Series Faenza. Antropofagia 08, 979. Abajo: Series Faenza. Antropofagia 06 Gelatina de plata 50 x 70 cm 1979. © Miguel Ángel Rojas

10 AÑOS DE POLÍTICA PÚBLICA LGBTI EN BOGOTÁ

La conquista del territorio:

A fuerza de voluntad, los sectores sociales LGBTI se han abierto un espacio en Bogotá a través de bares, grupos sociales y puntos de encuentro. ¿Cómo pasaron de la oscuridad a la luz de día? Reportaje.

Christopher Tibble* Bogotá
11 de agosto de 2017

Corría 1964 cuando el artista Miguel Ángel Rojas, recién graduado del colegio, conoció por primera vez el Teatro Faenza, en el centro de Bogotá. Para ese entonces, la sala de cine, construida cuatro décadas antes, ya había caído en desuso y proyectaba películas de segunda, a menudo protagonizadas por vaqueros o karatecas. Aun así, gozaba de popularidad, en especial los domingos, cuando la gente se arremolinaba en su entrada. Ese día –se enteraría Rojas– cuando la sala se encontraba más vacía que llena, hombres se reunían en sus baños y en algunas zonas de la platea para tocarse o tener relaciones sexuales, algo usual también entre semana, abrigados en un anonimato que en su momento era necesario: todavía tendrían que pasar muchos años, hasta 1980, para que en Colombia la homosexualidad dejara de ser un delito que se pagaba con cárcel.

Una década después de su primera visita, a mediados de los años setenta, Rojas regresó para incorporar esos encuentros en su arte. Equipado con una cámara Pentax de 35 milímetros que un amigo le había traído de Panamá, tomó en el Faenza y en teatros como el Mogador y el Imperio unas series fotográficas clandestinas, de larga exposición, en las que la única fuente de luz era la que provenía de la pantalla. En el país diferentes artistas se habían aproximado a lo diverso –entonces no existía el acrónimo LGBTI–, como la antioqueña Débora Arango o la bogotana Hena Rodríguez en los años treinta, o el fotógrafo paisa Benjamín de la Calle, quien en los veinte documentó la vida travesti en Medellín. Las fotos de Rojas, junto a los grabados de Luis Caballero, serían, al decir del curador y subdirector de las Artes del Idartes, Jaime Cerón, las primeras obras que “enunciarían de manera explícita el tema de la homosexualidad en Colombia”. Pero, quizá aún más importante, las fotografías de Rojas evidenciaron el papel marginal al que estaban consignados en ese entonces los sectores sociales LGBTI en Bogotá.

Sin título, 1973, óleo sobre papel entelado. 195 X 390 cm. Obra del pintor bogotano Luis Caballero (1943-1995).

Ahora que la capital celebra diez años de la Política Pública LGBTI, que en 2007 estableció los lineamientos para garantizar los derechos de las personas lesbianas, gais, bisexuales y transgeneristas en el Distrito Capital, vale la pena repasar la historia de estos grupos en la ciudad, a sabiendas de que cualquier lista, por larga que sea, siempre estará incompleta.

Bares, parques y saunas

Los lugares de encuentro gay en Bogotá se remontan a los años cincuenta, a una época cuando la población de la ciudad apenas rondaba los 600.000 habitantes. En ese entonces los hombres gais de clase alta solían reunirse de manera clandestina en unas casas en el centro de la ciudad que, sin ser discotecas, giraban alrededor de la luz: un bombillo avisaba a sus integrantes, conocidos como Los Felipitos, si llegaba la policía. “Esos fueron los primeros sitios gay de la capital –dice el escritor Alonso Sánchez Baute–. Quedaban cerca de la 19, muy poca gente los conocía, no tenían nombre”. Un tiempo después, en los años sesenta, empezaron a aparecer unos cuantos bares menos informales. El primero se llamaba El Arlequín, ubicado en la calle 23, entre la quinta y la sexta. Se trataba de un bar forrado en cortinas de terciopelo rojo y que, al parecer, albergaba en su interior un enorme florero de gladiolos. Su propietario, al igual que sus predecesores, valoraba la privacidad. “El dueño del bar chequeaba siempre quién entraba y para uno ingresar debía tener un conocido que lo llevara. Allá llegaba la policía y la negociaban, porque el tipo pagaba para que no entraran”, dice un testimonio en Tras las huellas del arcoíris, la tesis universitaria de Juan Leonardo Bello Rodríguez.

Pronto, sin embargo, el sendero se bifurcó: como una onda tardía de los disturbios de Stonewall del 69, episodio con el que inicia en Estados Unidos el movimiento por los derechos de las personas pertenecientes a los sectores sociales LGBTI, durante las siguientes dos décadas brotarían varios rumbeaderos gais en Bogotá, como Piscis, Safari, Disco Fuego, Calles de San Francisco, entre muchos otros, por lo general ubicados en el centro, en Chapinero, localidad que a partir de los ochenta se convirtió en el epicentro LGBTI de la capital. “Esos eran unos espacios donde la comunidad gay podía ir y sentirse segura. La gente creía que en ellos se hacían orgías, pero eso no pasaba. Al igual que ocurre en los sitios de hoy, eran espacios para recibir y dar afecto –asegura Sánchez Baute, antes de agregar–: la mayoría de los gais en Bogotá no tienen familia. Es gente, aunque no toda, que viene del campo, en muchos casos expulsados de sus casas, y en estos bares y discotecas logran generar un sentido de familia”. Solo fue en los años noventa y comienzos del 2000, que la rumba gay empezó a profesionalizarse en Bogotá y a salir del anonimato, gracias a establecimientos como Cinema, Theatron y, más recientemente, El Mozo.

En los años setenta y ochenta, sin embargo, la comunidad gay aún se veía obligada a comunicarse por canales clandestinos, pues aunque la homosexualidad dejó de ser un delito en 1980, su situación solo empezó a mejorar de manera sustancial a partir de la Constitución del 91, que impulsó la creación de grupos, y que creó y fortaleció instituciones que fomentaban el ejercicio de derechos de las poblaciones altamente vulneradas, como la Corte Constitucional o la Defensoría del Pueblo. Para encontrarse en ese entonces, además del voz a voz, los gais dejaban papelitos en las casetas de teléfonos con sus beepers o apartados aéreos, o publicaban sus datos en fanzines o en revistas porno, que se vendían en algunos quioscos. Muchos, así, iniciaban relaciones epistolares
en las que podían pasar meses o años antes de que hubiera un encuentro en persona. También era la época en que, para no ser identificados, cubrían con trapos las placas de sus carros cuando parqueaban a las afueras de las discotecas y, en un guiño a sus pares, colgaban afiches o grabados de Luis Caballero dependiendo de la condición socioeconomica de su dueño.

El primer número de la revista Ventana Gay circuló en agosto de 1980, bajo la dirección de Manuel Antonio Velandia.

La clandestinidad de esos métodos no quería decir que en Bogotá la lucha por los derechos LGBTI no hubiese comenzado, activistas como Manuel Antonio Velandia incidieron en la creación de la primera revista gay de gran calado en el país, Ventana Gay, que apareció en agosto de 1980, así como en la primera marcha LGBTI dos años después, en la que, a pesar de la represión de la policía, unas 30 personas marcharon de la Plaza de Toros a la iglesia de las Nieves.
Una mirada a las páginas de esa revista permite entender el momento que atravesaban los sectores sociales LGBTI. En la segunda edición, Velandia escribió un artículo titulado Liberación, Liberación, Liberación, que comienza así: “¿Un movimiento de liberación homosexual? ¿Para qué? Si yo ya estoy liberado… Estas y muchas otras respuestas salen a flote en buses, calles, cines, tiendas, bares, cuando se pretende hablar de la emancipación gay. Liberarse no es la mera posibilidad de poder: en un bar, cine o cualquier lugar a puerta cerrada... Nuestra libertad consiste en conquistar una gran cantidad de reivindicaciones, tales como ser aceptados en nuestra real identidad: seres normales, aun cuando no respondamos a la normalidad estipulada por los celosos celadores del orden…”.

Marcha del orgullo realizada en Bogotá en 2004. Crédito: Juan Carlos Sierra / Revista Semana.

Por esos años entraron a jugar un papel protagónico en Bogotá los saunas, espacios para tener relaciones sexuales entre hombres que contaban con un antecedente lejano: los masajes masculinos. “Recuerdo haber visto revistas de 1935 que incluían servicios de masajistas o baños turcos en sus avisos –dice el antropólogo y activista LGBTI Hunza Vargas–. Aunque muchos se describían como planes familiares, los papás de esa época les decían a sus hijos que esos eran sitios de mala muerte, donde pasaban cosas horribles entre hombres”. Cuando los saunas se popularizaron casi medio siglo después, en varias ocasiones fueron víctimas de redadas de la policía, al igual que las discotecas. En el informe LGBTI: del clóset a la calle, publicado en 2011 por la Alcaldía Mayor de Bogotá, se lee el siguiente testimonio: “Estábamos en [un sauna] cuando sonaron fuertes golpes en la única puerta del sitio, muchos trataron de vestirse, pero la mayoría fueron agarrados literalmente con los calzones abajo... la única forma de salir bien librado era pagar un soborno”. Hoy, una búsqueda rápida en Google por saunas en Bogotá arroja cientos de resultados, al estilo de Poseidón Turco-Spa, Baño Turco Saint Moritz y Élite, que incluso ofrece fiestas mexicanas con “picante y tequila”.

Otro espacio importante para tener sexo en ese entonces eran los parques, una práctica que hoy continúa viva. “El principal punto de encuentro era el Parque Nacional, que se dividía en partes de acuerdo al grado de desnudez –dice Vargas–. Detrás de la virgen que queda cerca de la Universidad Javeriana, por ejemplo, los hombres se bajaban el pantalón para tener sexo oral o masturbarse, mientras que, por la avenida Circunvalar, en la parte alta del parque, la gente se quitaba la ropa para tener sexo”. Según el antropólogo, los encuentros entre hombres en las zonas verdes de la ciudad vivieron su apogeo en la década de los noventa, a raíz de la Constitución del 91, que reconoció la libre expresión y el libre desarrollo de la personalidad, pero también como una especie de celebración de que hubieran mejorado los tratamientos retrovirales contra el VIH.

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Las mujeres lesbianas por su lado, empezaron a plasmar su huella en la capital en los años ochenta, en gran medida a través de bares como Noches de Luz, en el barrio Restrepo; El Estuche, en la 80 con 14, y Magia y Encuentro, en la 13 con 11, que si bien todavía existe, solo abre unos días a la semana. Para la activista Sandra Montealegre, representante de mujeres lesbianas en el consejo consultivo LGBTI –un vaso comunicante entre los sectores sociales y la administración distrital–, estos espacios se diferenciaban en varios aspectos a los rumbeaderos para hombres: “Tenían ambientes más tranquilos, menos eufóricos, eran más para encontrarse con amigas, para pasar un buen rato, no necesariamente para levantar”. En años recientes, dice, la mayoría de estos bares han cerrado porque “hoy hay una apertura a que las mujeres se encuentren en la calle, en lugares públicos. Hay más diversidad y opciones. Ahora vamos a sitios gais o no gais con mucha más tranquilidad”.

Un lugar clave de la rumba gay bogotana: Theatron, en la calle 59 con 13. Foto Archivo particular.

En ese mismo orden de ideas, no sorprende que, a la hora de hacer presencia en la ciudad, las mujeres lesbianas hayan optado por caminos distintos a los de los hombres. Montealegre resalta tres: los grupos que surgieron en los noventa, como Triángulo Negro, que en el 96 se empezó a reunir cada jueves en la sede de la Liga Colombiana de Lucha contra el Sida para, entre otras cosas, “hacer incidencia política, publicar revistas artesanales, salir a tomar cerveza y hacer caminatas ecológicas”; las librerías, en especial Libros Imago, en el barrio La Macarena, donde durante esa misma época se reunían mujeres y se vendían libros de la editorial Gales, especializada en temas de sexualidades no normativas; y los torneos de fútbol de lesbianas, un fenómeno más reciente que se desató en el Parque Nicolás de Federmán, no lejos del estadio El Campín, y en el que los equipos se formaban a partir de los barrios a los que pertenecían las jugadoras.

Al tiempo que los gais se reunían en saunas, discotecas y salas de cine, y que las mujeres lesbianas abrían sus primeros bares en la ciudad, la población trans, históricamente el sector poblacional más vulnerado del acrónimo LGBTI, vivía una historia diferente en los ochenta. “En ese entonces, por la limitación de espacios y oportunidades, muchas nos vimos abocadas al ejercicio de la prostitución”, dice Diana Navarro Sanjuán, servidora pública de la Secretaría Distrital de Integración Social y una de las primeras mujeres trans en graduarse de una universidad en el país, en la década del noventa. Las mujeres transgeneristas ejercían la prostitución en varias partes de Bogotá, como a las afueras del cementerio Jardines del Apogeo, en el sur, muchas terminaron en el barrio Santa Fe, en la localidad de Los Mártires, como consecuencia de la expansión de la Universidad Jorge Tadeo Lozano en el centro de la ciudad. “En Santa Fe se abrió por esas fechas Tabaco y Ron, la primera whiskería que nos dio vivienda. Allí vivíamos hacinadas –dice Navarro Sanjuán–. Era un espacio con venta de licor, proyección de películas y oferta de servicios sexuales”.

En ese entonces, sin embargo, no todas las vivencias de la población trans giraba en torno al trabajo sexual, un punto en el que hace énfasis la servidora pública. Por esos años también abrió el primer bar para ellas, Petunia, en el norte de la ciudad, donde las mujeres trans “podían expresar su identidad por medio del show”. Ese establecimiento, cabe destacar, saltó a la fama gracias a su aparición en la película El taxista millonario (1979), de Gustavo Nieto Roa.

Por otro lado, desde ese momento el sector se empezó a relacionar con el oficio de la peluquería, labor que casi siempre aprendían de manera informal, y que a día de hoy juega un papel protagónico en el esfuerzo por combatir la transfobia. Para solo nombrar un ejemplo, en años recientes el grupo de acción social y también peluquería Madonna y sus Divas, en el barrio México, ubicado en Ciudad Bolívar, “ha generado un proceso de incidencia social donde se ha dicho a [la vecindad] que allí habitan personas diversas, que contribuyen a la construcción de una nueva sociedad y que tienen derecho a existir”, como se lee en el informe LGBTI: del clóset a la calle.

Un lugar clave de la rumba gay bogotana: El Mozo, en la zona rosa de Bogotá. Foto Archivo particular

En búsqueda de visibilizar su identidad de género, en un contexto de constante discriminación, fomentado tanto por personas cisgénero como por los mismos sectores sociales LGB, hace por lo menos diez años las personas trans participan de marchas ciudadanas y organizan protestas, ejemplo de ello fue lo ocurrido en el Centro Comercial Andino, donde se leían pancartas que decían, entre otros mensajes, “Yo soy más que Santa Fe”. Ese tipo de iniciativas, así como los grupos que han surgido en localidades como Usme, Bosa y Rafael Uribe Uribe, han permitido que, a fuerza de voluntad, la población trans empiece a ganarles el puso a las diferentes violencias que sobre ellas recae, posicionándose cada vez más en el mapa.

¿Desaparecerá la huella?

En un estudio reciente conducido por el Museo Q, una iniciativa que visibiliza historias y memorias de los sectores LGBTI, se les preguntó a personas pertenecientes a estos sectores dónde se sentían seguras en Bogotá. Las respuestas destaparon una brecha generacional: mientras que las personas mayores de 45 años dijeron que en barrios como Teusaquillo o Chapinero, las menores de 25 aseguraron que en sus casas o en sus propios vecindarios, en gran medida por el advenimiento de aplicaciones para conseguir pareja como Grindr y Tinder. Después de recorrer durante décadas un largo y a menudo tortuoso camino para posicionarse en la capital, parecería que tanto la creación de la Política Pública LGBT como el surgimiento de redes digitales han empezado a difuminar la huella de estos sectores en Bogotá. Resulta, quizás, obvio: la conquista del territorio ha hecho que, por lo menos en parte, haya dejado de ser necesario conquistarlo.

*Periodista. 

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