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Dos poemas

17 de septiembre de 2001

ADIÓS A UN DÍA



¡Cuán terrible es el mundo! Hay parejas que lloran y se besan en los cafés y no encuentran grandeza alguna en estas instantáneas que han

nacido para el olvido. Todo es tan absurdamente real, verosímil y ajustado a los rieles del devenir que da vergüenza. Hace falta algo de irresponsable entrega al reino de las sábanas cansadas para entender cuán importante es conservar el alma fuera de este sumidero.

El día brillante, en el cual hubo animales mirando por la ventana el despertar de la lluvia, el día de las libros acariciados y la galleta deshaciéndose, el día tardío del corazón llega a su fin, prepara su muerte sin tristeza, se dobla sobre sí y mira el suelo. Nosotros lo recordamos horas después de su partida, con una atenta mano sobre su lomo estirado en la distancia, y nos sentimos tranquilos, seguros, alumbrados por la confianza de siempre.

Un tiempo que no avanza, el crecimiento alerta de los nódulos linfáticos no son excusa suficiente para dar por acabada la memoria que nos rodea. La música puede seguir brillando, despertando, amando a aquellos que con humildad la oyen. Los rumorosos robles, los alerces, el canto del viento son compañía suficiente para dejar que se vaya el día. El tiempo nace de la inveterada costumbre que poseemos de no desear con suficiente fuerza.



SOL PARA EL AZUL

Así como una hoja y otra hoja


son la apariencia del viento que las lleva,


en el tiempo vemos deshacerse


aquello que parecía firme,


establecido para siempre.





Pero una hoja es ella misma y otra cosa


distinta, está viva sin que lo advirtamos


y congrega (a pesar de nuestros miedos)


algo más grande y alerta y rumoroso.




Aquí, por debajo del azul vibrante,


por encima de los soleados guijarros,


con las flores derramándose en el parque,


el día se eleva en el centro del tiempo.





En un momento vemos formarse


el material de la memoria


y cobra cuerpo y permanencia


aquello que parecía confuso, vago.





La vida está de nuestro lado


y alguien recoge en su mirada


esa hoja (caída acaso del árbol del tiempo)


que con dedos ligeros inventa


una imprevista caricia en la espalda


del semidormido niño


ahí,


en el pasto.