Con la pandemia Colombia podría devolverse 30 años en su lucha contra la pobreza y el hambre. | Foto: Luis Fernando Jaimes

Opinión

Los juegos del hambre de Gonzalo Mallarino

El escritor evoca a los pobres personajes hambrientos de la poesía de Prévert o las novelas de Dickens; los recuerda para invitarnos a reflexionar sobre la hambruna real que vivirá el mundo tras el covid-19.

Gonzalo Mallarino*
26 de julio de 2020

Yo jodía cariñosamente a mi papá diciéndole que en la niñez había pasado hambre, en Cali. A él le daba una rabia inmensa. Pues claro, era mentira, una especie de ficción literaria. Una infancia triste y trabajosa es tan común en los grandes escritores... Pero nada de eso lo convencía. Con su sueldo en una fábrica de vestidos, de propiedad de su gran amigo el poeta Alfredo Ocampo, mantenía a su familia de cinco hijos. El hombre trabajaba duro. Mi mamá, eso sí, hacía milagros.

Nos compraban un racimo de bananos para todo el mes y lo acabábamos en tres días. No comíamos carne con frecuencia y yo vine a saber que ‘Milo’ era la marca de un delicioso complemento alimenticio –y no un tarro donde se guardaban las puntillas y los tornillos–, solo cuando llegué a Bogotá, en la casa de mis amigos pudientes. Y hasta los 15 o 16 años pude comer una presa del pollo que no fuera la rabadilla o el ala. Sí, las familias numerosas. Y más cuando ya nos juntamos con los primos en Bogotá, que eran miles y yo ni los conocía. La vaina era a los mordiscos, literalmente.

El hambre literaria, inventada...

En un tremendo poema, Jacques Prévert señala cómo retumba en la cabeza de un mendigo que mira por la vitrina, el cascar de un huevo duro en la barra de un restaurante. O cómo su boca ajada por el hambre y sus ojos acuosos se extienden como una araña negra sobre el plato de sopa, suculento y caliente, de unas señoras en una mesa.

Las hambres proverbiales en las novelas de Dickens. Las del Lazarillo de Tormes. Las de los Garoglanián, familia de armenios inmigrantes que pinta el gran William Saroyan. Éramos tan pobres, tan pobres –decía–, que éramos cómicamente pobres. Cómo recuerdo al niño que aprendió a hacer arroz y eso lo salvó, aunque a veces le quedara “enchumbado”. Las hambres de los pastores de El Quijote, cuyo único alimento era a veces un plato con el triste y bello nombre de “duelos y quebrantos”. Las de las fábulas infantiles, que tiene un trasfondo horrible.

Dicen que con la pandemia Colombia va a devolverse 30 años en su lucha contra la pobreza y el hambre. Esto sí es real, no literatura, no hambres inventadas como la mía. Esta es de verdad. Un país donde los niños pasan hambre es muy miserable. Y donde los adultos los violan y los esclavizan además, no tiene perdón del cielo.

*Escritor.

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