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Bourne: el ultimátum

La trilogía del agente sin memoria llega a su fin de la mejor manera posible: siendo fiel al espíritu de la primera entrega.

Ricardo Silva Romero
1 de septiembre de 2007

Título original: The Bourne Ultimatum.
Año de estreno: 2007.
Dirección: Paul Greengrass.
Actores: Matt Damon, Julia Stiles, David Strathairn, Scott Glenn, Joan Allen, Paddy Considine, Albert Finney.


Dura un poco menos de dos horas. Pero uno siente, al final, que pasaron nada más unos minutos. Desde la primera secuencia queda claro que no habrá tiempo para respirar: el desmemoriado Jason Bourne, aquel agente letal que en Identidad desconocida (2002) trataba de saber quién era, ese asesino invicto que se enteraba de ciertas verdades en La supremacía Bourne (2004), es perseguido, desde antes de los créditos, por un par de verdugos que la CIA ha contratado para matarlo antes de que recuerde por qué hace lo que hace. La trama, más simple, esta vez, que en las dos entregas anteriores, nos lleva, de persecución en persecución, por las ciudades que suelen salir en las películas de espías. La cámara tiembla (tal vez lo haga, a veces, más de la cuenta) como si estuviera allí por suerte. Y todas las escenas son escenas de suspenso.

Bourne: el ultimátum es, en teoría, el cierre de una de las trilogías más entretenidas, más parejas, que ha dado el Hollywood de estos años. Conserva, de los dos capítulos anteriores, el buen trabajo de dirección, la banda sonora que siempre viene al caso y las actuaciones brillantes en medio de la angustia. Por los tres largometrajes, dicho sea de paso, han desfilado algunos de los intérpretes más interesantes de estos tiempos: Matt Damon ha compuesto un personaje extraordinario (medio vacío, medio angustiado) que sabe que lo único que debe hacer con su vida es no quedarse quieto; a su lado, como un catálogo de quién es quién en el cine de hoy, han aparecido agentes personificados por Chris Cooper, Brian Cox, Julia Stiles, Joan Allen, Clive Owen, David Strathaim y Scott Glenn; y ahora, para cerrar, se le ha reservado a Albert Finney el lugar del hombre que resolverá el misterio que nos ha acompañado desde el capítulo inicial.

El cineasta inglés Paul Greenglass, que hace un par de años dirigió el episodio anterior, que el año pasado sorprendió a los escépticos con la estupenda Vuelo 93, vuelve a ese estilo que consigue hacer realista semejante universo de inverosimilitudes. Filma las desventuras del protagonista como un reportero de guerra. Y frena la locura de la cámara cuando siente que los espectadores necesitan unos segundos de aire. Queda, al final, la incómoda sensación de que muchas cosas han quedado pendientes. Se extraña, por momentos, la sensibilidad que era evidente en la primera historia. Pero qué bien le han salido esas secuencias en las que el protagonista pasa de perseguido a persecutor en los bordes de los edificios, en las habitaciones a media luz de los más peligrosos agentes secretos y en las esquinas más peligrosas de las ciudades más cinematográficas que conocemos.

Habría que recoger firmas para que, no obstante los cabos sueltos, la aventura llegara hasta acá. Ya veremos qué ocurre. Ha quedado hecha, por lo pronto, una serie que ha reivindicado todo un género.