Armando Villegas fue profesor de las universidades Nacional, de los Andes y Javeriana. A los 65 años se retiró oficialmente de la docencia, pero nunca dejó de enseñar. | Foto: Cortesía Manuel Olarte

Íconos culturales

Armando Villegas: recordando al maestro

Este artista peruano-colombiano fue un querido hijo de la sierra peruana y de los cerros bogotanos, el pionero del arte figurativo en Colombia, uno de los padres del realismo fantástico y el primer pintor en la historia nominado a un Príncipe de Asturias.

Mariana Suárez Rueda*
13 de julio de 2017

Tener sangre indígena fue un motivo de orgullo para Armando Villegas y ser quechuahablante un privilegio que le permitió sentirse siempre cerca de su tierra a pesar de haber vivido fuera de ella más de la mitad de su vida. Partió del Perú en 1951 rumbo a Colombia impulsado por una beca para estudiar pintura mural. Fue el único alumno, pero pronto sería un pionero del arte figurativo, un maestro del color y, con el tiempo, un puente cultural entre los dos países. Justo el año en que murió, se convirtió en el primer pintor de la historia nominado a los Premios Príncipe de Asturias.

Su taller permanece intacto en la que fue su casa durante los últimos 37 años. Un oasis al norte de Bogotá que diseñó junto con su esposa Sonia, en el que crecieron sus hijos Daniel y Andrea, sus gatos aprendieron a disfrutar del jazz y sus seguidores y amigos visitaron con frecuencia para verlo crear frente a un bastidor con la tela manchada y escucharlo hablar del arte, del mundo, de la vida.

“Solo el que tiene el conocimiento es capaz de crear la ilusión”. Esta frase que se le escapó varias veces era en realidad una de sus extraordinarias virtudes. Consciente de su vocación artística, influenciada por sus raíces indígenas y una infancia en la sierra peruana, el maestro Villegas no se conformó con un don. Había que prepararse para crear. Y así lo hizo durante su vida. No solo en el arte, sino en la docencia.

Aunque no existe una escuela que lleve su nombre ni tampoco discípulos dispuestos a inmortalizar su técnica, por sus aulas pasaron Carlos Jacanamijoy, Beatriz González, Luis Caballero y Ana Mercedes Hoyos, entre muchos otros representantes de distintas generaciones de artistas que aprendieron de un gran colorista sobre la teoría del color.

Sin recelo ni misterio por compartir sus secretos, extendió ese espacio de enseñanza a su taller, que los sábados, generalmente entre las diez de la mañana y las dos de la tarde permanecía lleno de jóvenes y adultos entusiasmados con la posibilidad de entender de dónde salían los misteriosos personajes de su cuadros, esos rostros con casco que terminaron bautizados como los guerreros de Villegas, pero que en realidad eran unos soldados de la paz, una especie de protesta pacífica contra la barbarie colonizadora, un reflejo de lo que somos. “Cada uno de nosotros es un guerrero, todos en distintas maneras somos luchadores”, se le escuchaba decir.

El gris del cielo de Lima y Bogotá y los ocres y marrones de la sierra peruana componían la paleta de color con la que trabajó hasta que descubrió el Caribe. Sonia de Villegas recuerda que corría 1973 cuando lo nombraron consultor de la OEA para realizar un estudio de artesanías en República Dominicana.

En la época en la que Armando Villegas comenzó a pintar el mercado del arte en América Latina era todavía incipiente y para sobrevivir terminó elaborando pequeñas piezas, esculturas que nacían de tarros de galletas, pedazos de madera o barras de hierro. Una experiencia que se transformó en conocimiento y que tendría que recoger para elaborar un informe en medio de un paraíso tropical que definiría nuevamente su paleta de color. Una época maravillosa junto al mar.

Su taller, al norte de Bogotá, es hoy una inmensa bodega de sus obras.

Su taller, al norte de Bogotá, es hoy una inmensa bodega de sus obras.

En busca de inspiración

“Siempre estoy en la búsqueda de cosas que me conmuevan, que llenen esa necesidad interior de expresarme”. Una confesión pública a sus 87 años. La hizo en televisión, durante una de las últimas entrevistas que concedió apenas unos meses antes de aquel 29 de diciembre en el que sorpresivamente partió.

Y es que cualquier suceso que lo conmoviera terminaba convertido en un motivo de inspiración. Desde un picaflor que frente a su ventana dejaba que lo contemplara mientras chupaba una flor, hasta el gran árbol de su jardín que extrañamente creció horizontalmente.

Sonia y su hijo Daniel recuerdan que sus días siempre comenzaban temprano, desayunando y leyendo El Tiempo y El Espectador. Luego se metía en el taller, en donde podía pasar hasta diez horas sin darse cuenta (en su juventud eran 16), envuelto en música clásica, jazz, aires de la sierra y los ritmos de la costa, de Lima. De las manchas de los trapos con los que limpiaba los pinceles nacían muchas de sus obras. Un universo complejo y maravilloso que lo acercó a García Márquez, al que él mismo denominó realismo fantástico y que al igual que el resto de su trabajo siempre tuvo una influencia precolombina.

A mediados de los años setenta se convirtió en el primer artista en ser nombrado agregado cultural de la embajada del Perú en nuestro país. Una labor que en realidad nunca dejo´, motivado por esa nostalgia de su tierra y el afecto hacia una nación a la que llegó sin pensar que iba a terminar convertida en su hogar. De hecho, fue quien tuvo la idea de crear, en la Quinta de San Pedro Alejandrino, el Museo de Arte Contemporáneo Bolivariano de Santa Marta. Con el respaldo del presidente Belisario Betancur convocó a pintores de Colombia y del mundo.

Hoy, sin embargo, no existe una gran retrospectiva de su obra. Hay algunas colgadas en el Museo de Arte Contemporáneo de Lima, en el Mambo y el Banco de la República en Bogotá, pero no una sala con su nombre o en la que se reúna una muestra representativa de lo que dejó.  Tal vez por ello Daniel concentra esfuerzos en echar a andar la Fundación que el maestro alcanzó a constituir y a través de la cual esperan ganarles la pelea a los falsificadores de su obra, divulgar el libro que escribió sobre la enseñanza artística en la escuela primaria y darle vida a una casa museo en la que su legado permanezca por siempre.

“El arte es un lenguaje del espíritu, sale de adentro y por eso hay que formar esa esencia para volcarlo en un hecho creativo”, advirtió en una entrevista para la Revista Diners. La última etapa de su obra, que empieza en 2000, fue más bien objetual. Eran creaciones que nacían de desechos que recogía en la calle o que recolectaba de la cocina. Palos que se convertían en un Cristo, tapas que se volvían ojos de figuras que brotaban de su imaginación, descorchadores que dejaban la alacena para vivir en su taller. Un trabajo que ojalá algún día pueda darse a conocer.

*Editora general Especiales Regionales revista SEMANA.