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A R T E S    <NOBR>P L A S T I C A S</NOBR>

El moderno Caravaggio

Exposición de Christian Boltanski en la Casa de Moneda.

10 de enero de 2000

¡Vengan! ¡Vengan!. ¡Aquí está pasando algo!” ¿Y pasa? Ya pasaron el Holocausto y la bomba atómica; el muro de Berlín quedó convertido en un montón de trocitos de ladrillos que se venden como souvenirs made in Germany, pero el planeta —de cabo a rabo— sigue produciendo víctimas anónimas, masacres, genocidios y un prolongado etcétera. Por eso la obra del francés Christian Boltanski (París, 1944) puede leerse desde cualquier nacionalidad y conmover con tanta fuerza en la China, Japón o Francia como en Burkina Faso o en la antigua Unión Soviética. Porque el tema es la muerte. Porque, a pesar de estar centrado en el Holocausto judío, su drama es universal. Y en Colombia, además de todo, es cotidiano. Por eso hay que ajustarse las gafas, dilatar la pupila y enfrentarse a sus Sombras.

La cita es en la Casa de Moneda. El recorrido está planeado de una sala a otra. Por etapas. En la primera parte hay un encuentro con 50 rostros que cuelgan de la pared: Los niños de Dijon. La pobre iluminación de la sala —sólo hay 10 lámparas apuntándole de frente a un igual número de fotografías— impide descifrar sus gestos o asignarles una identidad. Es como encontrarse con uno de esos boletines de televisión de ‘niños buscan su hogar’ y, por un error en el generador de caracteres y una falla de audio, sólo está su imagen; no hay nombre, no hay pasado, no hay nada (cualquier parecido con los desaparecidos forzosos en Colombia es pura coincidencia). Esa tortura se prolonga por cada una de las instalaciones. En las 100 cajas de ‘Los suizos muertos’. O en las Imágenes negras. Y mientras tanto, también se intensifica la batalla entre la luz y las tinieblas. Porque de alguna manera, entrar a ver esta exposición, puede resultar tan inquietante como meterse de lleno en un cuadro del terrible Caravaggio.

Michelangelo Merisi, Caravaggio, una de las banderas del barroco italiano, creó un estilo en el que sus personajes, también anónimos, también desconocidos, sin pasado ni nombre, aparecen envueltos en la oscuridad de una cueva y sus rostros están invadidos por una luz sacramental que no viene de ningún foco visible (es como si tuvieran una linterna guardada en sus chaquetas y, a lo Bela Lugosi, se apuntaran a la cara). Casi cuatro siglos después, en Los soportes del Club Mickey, Boltanski reemplaza el espacio del cuadro por una sala. Y sus personajes son unos niños que se esconden detrás de un telón blanco. La magia caravaggiana está en la iluminación. En el neón que sale de adentro de estas telas y les da a estos chicos una presencia fantasmal. Boltanski, al fin y al cabo, a pesar de llevar años sin coger un pincel, se considera un pintor con todas las de la ley. Y, como los antiguos, quiere conmover. No quiere alardear de su condición de artista posmoderno o de digno representante del narrative art sino darle un grito a la gente de “Vengan, vengan, aquí está pasando algo”. Y en todo esto hay algo de humor.

Para no ir más lejos, su Angel es una divertida representación de la muerte (a no que el ángel de la guarda tenga plumas de chulo) que gira dentro de una de las salas. Su sombra, claro, se agranda y se achica y parece llenar todo el espacio. Y por esa misma línea (¿de humor?) se halla su última serie de la muestra: Velas. Aquí, las clásicas calaveras, tan tenebrosas, tan terroríficas, aparecen en posiciones de bailarinas de ballet o con alitas de mariposa. Son unos muñequitos de alambre enfrentados a la luz de una vela que las proyecta, inmensas, contra la pared. Pero eso no es lo mejor. En medio de tanto caos hay un lugar para algo de esperanza: las miradas, ocupan toda una sala, la más grande, y son eso: miradas de niños sonrientes, del tamaño de una valla mediana, que cuelgan del techo. n