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El beso del escorpión

En esta comedia inolvidable, otra de sus pequeñas obras maestras, Woody Allen es un viejo detective privado atrapado en las redes de un hipnotizador.

Ricardo Silva Romero
11 de diciembre de 2003

Director: Woody Allen
Protagonistas: Woody Allen, Helen Hunt, Dan Aykroyd, Charlize Theron, Wallace Shawn, David Odgen-Stiers, Brian Markinson, Elizabeth Berkley Woody Allen es incapaz de hacer una mala película. Su penúltima comedia, El beso del escorpión, que acaba de llegar a algunos teatros de Colombia, es una cajita de música, una miniatura perfecta, otra pequeña obra maestra que encoge los hombros ante nuestras batallas perdidas contra la realidad, sonríe frente al recuerdo de aquellas comedias románticas que el Hollywood de antes resolvía por medio de las claves del cine policíaco, y reconoce que quien se enamora consigue abstraer el mundo, vivir en la ficción, ver lo que nadie más puede ver, como si alguien, en algún momento, se hubiera puesto en la labor de hipnotizarlo. El beso del escorpión cuenta, sin perder el rumbo ni por un segundo, la divertidísima batalla entre C.W. Briggs, el viejo detective de una compañía de seguros del nostálgico Nueva York de los años 40, y Betty Ann Fitzgerald, la indolente ejecutiva recién contratada para afinar la eficiencia de la empresa, desde la tarde en que descubren que les será imposible mantener una amigable relación de trabajo ("somos una pareja hecha en el cielo, pero por un ángel retardado", dice él) hasta la noche en que, en medio de la celebración del cumpleaños de uno de sus colegas, los dos son hipnotizados por Voltan Polgar, un escalofriante ilusionista del barrio chino, y terminan convertidos en un par de ladrones de joyas, enamorados el uno del otro, cada vez que oyen las palabras "Constantinopla" y "Madagascar". Hasta aquí, aclaro, sólo he contado los primeros minutos de la historia. Los indefensos personajes de Woody Allen suelen enfrentarse a grandes pruebas para llegar a la conclusión de que resulta imposible resistirse a la vida -encogen los hombros como el neurótico productor de televisión que no se suicida en Hannah y sus hermanas porque descubre que aún se ríe en las películas de los hermanos Marx o el desencantado periodista deportivo que vuelve a tener una supuesta familia feliz en Poderosa Afrodita gracias a los consejos de un coro de tragedia griega- y C.W. Briggs, el detective bromista, que es un tipo solitario con un único talento, el de entender la mente criminal a la perfección, y la señorita Fitzgerald, la ejecutiva sarcástica, que en sus ratos libres mantiene un romance con un hombre que jamás se separará de su esposa, no serán la excepción. Se lanzarán frases hirientes durante el resto de la aventura, como si parodiaran a las parejas de aquellas comedias mitad románticas, mitad policíacas que Billy Wilder, Ernst Lubitsch y Howard Hawks filmaron hace un poco menos de medio siglo, y nos conducirán a un final emocionante, inesperado, superior a nuestras fuerzas, que nos recordará que debemos aferrarnos a las ficciones -como el ama de casa de La rosa púrpura del Cairo o el camaleón humano de Zelig- y después, sobre todas las cosas, que el cine no sería el cine sin las gafas de Woody Allen.