood For Love (2000), 2046 (2004). Otra de las marcas que definen el trabajo de Wong ha sido la música. En Happy Together, la película con la que ganó el premio al mejor director en Cannes en 1997, Wong usó canciones de Astor Piazzolla, Caetano Veloso, The Turtles y Frank Zappa para contar la historia de una pareja de hombres que entierran su amor en Buenos Aires. En In The Mood For Love, que el año pasado alcanzó el puesto 24 de las mejores películas de todos los tiempos en una encuesta realizada por el British Film Institute, recurrió a las viejas canciones en español de Nat King Cole (Aquellos ojos verdes, Te quiero, dijiste; Quizás, quizás, quizás) para contar los desencuentros de una pareja de vecinos a finales de los años sesenta que se enamoran después de descubrir que sus esposos tienen un romance.