Mamo Kogui, Sierra Nevada de Santa Marta. | Foto: César David Martínez

Opinión

“Revalorar la ancestralidad es parte de la evolución”: Brigitte Baptiste

El conocimiento de los antiguos fue igual en todo el planeta: una sucesión de experimentos que al final quedó grabada en la memoria, los relatos y sus modos de ser y hacer.

Brigitte Baptiste*
1 de septiembre de 2020

La noción de conocimiento ancestral proviene del reconocimiento que sociedades más jóvenes o con menor trayectoria en un territorio hacen de la síntesis cognitiva que han construido otras más antiguas y cuya presencia activa respalda aún modos de vida adaptados a sus condiciones ambientales.

El conocimiento ancestral, entendido de esta manera, no es esa suma de narraciones poéticas abstractas sin aplicación práctica en la vida social al que muchas personas se refieren, dando a entender que se trata de un mensaje ético y estético sin contenido material, con lo cual cometen un profundo error de interpretación: la eventual dificultad para acceder a las ciencias de los pueblos nativos radica en la visión simplista con la que hemos sido educados para hacernos sentir todopoderosos en Occidente con una cultura “superior” que, por tanto, tiene el derecho de tomar decisiones por encima de todas las demás; el obtuso y peligroso origen de todas las discriminaciones.

Si revisamos cuidadosamente la configuración de un sistema de conocimiento, veremos que cada sociedad, en la medida que se inició con la migración humana desde África hace unos 200.000 años y resultó en la ocupación y rápida transformación de todos los ecosistemas silvestres del planeta, definió un estatuto particular de su relación con el mundo acorde con sus estrategias adaptativas al territorio. Este fenómeno tan único y particular de la historia del planeta llevó a la constitución de la multiplicidad de culturas que se autoinventaron a partir de su experiencia en las sabanas intertropicales, las selvas ecuatoriales, los mares y las costas de cada continente, sus montañas secas o húmedas, los bosques y las tundras boreales, incluido el Ártico. Este proceso de invención social de la “naturaleza” fue lo que constituyó sociedades de pescadores en el Caribe, de cazadores recolectores en el llano, de horticultores en las selvas o las montañas y con los años, de productores de café, oro o software.

Cada enclave de vida silvestre resultó en un conjunto de prácticas únicas, donde el lenguaje mismo se ajustó para nombrar cada bicho o planta, cada recodo de la geografía, cada procedimiento para acercarse a ellos. Con ello asoció sus maneras de actuar con el comportamiento estacional de cada paisaje en un proceso de ensayo y error que dio lugar a preceptos normativos y comportamientos más o menos adaptativos: la ciencia de los antiguos fue igual en todo el planeta, una sucesión de experimentos que al final quedó grabada en la memoria, los relatos, los modos de ser y hacer. Todo aquello que era sorpresa, quedó también grabado, pero la dificultad de establecer contexto a un evento único lo hizo más mágico que el resto de las cosas. En la combinación de tranquilidad y adrenalina radica la ancestralidad.

Desde el punto de vista biológico, los seres humanos establecemos conexión con el resto del mundo desde el vientre de la madre y en el contexto colectivo de su familia ampliada, que hoy puede contener, además de gente (cariñosa o abusadora), tormentas y marejadas, estrellas en la noche negra, orquídeas cultivadas, maíz, maíz transgénico, mascotas urbanas, personajes mediáticos y bichos virtuales, estímulos o seres con mayor o menor capacidad de agencia que configurarán para siempre el ecosistema de cada quien y de manera completamente singular. La exposición a todos los componentes del mundo alimenta el desarrollo neuronal y sensible de las personas, lo cual, combinado al ánimo de aventura y a una sana alimentación que permita la instalación de una colonia bacteriana adecuada para aprovechar la oferta local, generará no solo un sistema inmunológico robusto, sino una serie de capacidades diferenciales que a menudo llamamos talento.

Los preceptos ancestrales, sin embargo, se convierten en estereotipos y rituales que, si bien garantizan el control de lo incierto, también actúan en contra de la evolución, dado que, una vez establecidas ciertas pautas de supervivencia, el mismo cerebro buscará estabilizar la situación y minimizar los riesgos: la comodidad es un resultado evolutivo, a veces conocida como la ley del menor esfuerzo. La madre de todos los vicios. Para evitarlo, la diversidad produce diversidad como mecanismo de innovación y adaptación, y aunque generación tras generación resulten ciertos patrones de comportamiento y modos de vida que se consolidan si las condiciones del entorno se mantienen dentro de ciertos umbrales, mantendrá cierta insatisfacción, cierta incomodidad que nos habrá de mantener alertas: los dioses del pasado no siempre responden. La conexión neuronal con el resto del ecosistema definirá si una situación es “normal”, y generará un modelo de identidad y unos parámetros de estabilidad que servirán para juzgar en adelante toda situación desconocida. La incertidumbre inherente a la lógica de los sistemas complejos puede no manifestarse en miles de años, como en el caso de las selvas ecuatoriales, definiendo un estado estable con una imagen idílica, obviamente construida: la memoria ancestral es humana y voluble.

‘STATU QUO’

Cuando se establece la ancestralidad como fuente de valor moral, toda intervención externa será percibida y evaluada como un intento de destrucción a priori de las condicio- nes de verdad preestablecidas. En esa situación, prima el statu quo, un estado resistente y conservador que, al haber persistido durante tanto tiempo, se valora como una solución evolutiva satisfactoria. Hasta que cambia el clima, llega un huracán o un invasor. En pocas palabras, si algo es bueno no tiene por qué cambiar, pero como todo cambia, hay riesgo de que deje de ser bueno o se convierta en algo mejor.

La perspectiva neuroecológica reconoce el vínculo que se establece entre las personas desde su primera infancia y las características del entorno en que crecen. Por ese motivo, la mente no establece diferencias entre un universo orgánico, un contexto totalmente urbano o, lo estamos comenzando a ver, la matrix.

El ecosistema en el cerebro es una representación del universo complejo que presumimos existe afuera, y que pareciera cambiar constantemente de acuerdo con nuestros sentidos. A menudo llamamos a ese cambio un “desastre ambiental” o no lo reconocemos cuando realmente lo es, por las limitaciones inherentes a los parámetros de tiempo y espacio de nuestra experiencia: los conflictos entre comunidades locales y el Estado pertenecen a esta disonancia cognitiva que solo se transforma viajando y experimentando muchas realidades alternativas, para vencer el chauvinismo natural.

El conocimiento ancestral puede estar sistematizado en extensísimas narraciones orales, musicales, llenas de señales nemotécnicas y valores entre- tejidos que provienen de las estrategias a las que cualquier cultura acude para vivir bien en un entorno determinado. Se transmite genética y meméticamente, y puede consolidar tanto un mundo de sostenibilidad, belleza y disfrute, como uno de terror y sometimiento, cuando la ancestralidad se convierte en discursos nacionalistas, obligaciones patrióticas, religiones culpabilizantes o ideologías moralizantes que requieren su imposición para funcionar en un mundo siempre cambiante: porque la libertad proviene de la capacidad de cuestionar el origen, las trayectorias y el presente, todas atadas a sus autores, con el fin de acomodarse a la mejor opción, que puede implicar una ruptura total con el pasado, pese a las admoniciones de los profetas, o acomodarse a la belleza de la invención histórica. Pero cada vez somos más capaces de ser libres y revalorar la ancestralidad, así es la evolución.

*Bióloga, rectora de la Universidad EAN.