La mayoría de los bogotanos ha acatado la cuarentena obligatoria decretada por el Gobierno. | Foto: AFP

ANÁLISIS

"El futuro ya comenzó": Melba Escobar

La periodista y escritora colombiana nos recuerda el mensaje del coronavirus: el bienestar propio no es posible sin el de los demás.

Melba Escobar*
29 de marzo de 2020

Si hace tres semanas alguien me hubiera dicho que Bogotá iba a ser una ciudad fantasma hoy, no le hubiera creído. Tal vez si a eso le hubieran agregado ejemplos de ciencia ficción, salidos de películas como Contagio, mezclado con Los juegos del hambre, Ensayo sobre la ceguera, mucho de Matrix, y un poquito de El cuento de la criada, entonces me lo habría creído aún menos. Y, sin embargo, pareciera como si en esas calles vacías que veo por mi ventana los únicos acontecimientos de referencia para lo que ocurre fuesen salidos de la ciencia ficción.

Lo cierto es que esto que está pasando en vivo, y, además, a nivel global, se parece demasiado a un episodio de Black Mirror como para convencernos de que no habrá un momento en que el capítulo se habrá terminado y volveremos a lo que sea que estábamos haciendo en nuestra “vida real”.

Pero por más que los detalles simbólicos en la trama de este presente inverosímil sean coherentes con la ficción, más que con la cotidianidad a la que estábamos acostumbrados, esto está pasando. Escuelas, universidades, teatros cerrados. Todo el mundo encerrado en sus casas. La orden de no salir por temor a contagiarse o contagiar a los demás. Los supermercados atestados de gente nerviosa, con pánico y el impulso primitivo de echar una porción adicional de pan, huevos, café, leche o harina en el carrito. Y cuando digo “todo el mundo” no estoy hablando en sentido figurado. Es decir “todo el mundo”, no es mi barrio, la gente en mi oficina, ni siquiera en mi ciudad. Es literalmente todo el mundo, sin las comillas.

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Gente ofreciendo jabón antibacterial a la entrada de los hospitales de cualquier ciudad, en cualquier país. Nos sentimos acompañados, felices de tener la tecnología para distraernos en medio del encierro. Nos mostramos comprensivos. Pacientes. Hacemos las veces de profesores de nuestros hijos, cocinamos como no lo habíamos hecho en años, leemos que hoy Nueva York sobrepasa miles de contagiados, que en Italia los muertos son más que los de China, que el presidente nos mandó a quedarnos en casa por otras tres semanas. Una orden que es la orden del día, así como hace tres días era otra. Y como a toda esta anormalidad hay que darle un nombre, el Gobierno saca uno del cajón en donde está guardada la Constitución: Estado de Emergencia.

Estado de emergencia

El coronavirus es pura poética narrativa porque llega en el momento preciso en que el mundo anuncia el apocalipsis. Hablamos de la desigualdad creciente y planetaria, del calentamiento global, de las amenazas terroristas, de la escasez del agua y, justo en ese contexto: ¡Boom! Cae el covid-19. Y no es un meteorito. No es el derretimiento definitivo de los polos glaciares, tampoco el fin de la vida marina. No es, en fin, ninguno de los muchos finales posibles y anunciados por personajes como Greta Thunberg en marchas alrededor del mundo, alimentadas por activistas que en estos momentos no pueden salir de sus casas y pasean sus desesperadas pancartas por las redes sociales.

Nos cae una enfermedad contagiosa de resonancias proféticas, por no decir bíblicas, para recordarnos que estamos parados muy cerca del abismo como humanidad. Aunque no venga a hacerlo en ninguna de las tantas formas anunciadas por científicos y adivinadores, el coronavirus viene a confirmarnos un miedo latente y compartido en estos tiempos.

El poder del miedo

Desde la poética aristotélica pasando por Shakespeare hasta García Márquez, el miedo a la muerte ha sido causa, justificación y efecto de hazañas, crueldades y conquistas. También el amor, la compasión y el deseo, atravesados por el miedo a la pérdida o el fracaso, han sido motor de valentía y arrojo. La pandemia nos muestra el poder del miedo, en especial de ese miedo primario y esencial de los seres humanos: el miedo a la muerte.

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Por cuenta de él, somos capaces de dejarlo todo. Cancelar nuestra vida. Encerrarnos en casa con nuestros parientes más cercanos. Obedecerle al presidente, aunque nos parezca inepto, a la alcaldesa, al informe de la Organización Mundial de la Salud, desobedecerle al jefe, suspender la vida con todo aquello que hace un par de días parecía imprescindible.

¿Imprescindible?

Hemos visto la llegada del hombre a la luna y descifrado el genoma humano. Pero, al mismo tiempo, somos la misma especie indiferente al dolor de los otros, capaz de emociones primitivas por no decir caníbales, con niveles tan bajos de empatía que nos permiten compartir el hashtag #quedateencasa sin que nos perturbe por un segundo la idea de todas esas personas que no tienen un techo donde quedarse. Esto sin mencionar que habitamos en un país donde más de la mitad de su gente vive en la informalidad, lo que significa para muchos que el día que no se trabaja no hay qué comer. Y ahora que estamos todos encerrados, el taxista no sale, como tampoco el que cuida los carros, ni el mesero, ni el embolador de zapatos, ni el paseador de perros, ni la entrenadora personal, ni algunas empleadas domésticas sin contrato laboral y así.

Quizá, como en la teoría de Darwin, solo nos interesa prevalecer sobre los otros, así esa lógica termine por destruirnos. La paradoja es que una enfermedad contagiosa viene a decirnos que sólo podemos estar bien si estamos todos bien. Porque no basta con llevarnos todo el papel higiénico, el jabón antibacterial o los tapabocas del supermercado, no. El coronavirus manda a decir que necesitamos protegernos por igual para alcanzar el bienestar propio que no es posible sin el de los demás.

Pienso que, si somos capaces de detener el tiempo, cancelar los viajes, eventos, cerrar museos, escuelas, restaurantes, salas de cine y peluquerías, si realmente entendemos que hay prioridades, como la vida misma, por ejemplo, entonces también deberíamos estar en condiciones de repensar seriamente y de manera estructural los grandes temas de la humanidad en los que, a pesar de los muchos avances científicos y tecnológicos, estamos cada vez peor.

Si bien creo que en unas cuantas semanas todo irá volviendo a la normalidad tal como la conocemos, también creo que esta enfermedad es un campanazo de alerta para entender que, si no corregimos muchos de los hábitos humanos que ahondan en la injusticia, la avaricia, la violencia y el daño contra el planeta, terminarán por destruirnos. Sea esta la oportunidad de imaginar un mundo donde las cosas puedan pasar de otra manera. El simulacro ya se terminó y el futuro ya está sucediendo. Lo imprescindible ahora es un cambio definitivo.

*Escritora.

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