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OPINIÓN
Cuando pavimentar una calle era motivo de fiesta
Las memorias de su infancia en Rionegro le alegran los días a esta periodista antioqueña radicada en Bogotá. Así recuerda la carrera en patines que marcó su niñez.
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Sabía que el secreto del triunfo se escondía en unos patines con ruedas en línea. Empinada y como si se tratara de un ballet anoté los requisitos de la competencia y comencé a tejer el plan que me permitiría tenerlos.
El procedimiento incluía varias técnicas. Algunas llegaban al llanto, otras a las buenas notas e incluso contaba con discursos sobre las ventajas que esta clase de alineación ofrecía para sostener el cuerpo de una niña de 7 años de pie.
Era el año 1993 y en mi cabeza solo había espacio para la carrera que coronaría a los campeones deportivos del barrio Las Playas, en Rionegro. Para celebrar que ‘la calle de los talleres’ había sido pavimentada, la Alcaldía abrió una convocatoria que también incluía ventas de comidas, muestras de talento y tablados. Eran días de calles medio hechas donde el desarrollo ameritaba fiesta.
Llevaba un año de regreso a Rionegro, donde viví desde que di mis primeros pasos. De una casita que quedaba cerca de la escuela Julio Sanín, nos mudamos a Envigado para controlar una alergia que mi cuerpo había despertado en el frío. Luego, mi organismo volvió a solicitar el clima de montaña.
Ese año solo conseguí una amiga, Paola. Un ojo tapado por cuenta de una ambliopía, las caídas constantes y la torpeza corporal no me ayudaban demasiado al relacionamiento. En la ilusión de esos patines estaba en juego mi aceptación social.
Me enteré de mis competidores. Estaba Paola con unos patines profesionales; algunas niñas del ‘callejón’ y otras de la ‘calle del río’, que se inunda con las lluvias. Y también el hijo de Sierrita, dueño del almacén de bicicletas del barrio.
Solo logré que mi mamá me comprara, de segunda mano, unos patines de bota, blancos con cuatro llantas rojas, pero no en línea. Según ella, eran los “profesionales del patinaje artístico”. Para mí, un pobre consuelo.
Enfrenté mis miedos, me puse rodilleras y pedí permiso para no ponerme ese día ni las gafas ni el parche que usaba en el ojo derecho. ¿El problema? No veía y tenía que correr la carrera a tientas. A la calle pavimentada se le sumó otra ruta que incluyó la ‘falda’, una loma empinada. La subí patinando y al bajarla cerré los ojos como si no existiera ningún otro mundo. Puse tres veces la bendición sobre mi frente y desaparecí. Desperté tras una caída. El hijo de Sierrita ganó, Paola fue segunda y yo, sorpresivamente, no era la última, había llegado, de un tropezón, en el puesto número cuatro entre cinco competidores.
*Directora de la Escuela de Periodismo Multimedia ‘El Tiempo’.