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Fonda se casó con Vadim en 1965.

Las memorias indiscretas de Jane Fonda

En la cama con Roger Vadim

Hija de Henry Fonda, actriz mimada de la Nouvelle vague francesa, activista contra la guerra de Vietnam, diva de los aeróbicos y esposa de hombres tan poco comunes como el director de cine Roger Vadim y el magnate Ted Turner, Jane Fonda ha sabido reinventarse a sí misma una y otra vez. He aquí un adelanto de sus memorias.

Jane Fonda
26 de enero de 2017

Podría escribir una versión de mi matrimonio con Vadim en la que él fuera un hombre indolente, cruel, misógino e irresponsable. También podría describirlo como el hombre más encantador, bucólico, poético y tierno del mundo. Las dos versiones serían ciertas.

Fue un mes después del asesinato de Kennedy, el 21 de diciembre de 1962, cuando Vadim reapareció en mi horizonte. Mi agente francesa, Olga Horstig, lo había invitado a una fiesta que daba en su casa para celebrar mi cumpleaños. Vadim y yo acabamos sentados juntos y pasamos casi toda la noche hablando. No se parecía nada al recuerdo que tenía yo de él. Era gracioso y simpático, algo estrafalario, pero despreocupado como un zapato viejo. He descubierto que si una persona con una imagen temible se descubre como un ser mortal normal y corriente, tendemos a poner a esa persona en un ilusorio pedestal de perfección.Y eso es peligroso. Una perspectiva objetiva y equilibrada siempre será la mejor. Al ir avanzando la noche, cantaba canciones militares obscenas de la guerra franco-argelina y hablaba con un acento francés que le daba un encanto irresistible. Por ejemplo: “Ay, Jane, no me digas que el alcoholismo es hejeditajio”. “Esta silla me jesulta inconfortable…”

Esto puede no parecer especialmente encantador, pero me lo decía mirándome con unos ojos verdes rasgados que coronaban unos marcados pómulos eslavos, unos ojos llenos de promesa y misterio. Dio mió, qué buenmozo era. De perfecto no tenía nada -dientes demasiado grandes, cara demasiado larga- pero el conjunto era sorprendentemente atractivo. Además, aparte de ser alto y muy delgado, no se parecía nada a mi padre.

Nuestro siguiente encuentro fue decisivo. Él había quedado con su director artístico, Jean André, en los estudios Éclair, donde yo estaba rodando con Alain Delon. Corrió la voz de que estaba en el bar y en cuanto hicimos una pausa, fui corriendo a verle. Iba ligera de ropa, con un body debajo de una gabardina que se abrió justo cuando entré al bar, sin aliento, sonrojada y claramente excitada. Eso le encantó, ver lo nerviosa que me ponía la verle. Yo era una chica de 26 años bastante ingenua y poco experimentada. Él tenía diez años más que yo y no había perdido el tiempo precisamente.

Al terminar nuestro día de rodaje, me llevó a mi habitación de hotel y caímos uno en brazos del otro sobre el sofá, besándonos apasionadamente, pero cuando por fin llegamos a la cama, él ya no tenía ganas de seguir. Yo pensé que era por mi culpa y me sentí humillada, pero lo disimulé para que él no lo pasara mal. Aquí estaba con Vadim, un amante legendario, y resultaba que era incapaz de hacer el amor conmigo.

¿Tendría yo algún defecto físico?

Aquella situación absurda se prolongó durante tres semanas. Yo estaba desesperada, me quería morir, pero no dejé que se me notara, porque no quería empeorar las cosas. Jamás se me pasó por la cabeza dejar de verlo. Eso habría sido admitir mi derrota. “Arreglarlo. Sé que puedo arreglarlo.” El hecho de que él fuera impotente durante el primer periódo de nuestra relación no me ahuyentó, sino todo lo contrario, me dio seguridad en mí misma. Quería decir que no era un superhombre. Era vulnerable, humano.

Cuando por fin se rompió el maleficio, pasamos dos días y una noche metidos en la cama y no nos separamos hasta que yo tuve que volver a Estados Unidos a promover Un domingo en Nueva York. Todo lo demás parecía no existir. Todas las tardes, cuando yo no tenía que trabajar, hacíamos el amor. Después nos dábamos un beso de despedida y él se disculpaba por tener que ir a ver a su hija de tres años, Nathalie, que entonces vivía con su madre, Annette Stroyberg.

Su forma de hacerme el amor era ocurrente, erótica y tierna. Aunque no entendía todo lo que me decía (o quizá precisamente porque no lo entendía), sus murmullos me parecían mensajes de otro planeta. Pero lo que me parecía igual de irresistible que el sexo era el cariño que le tenía a su hija. Tiene que ser un buen hombre si quiere tanto a su hija, pensaba yo.

Es indudable que me atraía porque tanto él como su estilo de vida eran lo opuesto al ambiente reprimido en que yo me había criado. Tenía una dignidad casi intangible que desmentía su mala fama. También me admiraba lo mucho que había vivido: había estado en la guerra, se había jugado la vida y era radicalmente distinto de todos los hombres a los que yo había conocido.

Supongo que era normal no dar importancia al hecho de que pasáramos una cantidad desmesurada de tiempo en un club del que Vadim era socio, donde se nos iban las horas bebiendo y donde él se metía en un cuartucho a apostar en unas carreras de carros eléctricos en miniatura, y tampoco me llamó la atención ir siempre en un carro con chofer. Ni siquiera cuando me explicó que le habían prohibido manejar durante un año porque había tenido un accidente por haber bebido más de la cuenta. Y tampoco me bajé de la nube después, cuando me contó que el día del accidente iba con Catherine Deneuve, que estaba embarazada de él y casi tuvo un aborto.

Nunca se me ocurrió pensar que aquel no era el hombre adecuado para enseñarme lo que era la intimidad, porque no sabía que me hiciera falta aprenderlo. No se puede buscar algo si no se sabe que existe. La intimidad tiene una textura propia y si nunca se ha experimentado, no se echa de menos. De hecho, si nunca se ha tenido y aparece de repente, es posible que la sola idea resulte muy incómoda y entren ganas de salir corriendo.

Quería quedarme en París con Vadim, así que acepté participar en su versión de la película La ronde. Nos mudamos a un romántico apartamento sin ascensor que estaba justo a la vuelta de la esquina, en la Rue Seguier. Vadim siguió trabajando en su película. Yo sabía que además de Nathalie, la hija de tres años que había tenido con su ex-mujer, tenía un bebé con la veinteañera Catherine Deneuve, y pensaba que tener hijos sin casarse respondía a una relación libre, a una falta de compromiso por ambas partes.

Y así fue como a los tres meses de llegar a Francia me fui a vivir con un hombre por primera vez en mi vida. Durante el rodaje de Juegos de amor a la francesa, Vadim y yo fuimos muy felices. Descubrí la enorme excitación sexual que me producía el hecho de que él me pusiera en las posturas que le interesaban. Me gustaba que me diera órdenes y sorprenderlo al superar sus expectativas. Siempre me ha gustado que me dirijan, no tener que tomar ninguna decisión, sino seguir unos parámetros ya marcados y encargarme de materializar la idea del director.

(...) Vadim había creado una filosofía de la vid, que compartían todos sus amigos, que consideraba la tacañería, los celos, el orden y la estructura como tras burguesas. ¡Qué Dios nos coja confesados! “Burgués” era lo peor que se podía ser, tan horrible como ser un traidor o un mentiroso. Incluso había ocasiones en que se llegaba a sugerir que el Partido Comunista Francés se estaba aburguesando.

Yo había heredado 150.000 dólares de mi madre. En aquella época era una buena cantidad de dinero, algo con lo que poder contar si me lo administraba sabiamente. Pero Vadim no entendía por qué me negaba a darle una gran parte de ese dinero para poder contratar a un amigo que viniera con nosotros de vacaciones y a trabajar con él un guión. Al principio me pareció un disparate y se lo dije. Pero al cabo de un tiempo me entraron remordimientos por ser tan mezquina, así que acabé cediendo. Tardé varios años en darme cuenta de que Vadim era un jugador compulsivo, que a menudo elegía los exteriores de sus rodajes y los lugares a los que íbamos de vacaciones por su proximidad con algún hipódromo o casino. Yo no me podía imaginar que la ludopatía fuese un trastorno adictivo tan difícil de superar como el alcoholismo o la anorexia. Pero se llevó por delante una gran parte de la herencia de mi madre.

Los celos estaban igual de mal vistos que la tacañería. ¿Por qué las mujeres daban tanta importancia al acto físico de la copulación? Que cualquiera de los dos cónyuges (aunque siempre parecía ser el marido) tuviera una relación sexual con otra persona no implicaba una traición… “Es a ti a quien quiero”. Vadim pasaba horas y horas hablando con sus amigos de que la revolución sexual de los años 60 por fin había demostrado lo que ellos siempre habían sabido: había que acabar con la moralidad pequeño-burguesa y sustituirla por la libertad sexual y el matrimonio abierto. Puede que nada más conocernos detectara mi maleabilidad e inseguridad sexual. En cualquier caso, ante él me sentía vulnerable y estaba convencida de que para conservarlo y ser una buena esposa, tenía que demostrarle que era la reina de la “antiburguesía”, merecedora de un Óscar por mi mente abierta y mi capacidad de perdonar.

Al ir pasando el tiempo, Vadim dejó de volver a casa por la tarde. Yo le esperaba con la cena preparada y él no aparecía. Muchas veces ni siquiera llamaba. Entonces yo me comía toda la comida que había cocinado para los dos, salía a comprar pasteles y helado francés, me daba un buen atracón, lo vomitaba y me metía en la cama agotada y furiosa. A veces llegaba a media noche y se desplomaba en la cama borracho. Otras veces volvía de madrugada. Yo me tragaba la indignación (igual que me tragaba el helado), sin atreverme a plantarle la cara por su comportamiento. No quería parecer burguesa. No creía merecerme nada mejor.

Entonces una noche trajo a casa a una pelirroja lindísima y la metió en nuestra cama conmigo. Era una prostituta de lujo del burdel de la famosa Madame Claude. A mí no se me pasó por la cabeza negarme. Le seguí el juego y me lancé a hacer un trío con la habilidad y el entusiasmo de la actriz que soy. Si eso era lo que él quería, estaba dispuesta a dárselo.

Unas veces éramos tres y otras éramos más. En algunas ocasiones me encargaba yo de buscar la carnaza. Se me daba tan bien ocultar mis verdaderos sentimientos que acabé por convencerme de que estaba disfrutando de aquello.

Había una cosa de la que sí disfrutaba yo, que era la mañana siguiente, cuando Vadim se iba y yo me quedaba tomando café y hablando con la mujer de turno. Era un intento de humanizar la relación, un antídoto contra nuestro estatus de “mujer objeto”. Yo hacía muchas preguntas para averiguar por qué aceptaban compartir nuestra cama (¡cosas que nunca me preguntaba a mí misma!) y, en el caso de las prostitutas, por qué habían decidido dedicarse a eso. Me escandalizaba la crueldad y los abusos que habían sufrido muchas de ellas, haciéndoles creer que el sexo era lo único que podían ofrecer. Sin embargo, muchas de ellas eran inteligentes y podrían haberse dedicado a cualquier otra cosa. Las horas que pasé con aquellas mujeres me sirvieron para moldear el papel de la prostituta Bree Daniel en la película Klute, por el que me dieron un Óscar. Muchas de ellas murieron de una sobredosis de drogas o víctimas del suicidio. Algunas se casaron con altos ejecutivos y otras con miembros de la nobleza. Una de ellas, con la que conservo la amistad, me dijo hace poco que Vadim estaba celoso de nuestra buena relación y que una vez le dijo: “Aunque pueda parecerlo, Jane no es lista. Es tonta”. A veces, Vadim parecía tener una necesidad de menospreciarme, como si me comiera una parte de su espacio vital. Pero si un hombre no está orgulloso de estar casado con una mujer lista, es muy probable que se deba a que está terriblemente inseguro de su propia inteligencia...