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El legado griego

Lo esencial de los griegos en un libro claro, ameno y riguroso.

Luis Fernando Afanador
21 de julio de 2003

El recurso mas fácil para describir a los griegos de la época clásica, para mostrar su singularidad, será siempre compararlos con sus vecinos, las prósperas y desarrolladas civilizaciones de Oriente. Por eso, una diferenciación entre los griegos y los egipcios, es el punto de partida de este notable y vigente ensayo de Edith Hamilton, aparecido en 1930, y que hasta ahora se traduce al español.

En Egipto, el centro de interés eran los muertos. La realidad verdadera no fue la de la vida cotidiana, sino la que llegaría con la muerte. La vida no valía absolutamente nada, al igual que en China, la India o Nínive. Las vidas y las fortunas -incluidas las de los acaudalados y los nobles- dependían por completo de los caprichos de un monarca cuya única ley era su propia voluntad. La poca esperanza de encontrar la felicidad en este mundo, hizo que instintivamente se buscara consuelo en otro. Egipto, edificado sobre un fértil y rico valle, con grandes conocimientos matemáticos, padecía y se sometía, volvía su rostro hacia la muerte. Grecia, en cambio, ubicada en una tierra estéril, de largos y duros inviernos, resistió y se volvió de lleno hacia la vida. Allí apareció algo absolutamente nuevo: encontró expresión la alegría de vivir. "Los griegos fueron el primer pueblo del mundo que jugó, y que jugó en grande".

Aunque complacerse en la vida, ver el mundo bello y disfrutarlo fue una característica del espíritu griego que lo distinguió de todo lo anterior, no es menos cierto que ellos supieron cabalmente "cuán amarga es la vida". La prueba es que su literatura se encuentra marcada, con igual intensidad, por el dolor. Alegría y pesadumbre, exaltación y tragedia -dice Edith Hamilton- se dan la mano en la literatura griega, sin ninguna contradicción. Los deprimidos son los que todo lo ven gris, "los que no pueden regocijarse así como no pueden padecer". Y los griegos no eran ningunos deprimidos: tuvieron una conciencia terrible de la incertidumbre de la vida y de la inminencia de la muerte, de la vanidad del esfuerzo humano, pero nunca, ni en los peores momentos, perdieron el gusto por la vida.

El ejercicio de su vitalidad los llevó por muchos caminos, por supuesto, ajenos al autoritarismo y a la sumisión. Muy lejos del temido e inalcanzable faraón y del sacerdote-rey mesopotamio con su poder absoluto. No tuvieron amos; sólo obedecieron a la ley. Fueron los primeros hombres libres, los primeros que llegaron a pensar por sí mismos. Con ellos comenzó el imperio de la razón. "Todas las cosas deben ser examinadas y puestas en duda. No se pueden fijar límites al pensamiento". Para los griegos, el mundo exterior era algo real e interesante, que no puede desdeñarse, como equivocadamente pretenden quienes se entregan sólo a la vida espiritual. La mente y el espíritu unidos, fue su gran logro. Sí, la razón que actúa a partir de lo visible, pero también el mundo del espíritu que vive por lo invisible. "Durante un breve período, en Grecia se encontraron Oriente y Occidente; se unieron la tendencia a lo racional que iba a distinguir a Occidente y la profunda herencia espiritual de Oriente". La luz de la razón y la gracia de la belleza y del cuerpo.

Y tantas cosas más que el breve espacio de esta nota impide comentar: la bondad y la sabiduría de Sócrates, la música verbal de Píndaro, la escritura soberbia de Platón, la vulgaridad desenfrenada e irresistible de Aristófanes, la curiosidad infinita de Herodoto, la inteligencia crítica de Tucídides, la frivolidad encantadora de Jenofonte, la brillantez de Alcibíades. Es que todo esta ahí, en sus escasas 328 páginas: la explicación de la tragedia, la batalla de Salamina, la importancia de la religión, las causas del auge y caída de su democracia. Todo el legado griego en este libro maravilloso, profundo, apasionado, sencillo y nada erudito.