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ATRAPADOS

Las construcciones de espacios abiertos son recuerdos del pasado. Ahora, los colombianos prefieren vivir en espacios cerrados, entre rejas y casetas de vigilancia.

1 de enero de 1990

Gradualmente las ciudades colombianas se han transformado en recintos para el miedo. Desde hace ya muchos años se han introducido en el espacio físico de las ciudades y en sus edificios, los sintomas innegables de esa grave enfermedad que a todos afecta y que ya se acepta como normal, como aquello que hace parte de la vida cotidiana que no se distingue de otras de sus manifestaciones.

Posiblemente hace años el asunto comenzó con la aparición de controles en algunas calles y en algunos edificios para prevenir la forma antiguamente más común de inseguridad: la de ladrones y atracadores. Aparecieron luego controles más estrictos en las entradas de los edificios de oficinas, donde se hizo común la obligación de identificarse, de permitir revisar bolsas y maletines y, más adelante, la incomoda requisa. En la medida en que hubo amenazas más graves aparecieron vigilantes privados en casas y edificios de residencia de personajes notables, secuestrables o extraditables. Escoltas privados en un solo vehículo dieron paso a caravanas de hombres armados y amenazantes que violentan el tráfico vehicular y agreden verbal y fisicamente a los ciudadanos. En aeropuertos, en parqueaderos, en teatros, en fin, en muchos de los sitios adonde acude la ciudadania, la vigilancia, los controles, las requisas y los interrogatorios hacen parte ya de la rutina urbana en casi todas las ciudades del país. Con la más reciente ola de atentados terroristas, que agreden directamente a la población civil, se completa, hasta ahora, un cuadro de miedo que afecta a todos los ciudadanos y que dejara una huella imborrable en las mentes de los niños que crecen en medio de este clima.

Es curioso ver como estas condiciones afectan la manera como se proyecta, como se construye y como se emplea el espacio de la ciudad. Los conjuntos cerrados, los espacios de uso restringido, las rejas, las barreras físicas, las casetas de vigilancia, las medidas de seguridad, hacen ahora parte del lenguaje del urbanista y del arquitecto colombiano. Las zonas verdes y plazoletas abiertas, que se incluían como parte del diseño hace unos treinta años, hoy son dificiles de resguardar como espacios libres. Todo debe estar cerrado, vigilado, controlado. El empeño en rescatar y enriquecer el espacio público se ve entorpecido por la necesidad de vender una imágen de seguridad que en la realidad poco ayuda cuando de terrorismo se trata. Hasta el intento de registrar fotográficamente lo que aún sobrevive del patrimonio urbano y arquitectónico colombiano se ve impedido por las constantes y groseras limitaciones que imponen los guardianes que ven en la cámara fotográfica un enemigo más al que hay que combatir.

Lo más grave de todo puede ser el hecho de que esta forma de democracia acorralada, atemorizada, se acepte como normal y que los ciudadanos piensen que no se puede vivir la experiencia de la ciudad de otra forma. Se ignora que el ciudadano tiene un derecho inalienable a la ciudad. En este reino de vigilantes, escoltas, policias y soldados, porteros, celadores, sicarios y terroristas, el ciudadano es una pieza inerme, espectador de una existencia en la cual ya no es protagonista. Su ciudad está tomada, el es un rehén.

La ciudad, cuyo fundamento a lo largo de la historia de Occidente ha sido el de ser el recinto donde habitan los ciudadanos libres, en Colombia se ha convertido en un conjunto de lugares en los que esa libertad se restringe y desaparece. Será posible recuperar algun día en el futuro el derecho a esa libertad ?. -