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Fotograma 'Cartas a un ladrón de libros'

Festival Gabo

El ladrón más culto del mundo

Este documental no es fascinante por contar una gran historia, sino por haber encontrado a un gran personaje.

Sara Malagón Llano
5 de octubre de 2018

Cartas a un ladrón de libros empieza con el audio de una llamada, el 10 de agosto de 2012. Una voz desesperada dice que está en problemas. Habla desde una cárcel. Carlos, el periodista al otro lado del teléfono, le responde: “No puedo ayudarte (…). ¿Pero alguien ha escuchado realmente tu historia?”.

Esa es la pregunta fundamental; la que el documental se hace a sí mismo todo el tiempo, mientras lo vemos, y la que llevó a los periodistas y documentalistas Caio Cavechini y Carlos Juliano Barros a contar una historia que muchos consideraban un despropósito. “¿Alguien conoce realmente tu historia?”.

La historia es la de Laéssio Rodrigues de Oliveira, un hombre humilde que se hizo famoso en São Paulo, y en todo Brasil, por robar libros raros de las colecciones de instituciones públicas, como la Biblioteca Nacional o el Museo Nacional de Brasil, para revenderlos a gente poderosa y rica en el mercado negro. Por esos delitos, que para él son “periplos” y “hazañas”, Laéssio ha sido encarcelado unas cuatro o cinco veces –una de ellas, en una prisión de máxima seguridad–.

Aunque el documental se pueda resumir así, ese es tan solo el argumento, o un hecho, o la noticia que ha circulado varias veces en los periódicos de Brasil. Eso no es, quiero decir, la verdadera historia. La historia es Laéssio mismo. Este documental es algo así como el ejercicio de llevar un perfil periodístico al formato audiovisual. Pero es mejor que eso, porque logra lo que no logran las palabras: mostrarnos a Laéssio –pobre, gay, despreciado y despreciable para sus connacionales– con su risa desmedida, sus gestos delicados, su lenguaje sofisticado, sus cartas tan perfectamente escritas (las que intercambió con los directores, haciendo de esta película una mezcla entre el género epistolar y el documental), su absoluta cordura, su sensibilidad, sus devaneos con la locura. El documental logra incluso mostrarnos a un Laéssio cada vez distinto; logra captar y proyectar algo que dice un custodio de uno de esos archivos preciosos (vulnerado por Laéssio): “Él nunca tiene la misma cara. Es un hombre difícil de reconocer”, como si con cada libro robado cambiara de rostro y fuera otro personaje; como si con cada robo jugara a ser otro. (Laéssio personifica la esencia misma de lo que roba; es decir, de la literatura, porque tanto el escritor como el lector juegan a ser otros, a vivir como otros, con cada libro al que se enfrentan.)

Fotograma ‘Cartas a un ladrón de libros‘

Laéssio, entonces, es todo menos un ladrón corriente. Es un ladrón que describe su encuentro con los libros con las palabras “éxtasis”, “orgasmo”, “shock”, y es a través de esas sensaciones tan primarias que él accedió –por sí mismo, y contra todo pronóstico– al conocimiento, al saber, a la más alta cultura, al amor por los libros y sus autores, a la historia. Laéssio es tal vez el ladrón más culto del mundo, y es culto solo gracias al hecho de que es ladrón.

El hábito de robar, cuenta él en el documental, empezó por una obsesión por la cantante Carmen Miranda. Robaba cualquier revista, documento, periódico, foto que la tuviera a ella. Luego esa obsesión se transformó en una fascinación por los libros raros que encontraba en las bibliotecas y archivos, los más valiosos del acervo público. Y esa obsesión condujo a otra obsesión: la de la trascendencia. “Siempre pensaba en hacer algo grande en la vida, pero en realidad no había nada grande en mi cotidianidad (…). No quiero pasar desapercibido”, repite varias veces. Como dice una curadora entrevistada, Laéssio quiso ser “un referente de ese tipo de crimen”. El mayor de todos. Un ladrón de otra categoría. Un ladrón diferente a los ladronzuelos para los que deja abandonadas como carnada, en las estaciones de metro, maletas repletas de botellas con sus propios orines y algún libro que él considera despreciable. “Vivo imaginando a esos ladronzuelos repugnantes”.

Pero además de querer darle algún sentido a la vida, Laéssio dice que él roba también porque el estado no cuida sus tesoros, porque a nadie le importan esos tesoros y nadie los consulta. Al robarlos, dice, los rescata del olvido, la indiferencia y el descuido estatal; los salva de pudrirse en las bodegas, los vende a coleccionistas que terminan cuidándolos mejor. Y aunque su lógica es retorcida, la realidad terminó en cierto sentido dándole la razón. El incendio del Museo Nacional de Brasil no acabó con una parte, sino con el todo, y por eso los dilemas que plantea el documental están más vivos que nunca si se piensan a la luz de esa tragedia.

También se hacen presentes distintas visiones del éxito en esta película. Para Laéssio el éxito consiste en lograr un gran robo, en vender las obras, en arrebatárselas al estado para rescatarlas. Para el policía que lo persigue, el éxito está en poder recuperar las obras, hacer pagar a Laéssio, y que la Biblioteca Nacional le envíe una placa de reconocimiento que no tiene ningún valor, pero que conservará para mostrársela a sus nietos con orgullo.

Con matices como esos, y con el personaje mismo de Laéssio expuesto en toda su complejidad, el documental logra hacer tambalear las estructuras más dadas de nuestra ética y nuestra moral, aquellas en las que ni siquiera se nos ocurre detenernos a pensar. El documental cuestiona el tránsito inmediato, la relación estrecha, entre saber y ética, cultura y ética; entre la sabiduría y lo bueno, entre la sensibilidad y lo bueno. En medio de todas esas correspondencias está Laéssio con su propia moral, con sus propias reglas, desconectando, sin embargo, la relación necesaria entre crimen y maldad.

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Además de este comentario de la película, reproducimos también algunas preguntas del conversatorio que tuvo lugar en el Festival Gabo de periodismo después del estreno internacional del documental. Estas fueron las respuestas de Caio Cavechini a las preguntas de la periodista brasileña Sylvia Colombo, corresponsal de Folha de S.Paulo para América Latina.

¿Por qué este personaje te llamó la atención? ¿Pensaron en el peligro de “glamourizarlo” al hacer un documental sobre su vida?

La película empieza con la voz de Carlos, que es periodista que ha trabajado conmigo en otros documentales. Carlos es más periodista de texto que de video. Su primera intención era hacer un perfil de Laéssio y le escribió para entrar en contacto con él, sin tener muchas esperanza de obtener una respuesta. Sin embargo, la respuesta fue una carta muy interesante, y ahí empezamos a darnos cuenta de que este personaje era increíble. Un perfil escrito no era suficiente: para mí, la vida de Laéssio ameritaba un documental. Cuando Laéssio salió de prisión, grabamos una entrevista, que es la primera entrevista que aparece en la película. Hicimos un montón de preguntas. Creíamos que, por su situación legal, tendríamos acceso solo a esa entrevista. Entonces nos imaginamos haciendo un documental diferente, basado en esa entrevista con un poco de ficcionalización de su vida con otros recursos. Ahí lo volvieron a encerrar, y cuando salió de la cárcel por segunda vez empezamos a grabar escenas de su cotidianidad. Nos dimos cuenta de que era un tipo muy interesante con la gente. En todos lados (en las tiendas de antigüedades, en la cárcel misma, cuando iba a visitar a su marido) entretenía a todo el mundo. Y además es un tipo de una tremenda complejidad. Cuando pensábamos que era un poco loco, empezaba a hablar con mucha sabiduría y propiedad de la crisis brasileña. Pero inmediatamente después volvía a aparecer con una maleta de orina. Lo que quiero decir es que siempre nos sorprendía. El documental, entonces, tenía que mostrarlo a él, su vida. No podía ser una ficcionalización, porque lo interesante era él mismo. Sin embargo, todo el tiempo pensábamos en ese riesgo de “glamourizarlo”, y en que era posible que unos lo amaran y otros lo odiaran. Por eso decidimos ser lo más transparentes posible con la audiencia poniendo sobre la mesa precisamente ese riesgo. Mientras hacíamos película, por ejemplo, empezaron a salir noticias en periódicos de Brasil acerca de eso, acerca de que estábamos elevando a un criminal que le robaba al estado, haciendo una película que además recibió fondos públicos. También quisimos hacer eso explícito en el documental; que la prensa hablaba de nosotros, y que a la gente no le gustaba lo que estábamos haciendo. Fue la forma más transparente de hacer evidentes nuestras preocupaciones: haciéndolas parte de la narrativa.

¿La idea de no decir los nombres de las personas poderosas que le compraban obras e Laéssio fue intencional?

Por ley, en Brasil el cine no es un producto periodístico, y la primera exhibición de este documental fue en una sala de cine, así que tuvimos que curarnos en salud. La productora tenía miedo de poner los nombres, de que nos demandaran. Y eso también lo hicimos explícito en el documental: teníamos los nombres, pero por nuestra falta de coraje no fuimos capaces de nombrarlos.

¿Afectó tu ética periodística estar ante una persona y hacer una historia sobre una persona que volvía y volvía a robar?

Ese fue un límite muy difícil. Para nosotros era importante a veces no escuchar, para no tener información de él que nos convirtiera en cómplices. Afortunadamente nosotros queríamos más grabar la vida misma de Laéssio, no sus crímenes. Laéssio es un tipo inteligente, y tal vez de tener otras oportunidades hubiera tenido otro destino, o estaría haciendo cosas reprochables pero en el marco de lo legal, de lo aceptable. Nuestro objetivo fue tratar de entender y mostrar lo humano desde su forma más compleja.