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El pasado dice presente

Con el tiempo las generaciones poéticas han tendido a desaparecer. Sin embargo varios de los protagonistas de los principales momentos de la poesía colombiana se resisten a abandonar los versos.

17 de abril de 2000

Me parece que la labor de un poeta debe ser más bien solitaria. Las labores de grupo sirven para calar en la sociedad pero con el tiempo de los grupos o movimientos sólo van quedando las más prestantes figuras. El tiempo lo borra todo, es implacable y no admite recomendaciones”, aseguró alguna vez el poeta Aurelio Arturo, considerado uno de los más importantes del siglo XX en Colombia. Al respecto las opiniones están divididas pero, con el paso de los años, quienes se vieron inmersos en las denominadas generaciones poéticas hoy son conscientes de que lo realmente importante ha sido el trabajo de cada individuo consolidado a través de sus versos.

‘La Generación del Centenario’, encabezada por José Eustasio Rivera; ‘Los Nuevos’, liderados por León de Greiff ; ‘el piedracielismo’, por Eduardo Carranza; ‘Mito’, en el que se destacaron, entre otros, Eduardo Cote Lamus y Jorge Gaitán Durán; ‘El nadaísmo’, de Gonzalo Arango, y ‘La generación sin nombre’, en la cual brillaron nombres como Darío Jaramillo y Juan Gustavo Cobo Borda, resultan una referencia inevitable dentro de la historia de la poesía colombiana del último siglo. Sin embargo, para los poetas dichas clasificaciones han sido más producto de la crítica en su afán por clasificarlos dentro de alguna corriente que por el propio interés de ellos para que haya sido así.

Muchos, no todos, de quienes pertenecieron a dichos grupos siguen aferrados a la poesía. Algunos todavía acostumbran a reunirse en cafés para conversar sobre literatura. Otros siguen colaborando con algunas revistas culturales. Para ellos las tradiciones en torno a la poesía no han desaparecido del todo. Y lo más importante: aún escriben poemas. La vigencia de su obra es indiscutible. Para no ir muy lejos, Rogelio Echavarría acaba de publicar su más reciente edición de El Tran-seúnte y recibirá de la Universidad de Antioquia un reconocimiento al mérito poético por su vida y obra. El nadaísta Jota Mario Arbeláez recibió hace pocos días el premio de poesía del Instituto de Cultura y Turismo y Darío Jaramillo Agudelo acaba de lanzar su nuevo libro: Memorias de un hombre feliz.

“Yo creo que siempre han existido buenos poetas. Lo que sucede es que todos cantamos a la edad primera. A los 20 años todos somos poetas, pero sólo con el tiempo se consolida el trabajo”, comenta Fernando Charry Lara mientras departe un café con Rogelio Echavarría en un centro comercial en el norte de Bogotá. Ambos pertenecieron, según los antologistas, al grupo que se conformó en torno a la revista Mito entre 1955 y 1962. Sin embargo ellos son los primeros en aclarar que su poesía no tiene nada en común y que han marchado por caminos diferentes a pesar de la estrecha amistad que los une. Se ríen de críticos como Hernando Téllez, quien quiso llamar ‘cuadernícolas’ a todos aquellos que hubieran dado a conocer sus poemas a través de un pequeño cuaderno.

Ellos coinciden que en torno a Mito nació la unión con Jorge Gaitán Durán, Eduardo Cote Lamus y Alvaro Mutis a pesar de no tener nada en común. Algo parecido sucedió con ‘La generación sin nombre’. Giovanni Quessep, quien perteneció a este grupo, recuerda con nostalgia aquellos tiempos a comienzos de los 70: “No nos unía un ideario estético común. Nos unía y sigue uniéndonos la amistad. Leíamos autores diversos, algunos a Borges otros a Cernuda. Yo sigo siendo lector de ‘Las mil y una noches’ y de ‘La divina comedia’. Creo que todos leíamos a los poetas del siglo de oro. Nos reuníamos a conversar sobre lo humano y lo divino en la cafetería Colonial de Chapinero, generalmente los sábados por la mañana. También asistían Aurelio Arturo y Fernando Charry Lara. Soy devoto de la poesía de ambos. Extraño a los que he nombrado y a otros más...”.

Para Juan Gustavo Cobo Borda, quien también perteneció a este grupo, los principales focos aglutinadores eran las revistas y cafés como El Automático, La Romana, El Victoria y El Cisne, entre otros, y donde se hicieron populares las figuras de León de Greiff, Eduardo Carranza, o Jorge Rojas. De el ‘piedracielismo’, uno de los grupos más recordados, sólo sobrevive Carlos Martín. Reside en Holanda y allí guarda miles de anécdotas en torno al grupo, siempre con la salvedad de que cada uno ejerció la poesía de una forma personal e inconfundible.



Una mano más una mano

Para los entendidos el único movimiento poético que realmente ha existido en Colombia fue el nadaísmo. Bajo la bandera de Gonzalo Arango decenas de jóvenes de clase media-baja siguieron su entusiasmo con ánimo de cambio y revolución. Fue un fenómeno que trascendió por varias ciudades del país bajo parámetros que sus miembros siempre tuvieron claros. Para Jaime Jaramillo Escobar, conocido por su seudónimo ‘X-504’, “los nadaístas muertos se consolidan cada vez más, como lo demuestran las reediciones de sus obras. Y los que siguen escribiendo, escriben cada vez mejor, como también se aprecia por sus libros. Al na-daísmo lo han matado más veces que a ‘Tirofijo’, y sin embargo ahí seguimos, poniendo al país patas arriba”.

La librería Horizonte en Medellín y el café La Bastilla son unos de los lugares que acogieron a estos jóvenes pero malos consumidores. “Es que nunca teníamos un peso, comenta Eduardo Escobar, nos decían que éramos un recalentado entre el surrealismo, el existencialismo, el dadaísmo y el nihilismo. Yo fui el séptimo integrante del movimiento y nosotros sentíamos un enorme asco por lo que era el país. Teníamos un gran terror por nuestro futuro. El mundo se estaba cerrando contra la pureza, intuíamos que esto se estaba convirtiendo en una cosa terrible”.

El caos y la expansión de las ciudades ha hecho que los encuentros sean cada vez menos frecuentes. “Los intelectuales vivimos en una inmensa soledad. En mi caso, mis interlocutores más exquisitos y más amados están muertos. Me veo a veces con Jota Mario Arbeláez pero la ciudad nos va cambiando”, confiesa Escobar. Lo mismo sucede con poetas que, en teoría, pertenecieron a otros grupos. Es aquí donde los talleres literarios han pasado a convertirse en la mejor manera de reunir a los nuevos creadores. El debate y las lecturas en conjunto se centran ahora en estos encuentros que, dicho sea de paso, tienen muchos detractores.

“Yo he hecho varias antologías y hay muchos poetas jóvenes que he incluido porque todos merecen estar allí”, comenta Rogelio Echavarría, defendiendo a las nuevas generaciones no sin antes advertir que el tiempo será el único encargado en determinar la calidad de los nacientes poetas. Pero en medio de tantas figuras fugaces que surgen a diario hay una constante invitación a la nostalgia. A añorar, con la distancia, la irreverencia de León de Greiff, las tertulias de ‘Piedra y Cielo’, las apariciones polémicas de Gonzalo Arango, el apogeo de Mito. Pero también es gratificante saber que los grandes poetas aún insisten en el oficio de la palabra, no como una cuestión del pasado sino del presente, en un momento en el que sus versos son más necesarios que nunca.