Más de diez años de trabajo continuado le han dado a Jaime Finkelstein la prerrogativa de tomarse ciertas libertades con ideas ya manejadas por él (aunque nunca tan manejadas como ahora) y con principios de comportamiento que hacen de su tarea de escultor un aporte significativo entre los que se desarrollan en Colombia actualmente.
Los materiales que utiliza este fabricador de cajas que se cierran y se abren, en actos de descomponer y cazar pedazos contra otros, son el cartón corrugado y la madera, ambos en su color natural. La madera a la vista configura el límite de las secciones que habrán de acoplarse en la unificación de la cual se trata la obra. Porque si bien es cierto que estas cajas trabajan con materiales y formas fijas y estáticas, también lo es que el gran tema de su quehacer, su gran asunto, es el movimiento implícito en toda unión o separación. Cuando la unión ocurre, más allá del alcance de nuestra vista, el positivo de un pedazo se inserta dentro del negativo del otro, que lo está esperando, en un misterioso acto que no alcanzamos a entender del todo, entre otras cosas porque no lo podemos ver. Habitualmente, nuestra incapacidad de comprensión sería una considerable limitante frente a la obra. Pero estas construcciones la convierten en parte de la experiencia estética y en la fuente de un sentimiento de enigma ante los hechos nunca comprobados que, de manera altamente sugestiva, nos proponen.
Heredero de la tradición del ensamblaje en el arte del siglo XX, Jaime Finkelstein vuelve a plantear muchos de los gestos pioneros de dicha práctica. Pero los suyos se refieren a un material más popular, menos "artístico", más industrial y de trabajo, como es el cartón. Si a esto añaden las bisagras con que se articulan los pedazos de cajas para abrir o cerrarse, y la noción que tiene de que las cajas pueden armar o descomponerse de manera bastante sorprendente, en secciones inesperadas para articular y desarticularse, veremos que el conjunto de sus recursos, tanto de materiales como de acción, va a permitirle configurar objetos peregrinos y extraños, que se contraen y se distensionan; que se descoyuntan como singulares maromeros en el circo de la razón.
Porque uno de los factores que más contribuye a la extrañeza de estos objetos es la combinación inusitada que en ellos se desarrolla, de lo racional y lógico, con lo sorprendente: la disciplina de la geometría, de la manera estructurada con que han sido ensamblados los materiales, de acuerdo con un orden que pudiéramos llamar constructivo, todo ello superpuesto a lo orgánicamente fluido del movimiento posible en las piezas, al quedar descompuestas, o al sugerir su capacidad de componerse nuevamente: para armar, acurrucar, cerrarse sobre sí mismas, como armadillos o moluscos o simplemente como seres vivos que buscan la defensa del medio hostil que los rodea.
Quizás sea en esta dimensión metafórica de las piezas de Jaime Finkelstein, en esta capacidad para sugerir actuaciones que están más allá, en el sentido estricto del término, de lo presumible en el comportamiento de lo "artístico", donde se contiene su acierto y de donde surge su conquista estética. Porque han sobrepasado ya sus niveles simplemente objetuales, o sea la consistencia meramente física o estática de objetos que tenían cuando aún se les podía confundir con ensayos más o menos afortunados en el proceso de diseño de las formas geométricamente regimentadas, y han entrado claramente en la región donde las consideraciones recién mencionadas se convierten apenas en apoyo de tipo herramentario. El objetivo de la obra, ahora, está claramente situado en el área figurativa, donde cada una de las esculturas o construcciones apunta, cada vez con más decisión, hacia la voluntad de convertirse en representación no descriptiva, en real imagen, en verdadera figura de otros seres, distintos del mismo objeto de arte.
En este sentido, Jaime Finkelstein comienza a realizar de manera palpable, dentro del estricto proceso evolutivo de su producción, la reviviscencia a nivel individual, del cambio general que en los últimos años se ha llevado a cabo en el arte. Pues éste últimamente ha pasado de su estado meramente experimental e investigativo, de su intención simple de dominio de las técnicas del diseño y de la concepción, a un reencuentro (muy contemporáneo por los términos específicos dentro de los cuales se da) con la necesidad sentida por convertirse en simulación, o figuración representacional, para cumplir a plenitud con los objetivos a los cuales históricamente y por razones de fondo ha estado unido.
La obra con que Jaime Finkelstein concurre a Quito, es la maduración de ideas que en principio fueron apenas formales y que aún hoy pudieran ser consideradas, utilizando para ello un criterio muy exigente, como las primitivas dentro de una genealogía particular: es la anticipadora de quién sabe cuáles procesos de descubrimiento, que se refieren tanto al cuerpo del arte, como a las mismas evoluciones del pensamiento de su autor. Su actual manejo de formas corresponde a una aventura creativa cuyo objetivo eventual no ha sido dilucidado aún. Y ese, el arte que no sabe exactamente qué se propone, porque no puede ni debe saberlo, porque no es ni investigación, ni experimentación, ni ciencia; el arte que no sabe hacia dónde exactamente se dirige, es el que mayores sorpresas puede dar, tanto a su autor como a nosotros mismos; es el arte que en definitiva, más nos interesa conocer.