Hubo un tiempo en el que la animación se debatía entre ser Disney o simplemente no ser. Disney era una máquina que absorbía los mejores talentos poniéndolos al servicio de la corrección que encarnaba la corporación en ciernes fundada a finales de los años veinte por Walt Disney. Sus películas, maravillas técnicas y artísticas, estaban por desgracia a merced de los parámetros de ese horroroso código de censura impulsado por los puritanos que castró al cine gringo entre 1930 y 1968. Pero incluso tras la caída del código, Disney persistió en tratar la animación como un entretenimiento meramente infantil, con un abanico de temas y tratamientos limitado gracias a su visión de los niños como individuos frágiles, impresionables y sin perspectiva crítica.
Por fortuna, la animación precedía a Disney y sus moralismos. La animación había nacido con el cine libre de restricciones como un recurso que permitía violar los límites de lo real: el efecto especial primigenio. Hacia 1917, en uno de los primeros trabajos del director Max Fleischer, quien luego se consagraría como el creador de la pin-up animada (y ocasionalmente topless) Betty Boop,
un payaso nace de una gota de tinta y escapa del lienzo para enfrentar a su pintor. En cortos con evidente sabor experimental, Fleischer combinaba tomas reales con animación convencional, rotoscopia (una técnica de su invención que consiste en calcar fotogramas de una película, colorearlos, y luego animar las imágenes resultantes) y stop motion. Sus tramas eran cómicas, terroríficas, didácticas o musicales, y por lo general estaban dominadas por un surrealismo sin concesiones que, visto a noventa y tantos años de distancia, no pierde un ápice de encanto transgresor.
En los años treinta, sin embargo, llegó la rígida censura y Disney se alzó como rey. Nada de violencia, nada de sexo, nada de pecado, esas eran las reglas. En Rusia, mientras tanto, la animación se rendía a las órdenes del Partido Comunista, y en Japón crecería, tras la guerra, solo como un género infantil. Tendrían que pasar cuarenta años para que eso cambiara.
Ralph Bakshi, un joven dibujante criado en Nueva York, que se había educado como animador dentro de la productora de Fleischer, decidió en 1970 que era hora de que la animación perdiera la compostura tras tantos años de ataduras. “Es absurdo —dijo— que haya hombres hechos y derechos sentados en cubículos dibujando mariposas que planean sobre campos floridos mientras que aviones americanos bombardean ciudades en Vietnam”. La animación debía recobrar la capacidad de tratar cualquier tema, untarse del mundo que la rodeaba, volver a ser simplemente cine y contar Guerra y Paz si así quería. Con esa idea se lanzó en el proyecto de animar El gato Fritz, el controvertido cómic del gurú contracultural Robert Crumb, y en contra de todas las condenas, o tal vez gracias a ellas, la película fue un éxito rotundo.
Con ese impulso Bakshi continuó su batalla contra el establecimiento. Siguieron Heavy Trafic, una reflexión sobre la decadencia urbana, y Coonskin, una sátira ácida a los estereotipos raciales. Más tarde vendrían Wizards, una aventura fantástica que entre líneas comenta el holocausto judío, y finalmente ese famoso intento fallido de convertir en animación El señor de los anillos. La productora de Bakshi no sobreviviría muchos años más, quebraría en 1981 tras el musical rotoscópico American Pop, pero las bases del renacimiento de la animación estaban sentadas. No había marcha atrás.
Muchas cosas han pasado desde entonces. En 1982 se estrenó La ratoncita valiente, que se apropiaba de la estética Disney para contar el drama de unos ratones de laboratorio torturados. En 1988, Robert Zemeckis lanzó ¿Quién engañó a Roger Rabbit?, que combinó como nunca antes (ni después) animación caricaturesca y actores de carne y hueso, mientras que en Japón aparecían Akira, basada en el manga postapocalíptico de Otomo, y La tumba de las luciérnagas, un drama sobre dos niños que agonizan en medio de la guerra. La lista desde entonces no hizo sino crecer: Tim Burton, Satoshi Kon, y a medida que la tecnología hace posible que en cine pase casi cualquier cosa la animación se enfrenta al reto de encontrar sus propias historias, esas que solo ella puede contar.
Es en esta coyuntura donde nace Vals con Bashir, una película, como antes A Scanner Darkly, Ryan o Persépolis, donde la animación no es una opción sino una necesidad. Porque ¿cómo más conjurar las memorias de Ari Folman y sus amigos durante la guerra? ¿Cómo contar una verdad perdida entre las versiones oficiales y los muertos? ¿Cómo adentrarse en sus culpas por permitir que pasara lo que pasó? Solo la animación ofrece la distancia y las texturas para enfrentar ese pasado y entender plenamente el contraste entre la historia y la vivencia. Ahí está su poder y su riqueza. Aunque no es rotoscopia, Vals con Bashir se sostiene sobre las producciones setenteras de Bakshi, las técnicas iniciales de Fleischer y la visión compartida por tantos de que la animación es un lugar idóneo para explorar y narrar rincones de otra manera inaccesibles de la experiencia humana.
En fin: guerras, represiones, juegos de la mente, álter vivencias, realidades paralelas. ¡Quién sabe! Tal vez Bakshi nos regale Guerra y Paz algún día. O En busca del tiempo perdido. Todo es posible de nuevo. El horizonte de la animación es, una vez más, infinito.