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Fotograma de 'Epifanía' de Óscar Ruiz Navia y Anna Eborn.

FICCI 2017

Más allá de la guerra y las fronteras: la Competencia de Cine Colombiano en el FICCI

Siete de las ocho películas colombianas que compiten este año se distancian del conflicto armado y de otras problemáticas sociales frecuentemente retratadas en nuestro cine. ¿Hacia dónde se dirige la mirada de estos realizadores?

Sara Malagón Llano
2 de marzo de 2017

El primero de marzo, en la inauguración del Festival Internacional de Cine de Cartagena, se proyectó el documental El silencio de los fusiles, de Natalia Orozco: un relato del proceso de paz entre el gobierno y las Farc hecho a partir de entrevistas. Ese documental también hace parte de la Competencia Oficial de Cine Colombiano de este año, pero es el único, entre las ocho películas que allí compiten, cuyo tema está directamente relacionado con el conflicto armado de nuestro país.

No se puede decir que el fin del conflicto represente también el fin del cine al respecto. “Es paradójico que, a pesar de que en el imaginario popular, el cine colombiano está obsesionado con la guerra, visto de cerca las narrativas sobre el conflicto resultan insatisfactorias y deficitarias –dice Pedro Adrián Zuluaga, jefe de programación del FICCI–. Sigue una enorme deuda que, quizá, superado el conflicto, al menos en una de sus fases, va a poder tener salida”. En esta edición del FICCI, por ejemplo, hay películas como Nueve disparos, de Jorge Andrés Giraldo, o Parábola del retorno, de Juan Soto, que ya amplían ese relato desde el presente.

Sin embargo, el conflicto llevó a que otros aspectos de la vida quedaran sumergidos. Esas narrativas tienen que ver con aquello que no fue posible ver por la centralidad misma de la guerra, o con aquello que ha sido retratado poco como un tema en sí mismo, al margen del contexto del conflicto: la intimidad, los dramas psicológicos, las relaciones de pareja y su complejidad, la extranjería, la pregunta por el origen y la identidad.

En las películas de la competencia colombiana hay una reflexión sobre esos temas, más universales que locales. Y entre ellos, uno es especialmente recurrente: la familia, vista desde lo que se rompe, desde los vacíos y las desconexiones. Estas historias parecerían decir que, aunque son determinantes, ni siquiera esas relaciones están dadas, y que vivimos en la era de la individualización, en un mundo en el que los lazos son frágiles y difíciles.

Por otro lado, estas propuestas llevan el cine colombiano a otros lugares no solo en términos temáticos, sino también en un sentido geográfico y lingüístico: aparecen otros paisajes, otras lenguas, otros acentos. Este es un cine de desplazamientos, y de la idea del viaje físico como una búsqueda o como un proceso de autoconocimiento.

“También hay fronteras de otro tipo que se están poniendo en crisis –dice Zuluaga–. La de los géneros, por ejemplo: qué es un hombre y qué es una mujer, qué es un documental y qué es una ficción. Es un momento de pasmo y asombro en el cine, en la política y en la vida, pero al mismo tiempo de extraordinaria riqueza y posibilidades. En Señorita María, la falda de la montaña, una de mis películas favoritas del programa de este año, la humanidad del personaje sobrepasa al espectador y logra que Rubén Mendoza luzca contenido, distante y respetuoso. Es el cine sobre la magia de un encuentro del director y un personaje, pero también del espectador y un mundo”. La película de Mendoza, sobre la ignorancia y sobre formas de tolerancia excepcionales en nuestro país, cuenta la historia de una campesina que nació siendo hombre. A lo largo de la película se van revelando su forma de ver el mundo y lo que otros piensan de ella. Todo esto, en un pueblo profundamente religioso.

La magia, la superstición y la revelación aparecen en otras dos películas: Tormentero y Epifanía. La primera, coproducida por Colombia, México y República Dominicana, “habla sobre la subjetividad de un viejo pescador retirado y deambula en la tenue línea entre la magia o la locura”, dice su director, el mexicano Rubén Imaz. Sucede en la isla del Carmen, un paraíso que por años fue un santuario maya de peregrinación y hoy es una ciudad industrial y petrolera. “Me interesaba capturar en una misma imagen dos mundos aparentemente separados, el natural [lo mágico] y el industrial [lo desencantado]”. Un reciente hallazgo petrolero atormenta al viejo pescador, porque aunque el petróleo le sea indiferente, determina trágicamente toda su existencia. La película gira, entonces, en torno al hallazgo y a sus efectos sobre la individualidad y la salud mental.

El segundo largometrajes de la competencia donde la magia se hace presente es Epifanía, de Óscar Ruiz Navia y Anna Eborn. Como su nombre lo dice, trata de aquello que aparece en la cotidianidad en forma de iluminación. De ahí que las imágenes iniciales sean tomas estáticas que parecen composiciones artísticas, y que se siguen unas a otras como los fragmentos más bellos de una vida.

Aquello que aparece de manera distinta, bajo otra luz, se construye sobre el tema de la experiencia de la maternidad en tres historias separadas: la de una mujer en pleno duelo por la muerte de su madre, la de una madre que asiste a talleres de curación para espíritus atormentados y la de otra madre que se prepara para convertirse en abuela por segunda vez. Y cada una nos lleva a un país diferente: Suecia, Colombia y Canadá.

Amazona de Clare Weiskopf y Nicolas van Hemelryck y Yo, Lucas de Lucas Maldonado también se centran en el tema de los lazos familiares, pero esta vez mediante la reconstrucción documental de un personaje a partir del recuerdo, de material de archivo y de los testimonios de otros.

Amazona sucede en la selva colombiana y la protagonista es una extranjera que, después de un duelo traumático, rehízo su vida al margen de las convenciones sociales; lejos de Londres, su ciudad, y de cualquier otra ciudad. Clare Weiskopf, la directora, dedicó más de diez años de su carrera a hacer producciones sobre el conflicto y otros temas duros. Aquí, sin embargo, hace un retrato redondo de su propia madre, que termina siendo también de ella misma y de la relación distante y difícil que existe entre ambas.

La película es, además, una búsqueda de cercanía, una excusa para un reencuentro. Aunque lo que hay detrás de esta historia es una profunda admiración, más a fondo está la pregunta sobre qué tanto pueden convivir el deseo irrefrenable de libertad y la responsabilidad de la maternidad. “Mi mamá es tremendo personaje, pero también tiene esa cosa de que no fue tan buena mamá”, me dice Weiskopf. Por eso el documental se volvió casi una necesidad, una reflexión urgente que debía salir de su sistema en un momento dado. Y ese momento coincidió justamente con su propio embarazo.

Yo, Lucas hace el movimiento inverso: la investigación se centra en el sí mismo, Lucas Maldonado, pero revela que ese “yo” está radicalmente determinado por el oficio de su madre, la directora Camila Loboguerrero, y por su padre, un actor que murió cuando Lucas todavía era muy joven. Al igual que Amazona, este autorretrato muestra los efectos de las decisiones de los padres sobre la vida de sus hijos. Esa línea narrativa, y la verdadera reconstrucción de sí que el director lleva a cabo con el archivo familiar y los testimonios, permiten imaginar que Lucas no se acuerda de su propio pasado. Es como si su vida fuese una gran borrachera, o su posterior laguna, y como si la reconstrucción de los pedazos solo fuera posible mediante la realización de la película misma. Aquí el cine se muestra como una herramienta para el autodescubrimiento.

Adiós entusiasmo, de Vladimir Durán, vuelve a aquello de la magia en forma de surrealismo, al mejor estilo de El ángel exterminador, la película de Buñuel en la que los personajes van a cenar a una mansión de la que al final no pueden salir, aunque en realidad nada los detenga. En esta historia –protagonizada por actores argentinos y filmada enteramente en Buenos Aires– hay una casa grande y una familia sin padre. La madre, a quien nunca le vemos el rostro, se encierra voluntariamente en un cuarto de la casa. Y sus cuatro hijos juegan a ser sus carceleros, por ninguna razón evidente. Se trata de una película sobre el tedio de la vida, pero esa monotonía está enmarcada en en una realidad extrañamente encantada para el espectador. Los personajes, sin embargo, no pueden ver lo fantástico que se esconde en la rutina.

El viso colombiano lo da el mismo Vladimir, quien personifica al colombiano que está afuera: al inmigrante sin mayores problemas económicos, pero no del todo bienvenido; al foráneo que no encaja, y que no entiende, aunque quisiera con todas sus fuerzas pertenecer.

Por último, X500, de Juan Andrés Arango, cuenta la historia de tres jóvenes, un indígena, un afrocolombiano y una filipina, que viven en tres ciudades distintas: Ciudad de México, Buenaventura y Montreal. Con ellos, Arango toca todos los temas: el viaje, la extranjería, el duelo, la familia, la discriminación. Pone en contexto un universo personal y emocional en el que prima la pregunta por excelencia de las películas colombianas de la competencia de este año: aquella sobra la propia identidad.