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A R T E S    <NOBR>P L A S T I C A S</NOBR>

El ermitaño egoísta

José Antonio Suárez presenta sus dibujos en la Galería Sextante.

Fernando Gomez
1 de enero de 2001

Los viejos maestros pueden presumir de figuras públicas. Son reconocidos, apreciados y, tarde o temprano, si salen a la calle, alguien les va a pedir un autógrafo. Evidentemente pasa con Botero, con Negret, con Grau, con casi toda su generación. Con el resto de artistas colombianos, Juan Fernando Herrán, Delcy Morelos o José Horacio Martínez, por ejemplo, el bicho de la fama puede tardar en llegar un buen tiempo, poca gente conoce su trabajo y sus caras son aún más desconocidas; algunas veces salen en las páginas sociales o se llevan una buena tajada de espacio en algún diario, pero eso es poco. Para ser famoso es necesario aparecer muchas veces. Sin embargo hay otro tipo de fama que no necesita de multitudes. Una fama que puede estar en un grupo cerrado de coleccionistas o que, como en el caso de José Antonio Suárez, se halla en los mismos artistas.

Suárez es famoso entre los artistas. Algunos, incluso, presumen cuando tienen una obra suya dentro de su colección particular, presumen porque es una obra extraña, desconcertante, anacrónica. Presumen porque muy poca gente conoce al mismo Suárez que, en lugar de ir de coctel en coctel, se mantiene encerrado en su taller en Medellín. A veces ni siquiera expone. Y cuando lo hace, expone poco. El grueso de su trabajo se queda para él. Es un ermitaño egoísta. Un ermitaño que les regala a los ojos de los demás sólo pequeñas limosnas de su trabajo. Pero, en su caso, el calificativo de ‘pequeñas’ es un asunto de envergadura mayor. Porque Suárez hace miniaturas. Su taller se limita a un escritorio lleno de pinceles, marcadores, lápices, acuarelas, unos borradores de colegio que, con un bisturí, convierte en sellos. Y claro, también necesita unas libretas de dos dólares que, una vez llenas con sus dibujos, permanecen apiladas en algún lado. Por eso sus muestras son un acontecimiento, al fin se ha dignado a arrancar unas cuantas hojas de esas libretas y a enmarcarlas con su sello personal.

Hoy Suárez, con dos nuevos libros sobre su obra, uno con texto de Beatriz González y otro editado por la Universidad de Antioquia, expone en la Galería Sextante y, obvio, es una buena oportunidad para escudriñar en sus dibujos. Para ver esos pequeños cuadros de 10x10 centímetros, en los que sus trazos exploran la identidad de Shakespeare, en los que hay pequeñas joyas como los barcos de batalla en el río Támesis, o un guante de época que tiene tantos detalles en los tejidos, como los de los retratos de Rembrandt (o bueno, tal vez no tantos). Sin embargo, tal vez lo más hermoso de esta muestra son los dibujos que están en una vitrina; son un poco más grandes, tal vez de 15x20, obras monumentales en su caso, que tienen el retrato de cuerpo completo de su máximo ídolo: Degas. Ahí está Degas estirando sus brazos como en un largo bostezo. Degas junto a su bailarina. Degas con las manos cruzadas. Y todos esos Degas trazados con carboncillo son tan generosos, tan bien hechos que, cuando se terminan de ver, se tiene la sensación de haber pasado un rato con ese señor de barba, bastón y sombrero de copa.