Los baños turcos de Estambul son los más famosos del mundo, muchos turistas van hasta la ciudad para vivir esta experiencia. | Foto: alamy

TURISMO

El mejor baño turco de Estambul, según Santiago Gamboa

El autor de ‘Perder es cuestión de método’ evoca en este relato sus momentos de soledad, meditación y masajes rompehuesos, en el conocido Çemberlitas Hamami.

Santiago Gamboa*
24 de diciembre de 2018

Es bueno recordar, de vez en cuando, que fueron los árabes y los turcos quienes enseñaron a los europeos la saludable costumbre de bañarse con cierta frecuencia. Entre otras cosas porque, ya hoy lo sabemos, la peste bubónica, que en el siglo XVII mató a la cuarta parte de la población de Londres, Milán y Marsella, se habría podido evitar con un poco de agua y jabón. Centenares de miles de muertos.

Por eso, ese peculiar tipo de baño público que en los países árabes se llama hammam, palabra que al españolizarse se convirtió en alhama y que en Turquía conserva la raíz árabe y se dice hamami, fue una de las grandes sorpresas de los viajeros franceses e ingleses en los países de levante. Por supuesto que tiene un contenido religioso, pues el islam pide a sus fieles estar limpios; hay un cierto ritual y un recogimiento en esos lugares a los que entra la luz desde arriba, una iluminación catedralicia a través de cúpulas con vitrales y en donde hay juegos de sombras y el rítmico goteo del agua sobre el mármol. No en vano la palabra islam, en árabe, significa sanidad.

Los baños de Estambul son tal vez los más famosos del mundo. La primera vez que fui a esa ciudad, hace ya más de 20 años, me quedé sin palabras. Como en la vida o la literatura, cuando uno ama a una ciudad suele querer perderse en ella, para siempre. Es un amor incontaminado. Yo amé Estambul y quise ser estambulita y por eso me senté en los cafés fingiendo haber nacido en ella; fingí que leía el periódico, que tenía una cita inaplazable; imaginé que podría escribir las memorias de mi vida sin salir de ese café ni de esas calles; fingí que estaba harto de todo y quería emigrar para siempre de Estambul. En ese fingimiento, claro, buscaba algo de lo cual carecía. Una identidad nueva, un deseo de renacer. De ser otro. Je est un autre (yo soy otro) nos dijo Rimbaud. Uno viaja para ser otro, claro, y así, quise transformarme en mi hotel de Estambul, el hotel Nomade, al que he regresado una media docena de veces, porque desde su terraza se puede tocar con el dedo la cúpula de Santa Sofía. Es mi lugar en el mundo. Ahí está mi habitación propia, como en tantos otros hoteles de mi vida y de mi escritura.

Desde niño mi padre me enseñó la concupiscencia del vapor y el agua caliente en baños turcos bogotanos, sobre todo en El Paraíso, y por eso al desembarcar en Estambul, antes de ir a ver el bazar o el pelo de la barba de Mahoma que se conserva en el palacio de Topkapi, sentí que debía cumplir con el ritual familiar de la purificación. Y fui al Çemberlitas Hamami, en Sultanahmet, y procuré que nadie notara que no era turco. Porque, como ya dije, uno viaja para descubrir el lado oscuro de la propia luna o sus huecos negros o su propia fosa de Las Marianas. Pero esto duró hasta que alguien, un hombre de gruesos bigotes, me preguntó en un inglés aproximado (como el mío): “Tourist massage or turkish massage”. “¿Masaje de turista o masaje de turco?”. Quién dijo miedo. “Masaje de turco”, por supuesto.

Entonces se desató una especie de tsunami físico: mis huesos traquearon, se soltaron y volvieron a acomodarse; mis músculos se estiraron como queso derretido; estuve a punto de gritar de dolor mientras el hombre caminaba sobre mis vértebras, pero me mantuve. Cuando terminó sentí que volaba, que ese cuerpo no era el mío, desgastado y frágil, sino uno nuevo. Me habían purificado y casi podía volar. Entonces me tendí en el centro. En los baños de Estambul el calor y la sudoración se obtienen al recostarse en una mesa de mármol circular, al centro de la sala, calentada por agua hirviente. El eje vertical de la mesa coincide con la cúpula, así que uno se recuesta en ella y observa la luz del día atravesando los vitrales.

Pocas cosas en el mundo pueden ser más hermosas, más evocadoras, un efecto que he visto repetido en hammams de Egipto y Siria, lo mismo que de Irán e incluso en los hammams árabes de París. Ese lugar es el centro del universo. El tiempo pasa muy lento: uno ve formarse las gotas de humedad en la pared y desprenderse muy lentamente del techo; luego caer sobre el mármol, disolverse en la humedad cálida y transformarse de nuevo en vapor. Toda la vida humana parece contenida en ese solitario tránsito y uno está ahí, bañado por una luz violeta, rodeado de viejos arabescos, perdido entre sombras; escuchando viejos sonidos de agua que tal vez provienen del pasado o de esa época sin tiempo atrapada en la alhama. Esa soledad acentúa lo que uno lleva por dentro: imágenes, palabras, culpas, memorias de una vida. Es un espacio de meditación, claro. Un espacio sagrado. Todos los escritores y poetas deberían peregrinar al Çemberlitas Hamami al menos una vez en la vida, para conectar de una vez o para volver a habitar transitoriamente ese viejo planeta de vapor y de niebla en donde habitan todas las historias del mundo.

*Escritor.