Home

Cultura

Artículo

EL ALCALDE SOLITARIO

Con su nueva película, Clint Eastwood critica al Ejército de EE.UU.

18 de mayo de 1987

Coincidiendo con su primer año de ejercicio en la alcaldía del pequeño pueblo de Carmel, en California, el actor, productor y director Clint Eastwood mantiene furiosos a los militares norteamericanos por la imagen que de ellos proporciona en su nueva película, "El guerrero solitario", la historia de un sargento rebelde quien, a la cabeza de un grupo de pésimos reclutas que se convertirán en auténticas máquinas de guerra, organiza uno de los actos políticos más repudiados de la administración Reagan, la invasión a la pequeña isla de Granada.
Los militares no le perdonan a Eastwood que haya mostrado el entrenamiento como un infierno, ni que los oficiales para conseguir la obediencia tengan que soltar palabrotas cada cinco minutos, ni que las relaciones entre oficiales y subordinados lleguen al límite mismo de la rebelión en medio de las peores circunstancias ambientales. El mismo Departamento de Estado, cuyas relaciones con Hollywood en los últimos años han sido más bien tranquilas expidió un comunicado en el cual recordaba a los espectadores rasos que esos soldados, esos instructores, esas condiciones de la vida militar nada tenían que ver con la realidad: los espectadores, mirando el pequeño grupo de marines que desembarca en la isla y arrasa con los cubanos y nativos y coloca la bandera norteamericana donde antes estaban otras, esos espectadores que han sido testigos del escándalo de los dineros calientes para los "contras", sonrien y se preguntan si acaso la realidad mostrada por Eastwood no es más cercana a ellos que la que quieren imponerle los funcionarios de la Casa Blanca.
Para nadie es una sorpesa esta película de Eastwood quien fue uno de los primeros en iniciar la rebelión contra Hollywood, constituyendo su propia empresa, la Malpaso, para producir las películas que quería hacer, con los actores escogidos por él y con los personajes que le fueran afines. Después de comenzar una carrera fructífera al lado de directores como Sergio Leone y Donald Siegel, es decir, haciendo de vaquero que mascaba un tabaco apagado y de inspector que siempre le preguntaba al reo, en el suelo, si ese era su día de suerte y entonces martillaba el revólver, mejor, la pistola Magnum enorme para comprobarlo, Eastwood se fue embarcando en proyectos cada vez más personales, construyendo historias que giran estrictamente alrededor del protagonista, con una cámara que lo sigue a todas partes, que lo esculca, que lo revisa ante ese espectador fascinado por un actor que casi no tiene gestos, que sonríe muy poco, que suelta palabrotas, que camina a lentas zancadas, que se mueve con la peligrosidad de un felino y resuelve las situaciones a su manera, como lo hace con estos muchachos a quienes destroza en el campo de entrenamiento, bajo el sol, ardidos por el sudor, el cansancio y el hambre y con quienes, sin que ellos lo sepan, establecer una complicidad que encontrará su mejor forma de expresión cuando lleguen a esa pequeña isla y la tomen a sangre y fuego y ni siquiera se dan la oportunidad de preguntarse si acaso lo qué hicieron era bueno o malo, simplemente lo hacían, porque era una orden.
Este sargento que responde ante una corte marcial, que tiene un pasado tortuoso, que es al fin adorado por sus hombres, es la imagen de ese alcalde que ha estado trabajando por un sueldo ridículo en un paraíso llamado Carmel, California, muy lejos de la isla invadida.