En 1977 comenzó el ensamblaje en Colombia del famoso 'Topolino'. | Foto: iStock

TOPOLINO

Fuga inconclusa del Topolino blanco

El periodista Nicolás Samper recuerda en este texto el día que cometió su primer ‘crimen’, a bordo del pequeño auto que marcó su juventud. ¡Lo salvó un cura!

Nicolás Samper*
20 de mayo de 2019

Cuando vi al policía supuse que hasta allí había llegado mi ilusión, esa que alimenté cada mañana durante un año cuando le pedía a mi mamá la sección de clasificados del periódico. Ella, optimista, suponía que lo hacía para encontrar un empleo. Yo, soñador, leía los avisos de carros usados. Quería uno como fuera.

Mi madre, entonces, me ofreció un puesto de mensajero en la oficina donde ella trabajaba, con tres condiciones: 1). Apenas comprara el carro tenían que pasar 24 horas para inscribirme en la universidad. 2). Debía sacar la licencia y pagarla con mi dinero. 3). Debía comprar un carro económico, habida cuenta de los 98.700 pesos mensuales que ganaría por el salario mínimo de 1994. El elegido fue un Topolino blanco, año 78, que costaba 650.000 pesos.

Fueron siete meses a pura molienda que valieron la pena cuando tuve las llaves en la mano: las puertas se abrían con una manija similar a las de las neveras viejas, las sillas eran de cuerina negra y el habitáculo tenía un olor a madera mojada, penetrante pero muy agradable. El olor del amor.

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Por cuenta de la lentitud de acción de los frenos –una costumbre de este vehículo– una mañana el Topolino quedó encima de una cebra, bajo un semáforo. Un policía de tránsito me vio, se bajó de la moto con su libreta y mientras se acercaba sentí la culpa por incumplirle a mi mamá una de las promesas: aún no había sacado la licencia porque la plata no alcanzó. Pensé que estaba a punto de perderlo todo. Tanto ahorro y tanto trabajar a destajo… Me iba a quedar sin mi Topolino. Sin embargo, en un segundo, jugué una última carta para cambiar el destino: ¡encendí el carro y aceleré con todas mis fuerzas para escapar!

El policía, caminando, me alcanzó a la media cuadra. Yo era el único imbécil que creía que forzar el motor hasta los 40 kilómetros por hora –máxima velocidad alcanzada por el carro– me iba a llevar a una liberación estilo Thelma & Louise. Mientras yo aguantaba el llanto, el agente me tenía otra mala noticia: había que agregar a los cargos previos el haber huido. No sé por qué se apiadó de mí y me dijo que si quería salvar el carro de los patios debía traer a un adulto con licencia de conducción.

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A pocas cuadras del sitio vivía el padre José Ferreira, muy amigo de mi familia. Tipo extraordinario, un cura de los buenos. Le pedí que me ayudara a solucionar un problema ‘menor’ con un policía de tránsito e inocentemente me creyó. Mientras él me preguntaba sobre si Millonarios podría tener una buena Copa Libertadores, en 1995, yo sentía que mis pasos olían a azufre. No era suficiente haber pisado una cebra, no tener pase, ni seguro, ni haber intentado la fuga, sino que además estaba engañando a un sacerdote.

Al llegar al lugar el agente balbuceó y se asombró al ver el abogado que el diablo llevaba. El padre José habló de mí: dijo que me conocía desde niño, que yo era la culminación de un trabajo de formación espiritual y valores de mi familia, y que seguro iba a aprender de esta experiencia. Yo, en silencio, me sentía como Ali Agca (el turco que atentó contra el papa Juan Pablo II).

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El ‘chupa’ le pegó golpecitos con su esfero a la libreta de comparendos, me miró fijamente, resopló y dijo que era un hombre católico y que no podía ponerle una infracción a una autoridad eclesiástica. No habría multas, no habría grúa. Todo estaba olvidado. Antes de partir, el policía le dijo al padre José: “Es que me caso en mayo, ¿usted me ayudaría?”.

En mayo el agente recibió la bendición del sacerdote que aquella mañana infractora fue mi héroe. Claro, la cosa cambió cuando le confesé que había puesto las manos en el fuego por cuenta de un indefendible. Con ira santa me pidió que, tras rezar tres avemarías y cuatro padrenuestros, nunca más gambeteara mis responsabilidades porque me iría mal en la vida y porque por más cura y amigo que fuera, no podía dedicarse a casar gente para salvarme el pellejo cada vez que yo pisara una cebra.

El regaño funcionó muy bien. Mucho mejor que los frenos de aquel Topolino blanco.

*Periodista.