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Al diablo con Picasso

Paralelamente a la muestra del pintor español hay otras dos exposiciones para tener en cuenta.

26 de junio de 2000

Picasso en Bogotá ha despertado —y con razón— una suerte de catarsis colectiva; el grito de guerra de toda la ciudad se resume en un “Al fin... ¡Picasso!” ¡Maravilloso! Que vengan Monet, Manet y toda la pandilla de impresionistas. Que vengan Van Gogh, Warhol y Man Ray. Que venga Velázquez; el éxito se resumiría en un lleno total todos los días. Sin embargo, echándole un vistazo a las salas vacías de todos los museos y galerías, mirando el paupérrimo 19 por ciento de las personas que asisten a ellos, según la encuesta realizada por SEMANA, el panorama no es alentador; es patético. El público y los medios de comunicación sólo reaccionan —a pellizcos— con nombres conocidos, que suenen a estrella de rock, que suenen para un filme biográfico en Hollywood; el resto, según la voz popular, “son exposiciones de gente rarísima, que nadie conoce y que, además, nadie entiende”. Y teniendo a Picasso... (en una proyección futurista, en el año 2004 es casi seguro que unos cuantos van a seguir regodeándose de haber estado en el Museo Nacional. Incluso alguno tendrá una camiseta estampada que diga “Yo vi la exposición de Picasso”, ¿Pero habrán visto otra?).

Hay otros visitantes ilustres en Bo- gotá; visitantes que, si se mira bien el asunto, son todavía más difíciles de encontrar que el mismísimo Picasso, finalmente Pablo Ruiz tiene el Reina Sofía de Madrid y los museos Picasso de Barcelona y París. Y hay montones de libros sobre él para estudiar sus obras y leer teorías y textos y críticas deslumbrantes. En cambio, leer sobre el argentino Antonio Berni o sobre el cubano José Bedia...; ese es otro asunto. El arte latinoamericano, en plena Latinoamérica, es un perfecto desconocido, y más en Colombia. En este momento hay dos exposiciones que pueden ilustrar un poco lo que pasó y lo que está pasando en el continente y, por un minuto, dejar de lado —como claro tema de conversación— al señor Picasso. Cantos paralelos, en la Casa de Moneda, e Iberoamérica actual, en la Galería El Museo.

Cantos paralelos reúne a un nutrido grupo de artistas argentinos, la mayoría ya históricos, que han utilizado la parodia y la burla como eje temático de su obra. Iberoamerica actual (que sólo tiene a una artista española) entrega una visión global de los artistas contemporáneos más relevantes de América Latina. Es un catálogo de buenas obras. Hay, para empezar, pegado a la pared, un lienzo de José Bedia llamado Detente, que presenta a un personaje de rodillas —sólo delineado en negro— lanzando con sus manos una especie de conjuro contra tres espíritus que se le vienen de frente (hay que anotar —tal vez como dato curioso— que Bedia fue, o es, practicante de la santería afrocubana). Hay un cuadro de Guillermo Kuitca, el artista latinoamericano más costoso, y tal vez talentoso, de su generación; un lienzo de la brasileña Adriana Varejao que tiene el aspecto de un pergamino antiguo y ofrece una orgía digna del Kamasutra, o de Sodoma y Gomorra, con personajes de jeans y camiseta. Obras de los colombianos Oscar Muñoz, Nadín Ospina, Fernando Arias, Rodrigo Facundo, María Fernanda Cardoso y Carlos Salas. De la mexicana Mónica Castillo: el impresionante Resumen de un autorretrato, que presenta su propio rostro descompuesto en más de 30 formas, sin nariz, sin boca, el rostro viejo, joven, mutilado. Obras de los mexicanos Francisco Fernández, Alejandro Colunga y Julio Galán...; y quedan nombres como el de los argentinos Fernando Cánovas y Manuel Esnoz o el del venezolano Sigifredo Chacón, y otros que no caben por falta de espacio.

Por otro lado Cantos paralelos, curada originalmente por la puertorriqueña Mari Carmen Ramírez en la Universidad de Austin, Texas, ofrece un panorama de la producción argentina entre las décadas del 60 y 90. Hay nombres históricos como el de Antonio Berni, creador de un par de personajes míticos en la plástica latinoamericana: Ramona Montiel, una mujer que se prostituye para sobrevivir o sigue de costurera, y Juanito Laguna, un clásico hijo de una villa miseria (que no está en la muestra). Obras de Pablo Suárez, Víctor Grippo, Alberto Heredia, Jorge de la Vega, Luis Fernando Benedit y del irreverente León Ferrari que, en protesta por la guerra de Vietnam, se dio a la tarea de crucificar a Cristo en un avión de caza estadounidense y, además, en su afán iconoclasta, dejó que unas palomas hicieran sus necesidades sobre El juicio final de Miguel Angel. Dijo que no estaba bien que sufriéramos tanto por Cristo crucificado y que el mismo Cristo nos condenara al infierno, que los pájaros opinen al respecto.

Lo curioso de esta exposición, que sirve como reflejo, es que los argentinos, prácticamente todos mayores de 70 años, utilizan medios y lenguajes que hoy en día son casi novedad en Colombia. Los artistas nacionales contemporáneos a esta generación argentina son casi todos pintores por excelencia. Pero eso da para otras 800 palabras y ya sólo hay espacio para dos líneas más. Para una conclusión: ver a Picasso es sólo un bañito de cultura, la cuota artística del año no se puede limitar a una exposición.