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AZUL MIAMI

María Clara Gómez expone en Miami una serie de retratos de la ciudad del fin del siglo.

1 de abril de 1991

Del paisaje de comienzos del siglo, sólo quedó el azul degradado del cielo, en la obra reciente de María Clara Gómez. Desaparecieron las viejas casonas y el brillo del sol en las lagunas. Desaparecieron las mulas de carga y el humo de las hogueras.
También desaparecieron los niños que perseguían, al correr en la pradera, el aire puro. La muestra que expone actualmente en el Salón Francisco de Paula Santander, del Consulado General de Colombia en Miami, presenta ese paisaje urbano en el que los protagonistas son el rascacielos, el semáforo, el brillo del cemento en los empinados vitrales una soledad que atormenta.

Cualquier formato parece insuficiente para mostrar, en plenitud, los pisos de oficinas que se proyectan en forma interminable hacia el cielo. Y frente a esos edificios que se imponen, que resultan casi agresivos en los primeros planos de la composición, las señales de tránsito y los dispensadores de periódico son los unicos con derecho a opinar.

Se trata, tanto en el fondo como en la forma, de una fotografía de la metrópoli de finales del segundo milenio. Una ciudad anónima. Una ciudad silenciosa, porque la artista se encargó de despoblarla, quizás para dar a entender que la algarabía de la multitud no dice nada. Por eso su obra es, al mismo tiempo una añoranza y un reportaje dramático
Llama la atención el enfrentamiento del cemento gris y las palmeras verdes. Es una contraposición de imágenes, de conceptos. La sociedad los ha hecho convivir a la fuerza. Los ha plantado, su antojo en el rincón preciso. Ninguno de los dos estaba ahí. El edificio surgió como respuesta. El árbol, como elemento ornamental para que los ciudadanos no se olvidaran de la naturaleza. Pero cumplen, de alguna manera, el mismo papel de las señales metálicas.
La pintura de María Clara Gómez entró en el período azul. Es el tono que marca la pauta. El color que va guiando los ojos del espectador en su recorrido por el lienzo. Se refleja en los cristales de los rascacielos, se pierde en ese horizonte que se insinua, se funde con las nubes y al final se convierte en cemento. Por eso, por fortuna, las pinceladas verdes de las palmeras se imponen, en ocasiones, visualmente. Porque constituyen el contraste. Porque parecerían ajenas a un cielo que se mezcla sin pudor con las imponentes construcciones y se deja contaminar, sin reclamo, por el humo de las chimeneas industriales.

Hay, en la obra reciente de esta artista, un perceptible dominio de la geometría. Los edificios -que constituyen el elemento formal preponderante no son otra cosa que una combinación de figuras perfectas. Son un juego de cubos y rectángulos que se levantan con simetría. Que tratan de respetar la perspectiva de ese punto de fuga imaginario hasta sus ultimas consecuencias. Lo mismo ocurre con las señales de tránsito, que surgen muchas veces como una disculpa plástica para que el rombo y la esfera rompan el paralelismo.

Pero si bien la geometría domina la forma, resulta así mismo responsable de traducir en imágenes esa concepción de soledad, de repetición y de anonimato que se encuentra en la sociedad de la metrópoli. La perfección del trazo invita a pensar en la rigidez del hombre que se oculta tras el rascacielos. La simetría de los ventanales hace recordar esa queja de Charles Chaplin que quedó plasmada en