Miembros del Sindicato de Ciclistas, pintando una ciclorruta ilegal en Holanda a finales de los años setenta. Foto: AD Van Drunen.

HOLA HOLANDA

Holanda y la cultura de las bicicletas

Holanda es pionera en las políticas que dan prioridad al uso de las bicicletas. Sin embargo, allá la bicicleta no solo es un medio de transporte: es el ícono que encierra todo un movimiento político de los años setenta.

Francisco Giraldo Jaramillo
17 de abril de 2016

“La bicicleta se convierte en un mito, en una divinidad con ruedas y pedales con cuyo concurso —y solo con él— el hombre será superior a su hambre”. Este es un fragmento de Ladrones de bicicletas, uno de los Textos costeños que Gabriel García Márquez escribió hace más de 50 años sobre la película homónima de Vittorio De Sica. Matizando esta afirmación, bien podría referirse al universo de bicicletas que se moviliza diariamente por las calles de Holanda. Aunque sería exagerado afirmar que los holandeses requieren de este medio para superar “su hambre”, lo cierto es que este dispositivo de dos ruedas ocupa un lugar central en su cultura y representa más que un práctico medio de locomoción.

Las cifras son muy dicientes: hay más de 18 millones de ciclas en un país de 16 millones de habitantes; el 26 % del tráfico en Holanda es de bicicletas; más del 84 % de holandeses tiene una o más; alrededor del 25 % de los holandeses van al trabajo en en este vehículo; hay 35.000 kilómetros de ciclorrutas y 16 tiendas de bicicletas por cada 100.000 habitantes. ¿Cómo llegaron hasta ahí?

Existe una conocida explicación histórica y política sobre la vocación holandesa por las bicicletas. Se sabe que a comienzos de los años setenta hubo una protesta masiva generada por la muerte de varias centenas de niños en accidentes de tránsito. Se sabe también que durante la crisis del petróleo de 1973, los holandeses se vieron obligados a reducir radicalmente el uso de combustible, lo que generó unas políticas públicas que incentivaron el uso de la bicicleta. Pero hay otras explicaciones.

Un buen referente para hallarlas es Delicias turcas (1973), considerada la mejor cinta holandesa del siglo pasado y poseedora hasta de hoy del récord de taquilla en ese país. Esta obra cuenta la historia de un artista, Erik, que se enamora de Olga, una joven de la burguesía. Al poco tiempo deciden casarse y comienzan su vida amorosa. Una de sus escenas más conocidas empieza con el matrimonio de Erik y Olga, cuya madre desaprueba. No se casan en una iglesia: contraen matrimonio civil en la alcaldía local a la que llegan en bicicleta, tarde y con la ropa desarreglada. Desde allí, ya casados, salen en su bicicleta sin rumbo fijo: Olga, sin parar de reír, va en la parte de atrás de la bicicleta abrazando a Erik, quien conduce feliz e irreverente en medio de la calle, obstaculizando la vía a autos y peatones. La única respuesta que ofrecen a quienes los interpelan es: “¡Estamos recién casados!”, agitando el ramo de flores.

La bicicleta se muestra en la película, más que como un vehículo para transportarse, como el portador de una cierta concepción de la vida: de alguna manera, este “mito con ruedas y pedales” se alza como el símbolo del escape a los rieles de una tradición agobiante, como un mecanismo para apropiarse de la ciudad y de la vida en común.

A comienzos de los setenta, la Segunda Ola del Feminismo cobró fuerza en Holanda, sobre todo en lo relativo a la sexualidad, lo que se reflejó en un una difusión efectiva de la píldora anticonceptiva. Por otro lado, en 1976, el país descriminalizó en gran medida el consumo recreativo del cannabis, y en 1981 entró en vigor la ley que regularía la interrupción voluntaria del embarazo. Este revolcón social repercutió en el mundo de la música: la sociedad se sintonizó con el ritmo de Herman Brood —un rockero cuya vida nocturna sumergida en drogas, sexo y alcohol marcaría esa época— y de bandas como Pussycat o Focus. No es de extrañarse que en este contexto la bicicleta se alzara como el medio perfecto para que los jóvenes, motivados por una renovada energía, se desviaran del camino delimitado por las generaciones anteriores y decidieran explorar nuevas rutas.

Visto así, se comprende que el valor de la bicicleta en Holanda no obedece solo a problemáticas de movilidad, a accidentes de tránsito o a la contaminación: constituye un engranaje dentro una dinámica social más profunda.

¿Cómo podríamos nosotros, los colombianos, implementar una cultura tan fuerte alrededor de las bicicletas? Es probable que los holandeses, a pesar de su primacía mundial en este campo, no puedan respondernos esta pregunta: somos nosotros quienes debemos hallarla. Y solo la encontraremos cuando comprendamos que la cuestión de las bicicletas implica mucho más que la simple movilidad urbana: exige una pregunta por nuestra relación con el espacio público y por la manera en que queremos apropiárnoslo. Dicho de otro modo, el valor de estas “ruedas y pedales” solo se hará patente cuando nos preguntemos por el camino que nosotros, como sociedad, queremos recorrer.