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Julie Otsuka recibió el premio PEN/Faulkner por ‘Buda en el ático’, entre otros reconocimientos.

LIBROS

Borrados de la historia

La escritora Julie Otsuka cuenta en esta premiada novela la inmigración de las mujeres japonesas a California a comienzos del siglo XX.

Luis Fernando Afanador
1 de febrero de 2014

Buda en el ático
Julie Otsuka
Duomo, 2012
150 páginas


Dice el Eclesiastés: “Los hijos que de ellos nacieron, dejaron un nombre que hace recordar sus alabanzas. Mas hubo algunos de los cuales no queda memoria, que perecieron como si nunca hubieran existido, así ellos como sus hijos; y aunque nacieron, fueron como si no hubiesen nacido”. La cita, más que pertinente, es el epígrafe de este libro que trata justamente de eso: de recordar a las mujeres japonesas que migraron a California en la década del treinta del siglo pasado. Trabajaron duro, fueron maltratadas y discriminadas, condenadas al olvido: “Como si no hubiesen nacido”. Una situación parecida a la de muchos grupos étnicos a lo largo de la historia. A no ser que aparezca alguien y dé cuenta de los hechos. Julie Otsuka, descendiente de esas mujeres, mientras dura la lectura de este hermoso libro –y aún después–, en un acto de justicia poética, se convierte en la voz de todas ellas.

“Algunas éramos de Kioto. Algunas éramos de Nara. Algunas éramos de una pequeña aldea montañosa. Algunas éramos de Tokio. Algunas éramos de Hiroshima. La más joven de nosotras tenía doce años. La mayor tenía treinta y siete, era de Niigata. Algunas éramos de Kumamoto, donde no había hombres casaderos. Eché un vistazo a la foto y le dije a la casamentera: ‘Este me vale’”. Sabían cocinar y coser, sabían servir el té, hacer un ramo de flores y sentarse en silencio durante horas sin decir nada. Estaban preparadas para ser buenas esposas japonesas, pero quienes las recibieron en San Francisco fueron unos hombres harapientos, envejecidos, jornaleros que las habían engañado con fotos de hace 20 años de sus amigos apuestos, con cartas de bonita caligrafía escritas por profesionales expertos en decir mentiras y romper corazones. No tenían tierras, necesitaban mujeres para ayudar a recoger la fruta, acostarse con ellos, hacer las tareas domésticas y criar a sus hijos. “‘Esto es América –nos decíamos–, no hay por qué preocuparse’. Y estábamos equivocadas”.

No había vuelta atrás. “Una de nosotras los culpaba de todo y deseaba que estuvieran muertos. Otras, en cambio, aprendimos a vivir sin pensar en ellos… Nos sumergíamos en el trabajo y nos obsesionábamos con la idea de arrancar una mala hierba más… Escondimos los espejos. Dejamos de peinarnos. Nos olvidamos del maquillaje… Nos olvidamos del Buda. Nos olvidamos de dios… Dejamos de soñar. Dejamos de desear. Solamente trabajábamos, eso era todo”. No hay un tono quejumbroso sino el ritmo hipnótico de un coro de mujeres que recrea todos sus sueños y vivencias. Detrás de este libro hay un gran trabajo de investigación, en fuentes escritas y de tradición oral, pero Julie Otsuka lo sintetiza y lo cuenta con una técnica extraordinaria. La narración coral, finamente engarzada, que pasa sin disonancia del registro colectivo al individual, constituye un gran aporte literario.

Con su bajo perfil, las japonesas fueron testigos de esos extraños blancos americanos que siempre estaban gritando y colgaban los platos en las paredes en vez de cuadros, tenían cerrojos en sus puertas y usaban zapatos en los interiores de las casas. Y luego, de su doble moral: las discriminaban pero apetecían su trabajo porque no jugaban, ni fumaban opio, ni peleaban, ni escupían como los chinos, porque eran más rápidas que los filipinos y menos arrogantes que los hindúes, más disciplinadas que los coreanos, más sobrias que los mexicanos y más baratas que la gente de Arkansas y Oklahoma. Ellas vieron cómo sus hijos sintieron vergüenza de su cultura –“se olvidaron de las palabras que se pronunciaban en el altar de nuestros antepasados muertos”– y cómo, a fuerza de constancia y laboriosidad, de pasar por alto las humillaciones, conquistaron finalmente un lugar y una independencia económica en esa América racista. Hasta que, con el ataque a Pearl Harbor y la falsa acusación de ser miembros del Eje, fueron confinados a campos de internamiento en los desiertos de Nevada y Utah. Les quitaron todo. Los borraron de la historia. “Como si no hubiesen nacido”.