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AMOR A LA CARTA

Un consurso organizado por Proartes, durante el pasado Festival Internacional de Arte de Cali, puso a los colombianos a desnudar su romanticismo.

3 de julio de 1995

HUBO UN TIEMPO -CASI TODO EL tiempo- en que las cartas eran el testimonio más valioso de la época. Por encima de los registros de los historiadores y las memorias de los prohombres de la humanidad, las cartas reflejaban, más que cualquier otro género, el espíritu y el alma del período. Y es que las cartas anunciaban la apertura sincera de las almas, la correspondencia directa entre quienes, precisamente, se correspondían. Esta intimidad epistolar hizo posible el descubrimiento de grandes ideas, pero sobre todo de grandes amores ocultos que permitieron ingresar al alma desnuda de sus artífices.
Sin embargo, el desarrollo de la tecnología de las comunicaciones y el aceleramiento vertiginoso del ritmo de vida del siglo XX fueron dejando de lado el género más cálido de expresión para cambiarlo por la frialdad de un telegrama, primero, y luego por la inmediatez de una llamada telefónica. O por lo menos eso parecía en Colombia hasta que Proartes, en el marco del VII Festival Internacional de Arte de Cali, decidió realizar un concurso similar al de 'La poesía tiene la palabra', institucionalizado por la Casa de Poesía Silva, de Bogotá. El motivo fue el centenario de la muerte de Jorge Isaacs, el autor de María y la idea fue convocar a todos los colombianos a enviar sus propias misivas inéditas para escoger 'La más bella carta de amor de Colombia'.
El resultado fue abrumador. Más de 1.500 cartas, llegadas desde los más diversos rincones de Colombia, fueron enviadas para que el jurado, compuesto por Orietta Lozano y Gonzalo Gallo, escogiera entre ellas, el pasado mes de mayo, una sola ganadora y 10 menciones honoríficas.
Los asistentes al coliseo Evangelista Mora, donde se leyeron las cartas premiadas, celebraron con euforia la sensibilidad de los participantes. Se trataba de rescatar un género que se sospechaba estaba en desuso pero que está todavía vivo.
Aunque el argumento era el amor -específicamente el amor inspirado en María- llegaron cartas de las más disímiles especies: estrambóticas, como la del amor entre extraterrestres; desgarradoras, como la escrita por un recluso de la prisión de máxima seguridad, de Pereira, derretido de amor por la María, de Isaacs; pescadoras, bautizadas así porque habían sellado un compromiso y cuya protagonista fue una cartá enviada por Francisco Franky, fechada en 1917. La más antigua data de 1860 y fue remitida por la odontóloga antioqueña María Eugenia Ochoa con la aclaración de que de esa carta había surgido un amor que dio a luz 17 hijos, de los cuales sobreviven cuatro, todos con más de 80 años. Las hubo escritas a máquina en estricta pulcritud; con dibujos, con pétalos y perfumadas; las hubo de todas las clases pero al fin y al cabo cartas que se abrieron enteras al amor.
Y, por supuesto, hubo cartas eróticas y otras sobre el amor en medio de la guerra, de las cuales surgió la ganadora. La carta, escrita por Cecilia Cancino, integrante del Taller de Escritores de la Universidad Central, recoge en sus líneas a mayo del 68 visto desde Vietnam.
Pero independientemente del entusiasmo de los participantes, lo cierto es que el concurso estuvo lejos de ser una medida representativa de las cartas de amor colombianas, a juzgar por las epístolas seleccionadas. Aparte de la ganadora y aparte del sentimiento con que pudieron ser escritas las menciones honoríficas, el evento fue un termómetro de la falta de originalidad de los remitentes y en la mayoría de los casos de la falta de ortografía de los mismos, error imperdonable en cualquier género escrito que aspire a un premio.
En estas circunstancias, el nombre del concurso, por lo demás un valioso intento por recuperar el género de la intimidad epistolar, tiene aspiraciones muy altas como para cumplirlas si no se tiene un mínimo de rigor en el texto y de exigencia en la imaginación de quienes pretenden construir la mejor carta de amor de Colombia.
Aun así, el concurso demostró que Colombia sigue siendo un país de románticos, herederos de una tradición que se niega a caer en el olvido; tan románticos como Werther, ese joven sensible incapaz de confesar un amor sino por medio de las letras, en el clásico de Goethe. Sencillamente románticos, como sólo se puede ejercer ese nombre.