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Tomasz Kot y Joanna Kulig protagonizan una dura historia de amor enmarcada en Polonia en 1949.

CINE

Guerra fría

La nueva película del director Pawel Pawlikowski (Ida) sigue el romance apasionado de un pianista con una cantante en la Polonia comunista.

Manuel Kalmanovitz G.
23 de febrero de 2019

Título original: Zimna wojna

País: Polonia

Año: 2018

Director: Pawel Pawlikowski

Guion: Pawel Pawlikowski y Janusz Glowacki

Actores: Tomasz Kot, Joanna Kulig

Duración: 89 min

Esta es una historia de amor con un sabor amargo. Iba a decir agridulce, pero no, es amarga por dentro y por fuera. Hay amargura por el mundo en general, por el destino de los amantes y por sus caracteres, por la Historia (con mayúscula, sí) que empuja a la gente con el mismo desinterés con el cual el viento empuja hojas secas.

La historia de amor tarda un poco en arrancar y, mientras tanto, la película aprovecha para ir esbozando el horror pequeño del mundo en el que se sitúa. Es Polonia, en 1949, y un camión recorre un paisaje cubierto casi por completo de nieve, retratado en un blanco y negro hermosamente contrastado.

Se trata de una expedición de dos etnomusicólogos y un chofer que van por las zonas rurales capturando los sonidos de la gente. En la primera parada un acordeonista mira fijamente a la cámara, luego un violinista. La música, potente y no tan afinada, se siente cargada de tierra y de historia.

Poco a poco entendemos la labor de estos recolectores: están montando una academia de música y danza tradicionales, en lo que solía ser una hacienda de algún noble y/o algún opresor del pueblo, y buscan material con sus recorridos.

En un segundo momento, están haciendo audiciones de jóvenes, y Wíctor (Tomasz Kot) conoce a Zula (Joanna Kulig), una muchacha rubia, dueña de sí, extrañamente memorable. “Tiene algo más”, le dice a su colega. “Energía, actitud… es muy original”.

Todo esto sucede antes de que el amor o las primeras amarguras profesionales se hagan evidentes. Pero lo segundo llega por el éxito de la compañía que hace que la institucionalidad comunista y burocrática se fije en el proyecto. Después de todo, estas expresiones populares (canciones sobre ojos bonitos, vestidos ceremoniales, bailes acrobáticos) pueden ser un arma en la lucha contra el capitalismo. Así, un funcionario propone pequeños ajustes para que las canciones hablen de “la reforma agraria, la paz mundial y sus amenazas”.

Quizás de ahí sale parte de la amargura de todo esto, de la sensación de que cualquier cosa, no importa lo noble y genuina que sea, puede ser utilizada por las burocracias grises que en la película alientan y perpetúan el conflicto entre socialismo e imperialismo que le da título a la película.

“Y esas ceremonias suyas, esas celebraciones / sus rebuscadas obligaciones de unos para con otros, / ¡parece una conspiración a espaldas de la humanidad!”, dice el poema Amor feliz de Wislawa Szymborska. Pero acá queda la idea de que, a pesar de lo milagroso del encuentro y lo genuino de la conspiración, la felicidad sigue siendo elusiva.

Con exilios, separaciones y reencuentros, un jazz exquisito y un final que se siente precipitado, Pawel Pawlikowski (ganador del Óscar a mejor película extranjera por Ida en 2015) hace evidente que esos amores que Szymborska imaginó existen con la fuerza suficiente para intentar sobreponerse a las zancadillas de la historia o del destino. La amargura quizás venga de que su existencia no resulta suficiente para garantizar la felicidad.