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EL ULTIMO JUGLAR

Con la muerte del historiador Donaldo Bossa Herazo desapareció también la memoria oral más grande de Cartagena.

28 de octubre de 1996

Alguna vez, en sus épocas de campaña electoral, el ex presidente Eduardo Santos pasó por Sincelejo preguntando por su amigo Donaldo Bossa Herazo, una de las mentes más brillantes que había conocido. Pero Donaldo estaba en Tolú, de visita por su tierra natal, y entonces el candidato fue hasta el propio umbral de su puerta, a sacarlo de la casa. "Usted qué hace aquí, le dijo. Véngase para Bogotá que esto se está poniendo bueno". Pero Donaldo no se fue. Con escasas excepciones, vivió prácticamente toda su vida en Cartagena de Indias, La Heroica, la que él consideró como el bastión de honor de América y la misma que se había convertido desde joven en su obsesión eterna.
En Bogotá, donde había ganado la amistad y la admiración de hombres como Enrique Olaya Herrera, Alfonso López, Carlos Lleras Restrepo y Alberto Lleras Camargo, con probabilidad habría alcanzado la popularidad que Santos le insinuó en su visita y que siempre le negó la historia. Pero Donaldo Bossa era un hombre que no medía su modestia y antes que probar suerte en la capital, prefirió dedicarse en paz a sus estudios al lado del mar. Su vida pública, aparte de haber sido secretario de algunos gobernadores de Bolívar y de llegar a ser secretario privado del general Benjamín Herrera, estuvo signada más por la investigación histórica que por la política.
Curioso y ávido de conocimiento, Bossa Herazo cultivó desde pequeño la afición por la lectura y con una ración de cuatro a cinco libros por semana, se transformó a lo largo de su vida en uno de los autodidactas más completos de este siglo. "Era una enciclopedia ambulante, recuerda Augusto de Pombo, hablaba de cualquier tema con la propiedad de un verdadero maestro". Y es que Donaldo Bossa no sólo se empeñó en escudriñar hasta el último rincón de la historia de Cartagena. Igual se hizo experto en botánica y ornitología caribe, en arquitectura colonial y en restauración, por lo cual la Universidad Jorge Tadeo Lozano le expidió el título Honoris Causa. Además, era conocido como 'El poeta Bossa', por sus dotes de excelso versificador. "Sus poemas eran como una acuarela, comenta Lácydes Moreno, describía como si estuviera pintando". Precisamente esta cualidad fue la que lo identificó ante sus alumnos y amigos como un tertuliador magistral. Si Eduardo Lemaitre había logrado escribir su legado en generosas investigaciones, Bossa, que escribió poco, se encargó de ofrecer su legado al viento. García Márquez dijo sobre él alguna vez que su gran virtud era la de saber fotografiar en la memoria todo lo que leía. Y quienes lo conocieron aseguran que era cierto. Recitaba sin texto a los grandes poetas del Siglo de Oro español; a Machado como a Jorge Guillén; a Jorge Luis Borges como a Leopoldo Luganes, a León de Greiff y a Eduardo Carranza.
Todo el conocimiento acumulado lo iba compartiendo a la manera de los juglares medievales. Como presidente de la Academia de Historia de Cartagena y desde el Palacio de La Inquisición, Bossa Herazo narraba con vehemencia y en tono de cardenal sus últimos descubrimientos históricos sobre la vida de Núñez a sus amigos de tertulia, o de cómo había terminado su investigación etimológica sobre la palabra bocachico. A las cinco de la tarde daba por terminados sus asuntos y sentenciaba: "Ahora voy a dedicarme a mis actividades bancarias". Y entonces salía de La Inquisición y se sentaba en uno de los bancos del parque Bolívar. Allí, en el ocaso del día y antes de que lo recogiera el habitual taxi que lo llevaba a su casa, ubicada en las afueras de la ciudad, recibía a los estudiantes de historia y de arquitectura y reanudaba la tertulia con ellos, resolviendo dudas, aconsejando autores.
En realidad, Donaldo Bossa fue el último relator oral de Cartagena. Conocía la historia minuciosa de cada templo, cada calle, cada casa colonial, cada plaza, cada palacio, cada muralla, cada fuerte, cada batería. Se había aprendido de memoria la ascendencia de sus habitantes. Experto en heráldica española, por lo cual se hizo amigo íntimo del mismísimo Duque de Alba, sabía con exactitud la totalidad de la genealogía cartagenera. Incluso, él mismo había descubierto que era descendiente lejano de Manuel Marcelino Núñez, uno de los próceres de la independencia de La Heroica.
Se vanagloriaba de ser el recibidor y el guía de los personajes ilustres que visitaban la ciudad amurallada. Con la misma exquisitez de su palabra atendió por igual a Franklin Delano Roosevelt como al rey Juan Carlos de España. Y cuando estuvo en España como cónsul de Colombia en Sevilla, durante la administración de Alfonso López Michelsen, se dio el lujo de corregir a los propios guías del palacio de El Escorial. Sabía más de Felipe el Hermoso y Juana la Loca que muchos de sus colegas ibéricos. Españófilo por naturaleza, también se empeñó en someter a su memoria al aprendizaje de la tauromaquia y se volvió experto en la vida de los grandes toreros del siglo: Belmonte, El Gallo, Manolete, Dominguín.
Su mente, fuerte y amplia, le hacía honor a su cuerpo. Alto y fornido, a los 60 años era todavía un roble. Vestido de sombrero de paja y una infaltable guayabera de manga larga, coronada con un corbatín, Bossa Herazo subía y bajaba las escaleras de La Inquisición con la pericia de un adolescente. Eduardo Lemaitre solía comentar a sus contertulios: "Míralo, ya pasó de los 60 y creo que hasta ahora sólo se le ha picado una muela. De seguir así este hombre va a cumplir 100 años". Pero la premonición no se cumpliría. Había nacido un 20 de julio y quizás por eso el destino lo había encaminado por los senderos de la historia. Sin embargo, tal vez por autodidacta o por desordenado, dejó escrito mucho menos de lo que en realidad abarcó su conocimiento. Su mente produjo el anecdotario más completo de la historia de Cartagena, pero dejó muy pocas evidencias de sus conversaciones sabias. A los 92 años, bajo una lucidez que no dejó de causar asombro entre sus amigos, Donaldo Bossa se enfrentó por fin a la muerte. Ya lo había hecho su más íntimo compañero de discusiones, Eduardo Lemaitre, y también Ramón de Zubiría. Sólo faltaba él y cumplió su llamado la semana pasada, llevándose consigo, de paso, la memoria oral más grande de La Heroica.