Muchos de los empleados del Grupo puerto de Cartagena empiezan como practicantes y hacen carrera allí. | Foto: Héctor Rico

TALENTO HUMANO

Barcos, grúas, toneladas, progreso. Una crónica de Juan Gossaín

Cuando se escribe sobre el puerto de Cartagena se habla de todo lo mencionado en el título, pero, ¿quiénes logran todos esos avances? Este texto es para las personas que trabajan allí.

Juan Gossaín*
1 de noviembre de 2019

Son casi las seis de la tarde.

Está llegando ya la sobretarde, ese pequeño espacio que separa la última luz del día de las primeras sombras de la noche. Allá al fondo, en los confines del horizonte, al otro lado de la playa y de la isla de Tierrabomba, va cayendo el sol de los venados, el sol del ocaso, rojizo y gigantesco. Se le nota cansado por el largo viaje que ha hecho a través del cielo, a lo largo del día, de una punta a la otra. Ahora se mete entre las últimas nubes, las más bajitas, para luego descender hacia el mar, desaparecer, darse un baño reparador y después irse a dormir. Le deseo que descanse.

En ese preciso momento yo regreso navegando a la bahía de Cartagena. A mi izquierda se alinean los edificios de apartamentos y el faro del Club Naval. El oleaje está encrespado por los primeros vientos del anochecer. El agua tiene espuma.

Al fondo veo la cúpula de la nueva iglesia de Bocagrande y a la derecha, bahía de por medio, diviso la mole majestuosa de la Sociedad Portuaria. Las grúas gigantescas, de color azul, que solo se inclinan reverentes ante el mar. Ahí es donde descargan esos barcos modernos que veo pasar todos los días y que son tan enormes que cuando su proa entra a la bahía, la popa apenas viene cruzando el Canal de Panamá. Las grúas, los barcos interminables, los contenedores repletos de toneladas. ¿Y la gente?

Es entonces cuando pienso que por encima de todo, en medio de tanto avance y de tanta tecnología, los más importantes son los seres humanos. El progreso, al fin y al cabo, es obra de la gente.

Agarro mi libreta de apuntes, llena de tachaduras y borrones, y mi bolígrafo cuarteado por los años de larga experiencia. Los tres nos vamos juntos a recorrer los barrios populares que quedan alrededor del puerto, más allá de la isla de Manga y de la zona industrial de Mamonal. Vamos de esquina en esquina, conversando con los vecinos.

El barrio de Ceballos

Las calles están destapadas y en la mayor parte de las casas no hay servicios públicos. Pero también se nota, en medio de la espléndida luz del día, que abunda el espíritu cívico y hay ganas de salir adelante. “Tenemos que lograrlo nosotros solos”, me dice un vecino en la puerta de la tienda. Y lo estamos logrando.

Entre las familias que habitan Ceballos hay 35 niños bomberos, a quienes les dicen cariñosamente “los bomberitos” y colaboran con los trabajos que hace la Policía Cívica. Desde los más pequeños hasta los adultos, el barrio entero se está disponiendo a trabajar en las tareas cívicas buscando afanosamente el bienestar de la comunidad.

Pregunto dónde es que vive Eduardo, el señor que trabaja en la Sociedad Portuaria, que empezó a laborar hace 15 años como obrero raso que cargaba bultos y ahora es jefe de varias cuadrillas.

Su casa es pequeña pero limpia, recién pintada y con árboles en el antepecho. Allí viven el hombre que ando buscando, su mujer y sus tres hijos. Sacan unas hermosas mecedoras de madera, de las que fabrican en los pueblos de la sabana de Bolívar, de vistosos colores, y que la gente llama “mariapalitos”. Nos sentamos a echar cuentos.

El hijo de Eduardo

“En aquella época el mayor de mis hijos tenía 8 años y desde entonces se pasaba la vida diciendo que, cuando él creciera, quería ser médico”, me cuenta Eduardo, al calor de una taza de café. “A mí, que no tenía empleo, y me ganaba la vida a medias como vendedor ambulante, se me aguaban los ojos y no podía dormir pensando cómo voy a hacer yo para pagarle los estudios a ese muchacho”.

Su primo Daniel le consiguió un empleo en la Sociedad Portuaria. Eso fue a mediados del año 2004. Yo podría gastarme esta crónica entera contándoles a ustedes los sacrificios que tuvo que hacer la familia mientras el padre iba ascendiendo en la empresa.

Mientras seguimos conversando, y al momento de recoger los pocillos vacíos, la esposa de Eduardo se detiene un instante. Suspira y exclama, “época hubo en que solo podíamos hacer una comida al día”.

Para no alargarles el cuento, y para evitar que esto se parezca a una de esas radionovelas que se transmitían antes por todas las emisoras, déjenme contárselos de un solo golpe: el hijo de Eduardo se gradúa de médico el mes entrante en la benemérita Universidad de Cartagena.

Ahorrando de su salario, y con las ayudas que le dieron en los programas sociales que patrocina la Fundación Puerto de Cartagena, logró sacarlo adelante. Ahora, de pie frente a mí, Eduardo saca pecho y, con una voz de orgullo paterno, la voz del hombre que a base de sacrificios y esfuerzos logró cumplir con su destino, me dice: “Se va a especializar en cirugía”.

La familia Puerto

Me despido de Eduardo y de su mujer porque más allá me están esperando en el barrio de Santa Clara. Tengo cita con la señora Carlina Martínez, que trabaja como ama de llaves en una casa situada sobre la playa de Castillogrande.

Hace tres años, en estas mismas calles de su vecindario, la Fundación Puerto de Cartagena construyó un parque nuevo en donde promueven el deporte, la vida comunitaria, la recreación de los niños y el descanso que se toman los mayores a la hora del atardecer, conversando entre compadres, comentando las noticias, gozando los chismes picantes del barrio.

Es allí, en el propio parque, al lado de unos muchachos que juegan fútbol con bola de trapo, donde me encuentro con la señora Carlina. Ella me cuenta que su hermano, su suegro y su cuñado trabajaban hace como 30 años en el viejo puerto de Cartagena, conocido popularmente como el Terminal Marítimo, que era propiedad del Estado. “Pocos años después –recuerda ella–, cuando cerraron el terminal, fue mi marido el que entró a trabajar en la nueva Sociedad Portuaria, que ya era una empresa privada”. Se queda en silencio por un instante. Luego sonríe con toda la cara y agrega: “Por eso es que a nosotros, aquí en el barrio, nos dicen la familia Puerto”.

Epílogo

Regreso a mi recorrido vespertino por la bahía de Cartagena. Ahora sí entiendo lo que hacen aquellas grúas imponentes, el barco interminable, los contenedores repletos de mercancía que llegan o se van.

Es el comercio internacional, la competitividad, el progreso, el intercambio con el mundo entero. Y, en medio de todo ello, la gente que lo hace posible. Permítanme ustedes informarles, ya al final, que la Sociedad Portuaria comenzó operaciones el 13 de diciembre de 1993. Y después dicen que el 13 trae mala suerte. Pregúntenles a Eduardo y a su hijo médico. O a la señora Carlina y a la familia Puerto.

*Cronista.