Los 700.000 habitantes de Ciudad Bolívar se han beneficiado con este sistema de transporte. | Foto: Guillermo Torres

TRANSPORTE

Las vidas que cambió el TransMiCable

Cientos de personas en Ciudad Bolívar viajan ahora en Transmicable, un sistema que acortó trayectos de una hora a solo 13 minutos. También genera empleo, desarrollo social y hasta turismo.

Ana Cristina Ayala.
15 de julio de 2019

Es un trazo en el cielo que guía el vuelo de 163 cabinas por encima de 40 barrios de Ciudad Bolívar. Emerge como un pabilo desde la primera –o última– estación: la del Tunal. Pausa en el Juan Pablo II, luego en Manitas y se resuelve a casi tres y medio kilómetros del punto inicial: en la estación del barrio Mirador del Paraíso. Las cabinas, de vez en cuando –los fines de semana, sobre todo– retiñen el trazo, cargando a quienes antes no se atrevían –y ahora sí– a ser turistas.

Es el TransMiCable, el sistema de transporte con el que las 700.000 personas de Ciudad Bolívar (80.000 directamente), según el Distrito, se benefician al poder viajar suspendidas en el aire entre la ciudad y aquel situado a 2.824 metros más cerca de las estrellas.

–Le da a uno como vértigo– dice un hombre en la cabina. El viento nos embiste, silba y mece. Él regresa a su casa en el Mirador y allá voy yo de visita. Le pregunto si lo toma todos los días.

Esto sí es lo mejor que han podido hacer por Ciudad Bolívar –dice, flotando en medio del aire–. Esto sí fue un cabezazo. Esto es hermoso, Dios mío.

Junto a la plaza del Mirador camina Eduardo. Le pregunto por el precio de su casa: 200 millones de pesos.

–¿No ha pensado en montar un negocio? –pregunto.

Con las manos engrasadas señala el furgón desguazado frente a su casa.

–Lo mío son los camiones. No el turismo, ni el restaurante, ni el café. Si alguien tiene con qué construir un segundo, tercer piso, podría montar un restaurante con vista a la ciudad –responde.

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Andrea aparece por detrás cuando husmeo por la ventana de otra casa.

–Ellos no abren hoy, pero yo les puedo colaborar –dice. En su mano carga un souvenir del TransMiCable: un cubito en madeflex con ventanas, puertas y logos pirograbados. Se gana 1.000 pesos, confiesa, de los 5.000 que cuesta el souvenir.

Pero lo suyo es el turismo. El Mirador es –será– muy concurrido y ella es –será– quien convenza a los turistas de ser turistas. Que salgan del sistema y conozcan la plaza. Que caminen por la calle muralista y prueben la gastronomía y lleguen a la Piedra del Púlpito y visiten la parroquia. Cuenta John que –Andrea y Mayerli (amigos del turista)– sí que nos colaboran para que la gente pierda el temor.

Antojos del Mirador fue, hace años, un rancho en madera. John llegó a los 18 y le dio –dice– muy duro.

–Esto era frío y ¡leeejos! Preferí meterme al Ejército con tal de irme–.

Lo de John fueron los eléctricos en San Andresito hasta que Antojos del Mirador abrió sus puertas, el día en que TransMiCable abrió las suyas.

–Y esto acá es como un pueblito–.

Miro y sí: tiene plaza con casas alrededor, pintadas con verde y naranja. Embellecidas por el plan de embellecimiento de la Alcaldía. No tiene iglesia, no, pero tiene la estación del TransMiCable.

Andretti espera a niños y guías en la fundación Nugesi21, en el barrio Bella Flor. Dice que en el TransMiCable va siempre cómodo, nunca estrecho, como sí en el SITP. Además, cuando sube, cuando baja, la sirena grita y todo el sistema frena el vuelo a medio metro por segundo para que pueda empujar, con tranquilidad, su silla de ruedas.

Pero lo de él es el liderazgo.

–No se imagina lo que significa que un pelado le agradezca a uno por salvarle la vida –advierte.

Dice que, con lo del TransMiCable, era incrédulo.

–Pero la verdad es que llegó el cable y por eso abrimos la Ruta de la Esperanza. Con los tours les damos empleo a dos jóvenes y a cinco madres cabezas de hogar –señala.

Jenny es madre de tres y conoce a Ciudad Bolívar desde niña. Lo suyo era vender chupetas en la calle, pero descubrió que le interesaba el lenguaje: refinar el que ya tiene y aprender inglés.

–Quiero recibir a los gringos en su idioma, para que no tengan que venir con traductor –explica.

Con 5.000 pesos se hace “un diario”: compra una libra de arroz, un aceite y cuatro huevos. Con un tour rural, que es más costoso que el urbano, soluciona la semana.

–Cuando salen más tours gasto 10.000. Compro pollo o carne y comemos más sustancial –dice.

Asegura que los campesinos de las veredas de La Quiba alta ya no bajan tanto porque los turistas llegan a ellos. Allá almuerzan carne asada o se llevan la gallina. Compran leche cruda, queso, huevos.

–Por eso –dice Cristian Robayo, edil de Ciudad Bolívar– el TransMiCable debería conectarse entre nosotros y no solo con la gran ciudad. Nuestra comunidad podría abastecerse a sí misma.

Algo parecido dice Carolina Blanco. Ella es arquitecta, docente de la Universidad de los Andes. Investigó los barrios detrás del Metrocable en la comuna nororiental de Medellín. Me dice que el transporte es importante, sí, pero que estos proyectos terminan siendo verdaderos laboratorios de ciudadanía.

–El poder del urbanismo es el de cambiar la mirada que las comunidades tienen sobre sí mismas –afirma.

Jorge Eliecer nació un 9 de abril y ya tiene 50. De su vereda recuerda la soga que unía un par de montañas.

–Así cruzábamos el río–, recuerda–

–¿Y transportaban bultos?

–Sí, de café, yo trabajaba el café.

Se emocionó cuando a Ciudad Bolívar le anunciaron su propia tarabita.

–¡Voy a ser el primero en montarme! Eso fue lo que dije –.

Erigió una casa en madera, lata, tríplex.

–Llegué hace diez años siendo campesino y me hice reciclador. Muchos campesinos nos hicimos recicladores sin darnos cuenta –recuerda.

En su jardín, bordeado de un cerco y techo de tablones, donde las curubas hinchadas se enredan con las flores blancas de manzanilla y el fuego de las caléndulas, dice, se olvida de todo. Porque lo suyo es el campo. Vino de Chaparral, Tolima, y se desplazó de allá hacia acá, forzado por la violencia. Le pregunto si usa el TransMiCable. Me dice que le sirve para llegar a otros barrios, o al centro, para las reuniones de víctimas líderes.

A Nuri, su esposa, no le gusta salir. Su sobrino tiene 17 años y es una de las nueve bocas que allí comen. Michael es grande para los colegios cercanos y por eso se educa en el Idipron. A estudiar, cuenta, iba antes en el TransMiCable.

–Pero se me acabó la tarjeta –su voz es fina– y ahora me voy a pie por la cantera.

*Periodista.