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Como anillo al dedo

La tetralogía wagneriana: un ambicioso proyecto en torno a la obra de un buen compositor.

Emilio Sanmiguel
27 de octubre de 2003

El Anillo del nibelungo, de Richard Wagner, es el más ambicioso proyecto operístico de la historia: demanda cuatro noches. En El oro del Rin, Alberich, "el nibelungo" maldice el amor y roba el oro que custodian en el río, evidenciando la vulnerabilidad de los dioses. Siguen tres jornadas. Walkiria, Sigfrido y El ocaso de los dioses. Quince horas de música ponen en guardia a cualquiera, no hay arias sino un discurso de carácter sinfónico y si se añade que Wagner carga el 'sambenito' de "compositor favorito" de Hitler, pues no debe extrañar la prevención.

En realidad es un relato apasionante que permite todo tipo de interpretaciones y cada época ha "elaborado su propio concepto": la pérdida de la individualidad, la crisis del capitalismo, el genocidio, la guerra, la catástrofe nuclear, hasta la explotación de los recursos naturales.

Todo eso es válido. Pero está abierta la opción de dejarse seducir por la belleza del relato, que trae a escena la mitología germánica con sus dioses, Wotan y Fricka, o Brunilda, "la Walkiria" y Sigfrido, "el héroe" que atraviesa el fuego para redimirla.

Un anillo al alcance del profano

Esta versión en cuatro álbumes en DVD de Deutsche Grammophon, filmada en 1990 en la Metropolitan Opera de Nueva York, bajo la batuta de James Levine, ofrece la puesta en escena de Otto Schenck con los colosales decorados de Günther Schneider-Siemmsen. Y está al alcance de todos.

Por muchas razones. La primera, eminentemente práctica, que los subtítulos en castellano permiten la comprensión del texto. Schenk guía al espectador con claridad: cuando Wagner habla de dragones, hay dragones, cuando Froh tiende el arco iris para que los dioses entren al Walhalla, aparece el arco iris, y en la catástrofe final el Rin se desborda, las llamas suben al Walhalla y en el río las ninfas juegan de nuevo con el codiciado Oro del Rin; todo con el más exquisito gusto.

Los solistas

Musicalmente es un banquete. James Levine, un respetado wagneriano, dirige con autoridad un elenco formidable. Lo encabeza el bajo-barítono James Morris, que hace un padre de los dioses, dominante y vulnerable a la vez. La pareja protagonista de Brunilda y Sigfrido está en voces esplendorosas: la soprano Hildegard Behrens es una Brunilda dulce, apasionada, femenina y hasta esbelta, el tenor Sigfried Jerusalem es un Sigfrido impetuoso, juvenil y osado.

Todos funcionan: Ekkehard Wlashiha (Alberich), Heinz Zednik (Mime), Birgitta Sveden (Erda), Jan-Hendrick Roothering (Fafner), Gary Lakes (Sigmund) y Mark Baker (Froh), entre otros. Hay lujos, como tener a Christa Ludwig como Fricka, esposa de Wotan, y como Waltrauta, una de las walkirias, a Jessye Norman como Siglinda, hija de Wotan y madre de Sigfrido, a Matti Salminen como Fafner y como Hagen y el mismísimo Jerusalem es Loge, el inteligente dios del fuego.

Evidentemente, 15 horas de música ponen en guardia al más avezado melómano. Pero vale recordar que se trata de un auténtico monumento del drama musical (el intelectualismo tejido a su alrededor no es vana especulación), la música está a la altura de la leyenda, la obra depara momentos inolvidables, la historia no puede ser más seductora y -sin detrimento de su profundidad- es francamente entretenida y está excepcionalmente llevada a escena.

Y por obra y gracia de los subtítulos y de la claridad de la producción no es necesario recurrir a complicadísimas cartas de navegación. Así de sencillo.