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Diario de un terrorista

La progresiva humanización de un asesino es el tema de la última novela publicada en español de Irène Némirovsky.

Luis Fernando Afanador
14 de agosto de 2010

Irène Némirovsky
El caso Kurílov

Salamandra, 2010
155 páginas


Escapó a los bolcheviques pero no a los nazis. Irène Némirovsky, hija de un rico banquero judío de Kiev, huyó con su familia a Suecia, luego de haber permanecido oculta en Moscú hasta 1919 y comprobado que la revolución de Lenin iba en serio e iba para largo. De Suecia fueron a París, destino entonces de muchos ‘rusos blancos’ –el otro era Berlín–, como bien lo sabemos gracias a las memorias de Vladimir Nabokov. Allí, Némirovsky se vuelve escritora francesa, reconocida muy pronto por su primera novela, David Golder, con un fuerte sesgo autobiográfico: el protagonista es un banquero ruso-judío que vive en París. Sin duda, el comienzo de una prometedora carrera, ratificada por una racha de novelas que no pasaron inadvertidas: El baile, El maestro de almas y El caso Kurílov, entre otras. Sin embargo, los nazis no la dejaron terminar: en 1942 fue detenida en Saône-et-Loire –donde se había refugiado– y enviada al campo de concentración de Auschwitz en el que moriría poco tiempo después. Después de la liberación, nadie se acordó de ella.

Lo que no sabían los nazis era que en la maleta que les dejó a sus pequeñas hijas, Denise y Elizabeth (como en las películas, salvadas por unas almas bondadosas y valientes), se encontraba su pasaporte contra el olvido: Suite francesa, la deslumbrante novela que se publicó en 2004 y que después de ganar un premio literario se convirtió en uno de los libros más vendidos en varios países. El dolor y la rabia le habían impedido durante muchos años a su hija Elizabeth leer los manuscritos de su madre: “Luego, cuando lo leí, no comprendí en seguida que se trataba de una novela. Las anotaciones eran terribles. No me vi con ánimo de ordenar todo aquello hasta años más tarde”.

Mucho se ha dicho sobre las cualidades literarias de Suite francesa. Solo quiero destacar una: el distanciamiento con los hechos narrados. Némirovsky escribe sobre el arribo y la ocupación nazi en Francia. Es decir, sobre su presente inmediato, sobre acontecimientos en los que necesariamente estaba implicada. Pero lo hace con una perspectiva que parece de historiador. La frescura de lo que pasa visto con la serenidad de “muchos años después”. La cronista y la novelista histórica reunidas en una misma persona.
Es inevitable recordarlo a la hora de analizar El caso Kurílov, una obra sobre un terrorista bolchevique publicada en 1933, cuando Némirovsky apenas tenía 30 años. No debió ser fácil para ella hablar de quienes la llevaron al exilio y expropiaron a su familia. Tampoco, evitar la nostalgia al evocar la tierra rusa. Ni lo uno, ni lo otro; ni odio, ni melancolía: su libro es una madura indagación en la sicología de un violento para entender sus motivos íntimos. Y un acto de humanización: esta es la historia de cómo un asesino deja de serlo.
En la terraza de un café de Niza conversan Iván Baránov, antiguo miembro de las fuerzas de seguridad del zar, y León M., militante del ala terrorista del partido bolchevique.
 
Baránov ha reconocido a León M.: era uno de los integrantes del comando que atentó contra Valerian Alexándrovich Kurílov, ministro de Instrucción Pública del zar Nicolás II. Un atentado que en su momento –1903– estaba destinado a ser el inicio del derrumbe del viejo orden zarista. Por supuesto, León M. niega ser quien es y los dos hombres se despiden para siempre sin reconocer –qué importa– cuántas “piezas” cayeron de lado y lado. El bolchevique muere en 1932 y lo que vamos a leer es su diario sobre el caso Kurílov: cómo ingresó al partido; cómo logró, bajo una falsa identidad, entrar a trabajar con el ministro y hacerse su amigo; cómo finalmente se perpetró el atentado. Un testimonio irrelevante salvo por el contraste entre el malvado personaje que imaginan los terroristas y el que León M. va descubriendo y lo hace vacilar en su misión: un pobre hombre, vanidoso y patético. El terrorista vive encerrado en un mundo de enemigos abstractos; solo habría que mostrarle el mundo de los seres humanos concretos, “con sus ambiciones, defectos y estupideces”.