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El maravilloso encanto de esas voces curtidas

Olga Guillot y las Hermanas Fáez, al rescate del bolero y la serenata, no sólo aportan sus cualidades vocales sino su experiencia de vida.

Juan Carlos Garay
27 de agosto de 2001

La señora Olga Guillot no es de esas cantantes que se asoman discretas al panorama de la música a ver si a los demás les gusta sino que llega pisando fuerte y se impone con esa manera dramática de entonar el bolero que hace que uno, gústele o no, se conmocione. Así ha sido desde 1957, cuando conquistó por primera vez las ondas de radio con su versión de Tú me acostumbraste.

Al escuchar su nuevo álbum, Faltaba yo, regresan algunos de esos ecos aunque no puedan decirse cumplidos del estilo de “parece que no pasara el tiempo”. No. Las clásicas grabaciones de la Guillot, orquestadas por el legendario Xavier Cugat, continúan invictas si se les pone a competir con los arreglos nuevos que le hizo Arturo Sandoval.

Claro que eso es sólo en lo que respecta a la orquestación porque, si hablamos de canto, no se puede negar que los años han traído consigo una pátina de alcurnia. Olga Guillot no canta como una mujer sufrida o ciegamente enamorada, más bien como una dama que llega una vez más, y con toda la experiencia, al campo de batalla del amor. Justo ahora su voz se encuentra en el punto más agreste y ella parece ser consciente y la explota hasta extremos jamás escuchados en la historia de un género sutil por excelencia. Es que sólo la Guillot puede darse el lujo de exhalar, a mitad de un bolero, un profundo “no jodas por favor”.

Pero, si de voces curtidas se trata (y con todo respeto hacia la señora Guillot), hay un caso que resulta aún más interesante. Las hermanas Cándida y Floricelda Fáez, salidas de la Casa de la Trova Cubana en Camagüey, no sólo cantan con la sabiduría de los años sino también con los exquisitos estragos de la nicotina. Y no se trata aquí de burlar los preceptos médicos: el tabaco, en efecto, es nocivo para la salud; pero es a la vez capaz de moldear voces para el maravilloso acople con un repertorio nostálgico y desgarrado. Escúchese para la muestra a Tom Waits, a Joaquín Sabina… o, sin ir más lejos, a las Fáez.

La intención primaria del disco La trova de las Fáez es el rescate de la serenata como género. Claro, en estricto rigor la serenata no es un género sino una especial facultad de combinar géneros, armar repertorios con la complicidad de la noche y la voluntad de la seducción. Pero cuando ese repertorio pasa por las gargantas resecas de las hermanas Fáez no se detiene uno a pensar dónde termina el bolero y comienza la milonga. Todo adquiere el mismo gusto a bohemia.

Algo tiene el paso de los años que hace que, a más de la experiencia, llegue una compenetración absoluta con ciertas canciones. Las septuagenarias Fáez cantan de amor con ferocidad y de desamor con aspereza. El sobrecogimiento de nosotros los oyentes ante el encanto de esas voces curtidas es quizá un sentimiento análogo a la veneración de los orientales por la tercera edad: es vislumbrar que allí está toda la sabiduría; que allí se concentra, aunque se esté apagando, toda la vida.

Estas damas, en verdad, no sólo están cantando un repertorio más sino que están filtrando su vida a través de la música. Esos pulmones ya han respirado todo el humo, esas gargantas han entonado todas las canciones, esos labios han dado todos los besos. ¿Cómo no estremecerse?