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EL HIJO DE ANGELA

Frank McCourt, autor de 'Las cenizas de Angela', habla de su padre, de su madre y de los deseos inmensos de escribir la segunda parte de su libro.

20 de abril de 1998

Apesar de haber coronado la gloria con las elocuentes memorias de su traumática niñez, Frank McCourt conserva la humildad del profesor de escuela que siempre fue. Sin embargo el éxito le sonríe y mientras su nove-la, Las cenizas de Angela, se sigue vendiendo a diestra y siniestra en ediciones que sobrepasan los 20 idiomas en todo el mundo, él se da el lujo de pasarse a vivir a una nueva casa y vengarse del destino que le esperaba en Limerick. Podría perfectamente dedicarse a descansar hasta la muerte pero considera que el trabajo hasta ahora comienza. El diario El Clarín, de Buenos Aires, lo entrevistó hace poco en Nueva York. Por considerarlo de interés para sus lectores SEMANA reproduce, en exclusiva para Colombia, apartes de la conversación con quien se está convirtiendo en uno de los escritores más célebres de la última década.

Memoria desgarradora
Bien lejos de aquella época en la que comer un huevo y un trozo de cerdo en el callejón Roden era considerado un lujo, Frank McCourt se deshace en disculpas ante los visitantes por el desorden que reina en su nueva casa, un piso soberbio ubicado frente al Museo de Ciencias Naturales, en Nueva York. Se acaba de mudar y ni él ni Helen, su tercera esposa, encuentran tiempo necesario para desembalar las pocas cajas que los acompañan desde su último domicilio, un pequeño apartamento del Village, escenario ideal para la vida de un bohemio maestro de escuela como fue McCourt hasta no hace mucho tiempo.
Desde la publicación de su libro, y debido al éxito que no deja de acompañarlo, McCourt comenzó un maratón de viajes que incluye presentaciones y entrevistas en diferentes lugares del mundo, a los que llega, necesariamente, en avión, ese aburrido lugar donde "uno come, bebe, duerme, va al baño, se mira interminables minutos en el espejo como un tonto y vuelve a su asiento. A comer, a beber y a dormir".
En medio de este vértigo tan deseado como abrumador, Las cenizas de Angela lleva cerca de 70 semanas en la lista de bestsellers del influyente suplemento literario del New York Times y tanto el libro como su autor tienen alrededor de 50 entradas en Internet. La más curiosa: un llamativo club de fans, original del Japón, cuyo sitio exhibe, además de elogios de sus miembros, un mapa detallado de Limerick y una serie de fotografías de la ciudad con tomas de aquellos sitios considerados importantes en la trama.
Es difícil imaginar que este hombre elegantemente vestido, al que la revista Vanity Fair incluyó entre los 35 personajes más famosos del año en Estados Unidos, sea el mismo que iba con su madre a la sociedad de beneficencia de San Vicente de Paúl a mendigar algún alimento para la cena de Navidad y que a los 11 años encontró en la fiebre tifoidea no un enemigo mortal sino un inesperado aliado para pasar una temporada de vacaciones en el hospital, con sábanas limpias y cuatro comidas diarias.
_¿Le provocó sufrimiento la escritura de su libro, recordar esos momentos tan dolorosos?
_Sí. Había días en los que no quería escribir nada, días en los que sólo quería quedarme en casa y taparme la cabeza con la almohada. Especialmente cuando tenía que escribir sobre mi padre y mi madre. En cambio me gustaba mucho escribir sobre la escuela. Todo era muy loco allí. Pero el alcoholismo de mi padre y la miseria de mi madre no eran temas sobre los que me gustara escribir. Era como una novela rusa de 900 páginas en la que al final el hombre decide suicidarse y uno piensa por qué no lo habrá hecho en la página cinco.
_Es extraño, porque a pesar de tanta pena, su libro está lejos de ser un retrato amargo de esa época.
_Creo que el tono que encontré, el punto de vista de un niño, es lo que logra el efecto. Los chicos no mienten, aprenden luego a mentir y somos los adultos los que les enseñamos a hacerlo. Yo quería lograr eso. Los chicos no son amargos, tampoco; ellos se enojan, sí, pero viven en un mundo inmediato donde no hay tiempo para la lujuria de la amargura. Esto viene después, cuando uno tiene capacidad para reflexionar.

Su madre: una relacion dificil
Los lectores de McCourt conocen el sabor agridulce de las borracheras de su padre, su poca predisposición al trabajo y el encanto de las canciones y leyendas irlandesas de Cuchulain, una suerte de Aquiles celta, algo más viril que su par griego. También recuerdan el permanente sufrimiento de Angela, inevitablemente marcada por las muertes de la bebita Margaret y los mellizos Eugene y Oliver, hermanos menores de Frank. Por todo eso, y precisamente porque se trata de una historia real aunque su autor maneje con destreza los recursos de un narrador de ficciones, la tentación de preguntarle a McCourt por el destino de sus personajes es obvia.
"Mi madre vino a visitarme a Nueva York en la Navidad de 1959. Llegó con la intención de quedarse un par de semanas y terminó quedándose hasta su muerte, 21 años después. Ella siempre nos pedía, a mis hermanos y a mí, que a la hora de su muerte mandáramos sus restos a Irlanda. Cuando llegó el momento decidimos cremarla y enviar allí sus cenizas. Ahí, en ese final, está el origen del título de mi libro".La historia no deja de ser dolorosa. McCourt lamenta no haber podido tener una relación cordial con su madre, a quien no logró comprender del todo. "Ella debió haberse quedado en Irlanda, aquí no estaba cómoda. Era una mujer depresiva y, a pesar de eso, yo insistía para que saliera, para que hiciera amigos, en fin. Cuando llegó, ella creía que con sus cuatro hijos, todos juntos, finalmente lograríamos ser algo así como una familia feliz. Pero no ocurrió. Y en lugar de entender la vida horrible por la que había pasado yo me irritaba con ella. Me hubiera gustado ser más amable. Es algo que aprendí, sólo que ya es demasiado tarde".

Su padre: irremediable
El destino de su padre, en cambio, no fue precisamente familiar. "Después de que nos abandonó, durante la Segunda Guerra Mundial, se quedó trabajando en Inglaterra. Más tarde regresó al norte de Irlanda, donde había nacido. Ahí trabajaba en una granja, cavando todo el tiempo. Y bebía, bebía sin parar. Su familia se cansó, naturalmente, y lo persuadieron para que se viniera a Nueva York. Eso fue en 1963, cuando le mandó una carta a mi madre donde le decía que era un hombre nuevo, que no había bebido una gota de alcohol en los últimos tres años y que trabajaba de cocinero para unos curas en un monasterio. ¡Mi Dios, no me imagino qué podían comer esos pobres curas! Así que se subió al Queen Mary, con un pasaje de regreso en el bolsillo para tres semanas después".Como era previsible, el encanto de la conversión duró muy poco. Hasta el encuentro con la primera taberna del camino. "Se pasó las tres semanas bebiendo. Una noche tuvo la peregrina idea de acercarse a mi madre con intenciones amorosas. Todo terminó a los gritos y con la policía de por medio, de manera que se volvió a Irlanda con el mismo pasaje".
_¿Volvió a verlo?
_Tuvimos un encuentro en Belfast, en 1971. Eran tiempos terribles, podría decirle que la ciudad entera estaba en llamas. Si se hubiera tratado de una película yo le habría dicho entonces: ¿por qué nos trataste así?, ¿por qué nos abandonaste? Pero ahí estaba mi tío, y también algún vecino, y además no era una película. Murió en 1985. Yo fui a su funeral con Alphie, mi hermano menor, que casi no lo conocía. Ahí, acostado en su ataúd del Royal Hospital, costaba reconocerlo, por lo elegante que estaba, con su blanco moño de seda. No sé por qué fui, aunque supongo que en el fondo de mi mente ya estaba la idea de escribir el libro y quería asegurarme de que el hombre estuviera muerto. Cuando entré, el féretro estaba rodeado por sus hermanas y otros miembros de su familia. Todos me miraban porque, se suponía, yo era el deudo principal y ellos se preguntaban "¿cómo irá a reaccionar Frank?". Entonces Frank entra y mira a su padre en el ataúd y casi eructa de risa porque papi está muerto. Vestido como un muñeco para no ir a ningún lado, salvo a su tumba. Esto me golpeó tan fuerte que me arrodillé cerca del ataúd y casi exploté de la risa. Mis hombros se sacudieron tanto que lo único que se escuchaba alrededor mío era "pobre Frank, qué conmovido está".
_¿El hecho de haber padecido tanta miseria y de ser ahora un hombre rico le provoca alguna culpa?
_No me importa el dinero. A esta altura de mi vida, ¿por qué tendría que preocuparme? Aunque a veces me pasó que, cuando algo me gustaba, me decía "no puedo comprarlo, no puedo gastar tanto". Hoy no hay nada que quiera tener y no tenga. Acabamos de mudarnos a este piso y ya está. Hasta ahora vivíamos en un apartamento que cabía en este recibidor. Lo único que verdaderamente deseo ahora es escribir otro libro. Eso es todo.