Iván Mejía tiró picante pregunta sobre convocatoria de Rinaldo Rueda en la Selección Colombia
Iván Mejía tiró picante pregunta sobre convocatoria de Rinaldo Rueda en la Selección Colombia | Foto: Karen Salamanca

FÚTBOL

¿Sobreviviremos a los periodistas deportivos?

Sabios del balompié, creadores de frases insólitas, o impulsores de lugares comunes. Algunos narradores y comentaristas deportivos logran, con sus disparates o su erudición, alejarnos del fútbol.

Diego Rubio*
1 de enero de 2018

Si las cuentas no me fallan, solo a dos colombianos no les gustó del todo la clasificación de Colombia al Mundial de Rusia 2018: a un periodista con ínfulas de erudito que responde al nombre de Carlos Antonio y a mi esposa, quien sabe que me gastaré en pasajes, en boletas y en vodka los ahorros que teníamos destinados para el millonario bono escolar de nuestro hijo, pues en el país del Sagrado Corazón y las novelas sobre traquetos los papás pagamos por educación como si estuviéramos en la mismísima Moscú… pero esa es otra historia.

Concentrémonos en el segundo punto: el periodista Carlos Antonio, el Profe. Un profe que, como su milenario apodo bien lo indica, se pasa la vida dictando cátedra. No comenta, sentencia. No valora, decreta. No opina, pontifica. Es el profeta del fútbol, el dueño de un mensaje divino, el elegido para guiar a una manada ciega que debe creer en su palabra. Cuestión de fe.

Que la selección de Costa Rica que se llevó por delante a Italia, a Inglaterra y a Uruguay en el Mundial de Brasil era bien flojita, decía… Amén. Que era un error poner de titular a Duván Zapata, la figura del partido que le dio el cupo a Colombia para Rusia 2018, aseguraba… Aleluya. Que José Néstor Pékerman (don José, le dice con tonito irónico) es un técnico mediocre, que dirige una selección mediocre, que entró al mundial porque enfrentamos a equipos mediocres, que usted y yo y sus amigos y los míos somos una parranda de mediocres, ¡mediocres!… Podemos ir en paz.

No sé ustedes, pero cuando yo veo los programas dedicados a comentar la actuación del equipo nacional, pocas veces me puedo ir en paz. Y no porque los periodistas que integran las mesas de discusión no sepan de fútbol (de hecho, creo que pocos en Colombia entienden la táctica y los sistemas de juego como el Profe), sino porque parecen más capítulos del show de la señorita Laura que espacios dedicados al análisis del juego.

Voy a confesarles un sueño infantil: yo quise ser uno de esos bravucones. No solo me moría por comentar detrás de un micrófono los partidos de mi adorado Deportivo Cali, sino que me proyectaba defendiendo a muerte mis posiciones frente a una cámara. Y sí, pensaba que el buen periodista era ese macho cabrío que ponía cara de intelectual y voz de conferencista de superación personal para opinar a sus anchas desde una especie de púlpito, pero siempre con una puñaleta debajo de la sotana por si alguien osaba contradecirlo.

Esa fantasía infantil se fue diluyendo mientras navegaba por las aguas mansas de la comunicación social. Casi sin darme cuenta fui entendiendo que no me interesaba saber quién era el lateral izquierdo del Deportes Quindío, que odiaría pasarme la vida haciendo preguntas del tipo: “Se luchó pero no se consiguieron los puntos, ¿no?”, que me sentiría ridículo poniéndoles apodos a los futbolistas que da la tierrita... Lugares comunes, al fin y al cabo.

Porque, aceptémoslo, la mayoría de los comentaristas son antenas repetidoras de frases de cajón: si dos equipos empataron, se “dividieron los puntos” –¿Ah? ¿Le dieron un punto y medio a cada uno?–; si alguno ganó, se llevó tres puntos de oro –país traqueto, aquí todo es de quilates–, si es un partido entretenido, está “para alquilar balcón” o es “no apto para cardiacos”; si un entrenador decidió meter delanteros, “puso toda la carne en el asador”; si un lateral corrió pegado a la raya, “se proyectó por el andarivel” –a ver, los reto a que definan la palabra ‘andarivel’ sin usar un diccionario–, y si un equipo se prepara para competir en un torneo internacional, “viajará con una maleta llena de sueños” –¿así o más cursi?–.

Este artículo es, de hecho, un lugar común en sí mismo. Todos lo sabemos, todos lo repetimos: el periodismo deportivo colombiano está gastado. Desborda la arrogancia. Sobra la zalamería: “Tiene toda la razón, Carlos Antonio, completamente de acuerdo con usted”, se oye cada cinco minutos en las transmisiones. Pocas veces se traduce la táctica a un idioma entendible para un cristiano no futbolero. No se respeta el silencio que a veces necesita el telespectador o el radioescucha –bellas palabras– para poder disfrutar de un partido en paz.

Imagino lo que están pensando: si el imbécil que escribe este artículo se las sabe todas, y si le parece tan fácil, ¿por qué no se dedica a comentar fútbol? Porque, para serles sincero, no me parece nada fácil. Yo también hablaría de balcones alquilados, me inventaría metáforas con la carne, pero eso sí, jamás diría: “¡Aumenta el consumo de uñas!” (sobre mi cadáver). Sé que no podría competir con los comentaristas de hoy, pues una cosa sí hay que reconocerles: jodido trabajo ese de opinar sobre fútbol en un país donde cualquier aficionado no solo se cree comentarista, sino técnico.

Y yo, un colombiano más con ínfulas de Profe, prefiero comentar los partidos entre amigos y desde la tribuna. En especial los del próximo mundial, que va a estar no apto para cardiacos. Así que desde ya voy empacando una maleta llena de sueños… y de vodka comprado con los ahorros que estaban destinados para el bono escolar de mi hijo.

*Periodista.