Alberto Aguirre empezó a retratar a los antioqueños en 1969. La mayoría de sus fotos eran en blanco y negro. | Foto: Beatriz Aguirre

PERIODISMO

Cómo inspiró el periodista, abogado y crítico de cine, Alberto Aguirre, a la nieta que siguió sus pasos

María Clara Calle Aguirre detalla en este perfil cuáles fueron los principales aportes de este hombre siempre comprometido con la verdad.

María Clara Calle Aguirre
17 de diciembre de 2018

Alberto Aguirre, el columnista, abogado, fotógrafo y crítico de cine, era ante todo una persona de gran corazón. O al menos lo fue en su rol de abuelo. En 2006, dos años después de la muerte de su hija Ana María –mi mamá–, comenzamos a intercambiar correos electrónicos sobre periodismo y el libro que él escribía sobre ella.

Mi abuelo tenía 80 años, pero ni la edad ni sus achaques le pesaban. “Tengo las mismas ganas de seguir escudriñando el mundo”, escribió. Yo, en cambio, apenas empezaba con una propuesta de periódico escolar durante mi último año de colegio. Un simple ejercicio de clase. Pero algo había en esa búsqueda superflua por internet que me hacía dudar de estudiar medicina. Ese gusto me impulsó a pedirle a mi abuelo que leyera los artículos semanales que escribía.

Lo hice con pudor porque temía quitarle tiempo en la preparación de su columna semanal para la revista Cromos. Cada lunes comenzaba su investigación: lectura de periódicos para atinar con un tema de interés actual y profundo, búsqueda de fuentes para sustentar sus argumentos, títulos cortos y contundentes. El viernes, desconectaba el teléfono y se sentaba a terminar la columna para entregarla ese mismo día. Si algo se salía de la rutina, se desesperaba. “Tuve un problema con mi artículo para ‘Cromos’ (me faltó información a última hora) y me ofusqué bastante”, explicó una vez para justificar el envío tardío de sus comentarios sobre mi intento de periodismo.

Yo le había enviado un primer texto sobre el riesgo que corrían los trabajadores de las minas de carbón en Colombia. Por supuesto, era pésimo, y quizá no me habría atrevido a hacérselo ver si en ese momento hubiera sabido que como abogado laboral él había defendido a los obreros de Cementos El Cairo tras la masacre del Ejército en febrero de 1963 en Santa Bárbara, Antioquia. Tenía, entonces, el conocimiento más que suficiente para destrozar mi artículo, pero no parecía dispuesto a quitarme el impulso. Siempre alababa mis ejercicios para luego sugerir algún cambio ‘anodino’, también me daba lecciones de por qué no hablar en primera persona en un artículo periodístico o de cómo citar fuentes. “Hay corazón, que es lo que uno debe poner en todo lo que escribe”, decía.

Él lo puso sin duda en las cientos de columnas que desde finales de los setenta publicó en medios de comunicación como El Espectador, El Mundo de Medellín, El Colombiano, Cromos y SoHo. Allí se dedicaba a criticar la impunidad, las castas políticas, el sesgo de los medios, los crímenes oficiales y la falta de acción del gobierno, entre muchos otros temas, escribiendo con sátira ácida unas veces y con pluma flagelante otras. En 1987 un joven le dio la bendición en el centro de Medellín y le advirtió que él era el siguiente en la lista en la que también estuvo Héctor Abad Gómez, asesinado poco antes. La única solución fue exiliarse en España durante tres años.

Aunque la amenaza cortó su ánimo para escribir durante un tiempo, nunca lo alejó de su pasión por la denuncia. Dos años después de regresar al país retomó las columnas que escribió hasta 2007. Ese mismo año, él fue el primer familiar a quien le dije que renunciaba a la medicina para inclinarme por el periodismo. Al fin, sus ediciones sutiles y sus calificaciones exageradas habían logrado que esa carrera fuera nuestro segundo lazo, después del de mi mamá.

Luego llegaron las conversaciones para criticar lo que él llamaba “periodismo insustancial”, aquel de crónicas livianas que no expresan realidades profundas o de preguntas que no hacen que el entrevistado se comprometa. Mi abuelo me enseñó que la neutralidad no es un valor del periodismo, “pues el único valor que tiene que servir es el de la verdad”.

Me guió leyendo entre líneas los ejemplares de El Tiempo, El Espectador y El Colombiano que comparábamos. Y, de paso, me implantaba la idea de que las virtudes no derivan de los apellidos, para que ni él ni yo cayéramos en el problema de las castas que tanto criticaba, porque, como sentenció en un artículo de El Mundo del 6 de marzo de 1981, “Colombia está rígidamente jerarquizada, y linajes y estirpes convocan arterias y genes para justificar un designio providencial, que los pone al mando (...) Hijos y nietos, bisnietos, tataranietos y choznos, heredan, con el apellido, el privilegio”.